Jose Maria Iparragirre (1820-1881)
Juan Aguirre

José María Iparraguirre Balerdi, a los 32 años de edad, recién llegado del Tirol.Estos días se presenta el libro titulado Iparragirre, Raíz y viento, con el que culmina una profunda investigación de varios años de un equipo capitaneado por el músico vizcaíno Gontzal Mendibil, y en el que ha participado una importante nómina de artistas, intelectuales y políticos de todo el espectro. Aunque a algunos pueda sorprender este retorno sobre la figura del autor del Gernikako Arbola, lo cierto es que no todo estaba dicho. Faltaba una biografía moderna y documentada que buceara en las fuentes originales y perfilara al personaje en su verdadera dimensión histórica liberado de sedimentos y clichés que, en otros tiempos, hicieron de él casi tanto como un profeta de la redención del pueblo vasco. Porque ya lo atestiguó el doctor Justo Gárate: "Han sido muchos los glosadores y comentaristas de Iparraguirre, pero pocos los investigadores".

José María Iparraguirre Balerdi nació en Urretxu (Gipuzkoa) un día de verano de 1820. Sus 61 años de vida se inscriben en un período trascendental en la conformación política y social de nuestro país, que va desde la crisis del Antiguo Régimen que desembocará en la guerra carlista, hasta la primera industrialización de Vasconia que arranca al final del tercer y último conflicto dinástico cuyo corolario fue la abolición foral de 1876.

En el terreno de las artes, la vida de Iparraguirre coincide con los años de apogeo del Romanticismo, un movimiento tan influyente y fértil como escurridizo a toda definición. "Una manera de sentir", lo llamó su coetáneo Charles Baudelaire, manera de sentir que se manifiesta en un decidido afán de Libertad como medio para la realización personal pero también la colectiva, puesto que el individuo se identifica con su pueblo al que considera dotado de un espíritu propio.

El ansia de Libertad, como sentimiento más que como pensamiento, como desvelo vital, motor existencial y hálito creativo antes que como ambición de concretos perfiles, recorre toda la trayectoria de José María Iparraguirre y explica sus grandezas y también sus miserias. Y es que en el viejo bardo tenemos a una de las más acabadas figuras del Romanticismo artístico en Vasconia, y en su himno Gernikako Arbola al exponente máximo de la afirmación identitaria de los vascos alrededor de los Fueros y de su símbolo secular. Con todos los matices, de Iparraguirre podemos decir que jugó entre nosotros papel idéntico al de Adam Mickiewicz en Polonia o Alessandro Manzoni en Italia. Pero a diferencia de estos poetas nacionales, el de Urretxu cultivó no sólo la rima (que también) sino sobre todo la música, disciplina que durante el Romanticismo cobró renovada importancia como vehículo idóneo para la nueva estética expresivista.

Su obra —mayor de lo que hasta ahora creíamos— crece a impulso de sus vivencias, y recíprocamente sus vivencias insuflan de verdad todas sus creaciones. En el genio romántico no hay falsas suturas entre la creación vital y la artística, sino que una y otra forman un todo apasionado y apasionante. Eso no significa, desde luego, que entre los dichos y los hechos, entre los arrebatos líricos y las actitudes personales exista plena coherencia; pero nadie dijo que la coherencia moral, que es virtud exigible en sacerdotes, líderes de masas y educadores, lo sea también para poetas y juglares. De haberlo comprendido, nos hubiéramos evitado la falsificación biográfica (o más bien hagiográfica) de que fue objeto durante generaciones, al atribuírsele rasgos de profeta portador de un mensaje de redención mística para el pueblo vasco, que casaban mal según la moral dominante con algunos hechos de su trajinosa y volandera existencia. Al fin y al cabo, lo único que con su guitarra Iparraguirre persiguió fue la belleza como camino hacia la Libertad y singular atajo hacia la felicidad.

José María Iparraguirre con su esposa e hijosIparraguirre, como el dandi que de alguna manera fue, vertió todo el talento en su obra, y el genio lo reservó para su vida. Con la materia prima de su bien plantada figura, su profunda voz y su desenvuelto gracejo, se forjó una personalidad cautivadora y fascinante. Su limitado pertrecho de cultura académica lo compensaba con una franca y dúctil vitalidad, que le permitía abrirse paso en los ambientes más refinados de la España isabelina y de la Francia de la Monarquía de Julio, sin traicionar nunca a sus raíces populares ni a su contumaz rebeldía.

Curiosamente, si nos fijamos en quiénes fueron los principales protectores que le arroparon a lo largo de su vida veremos que, desde un estrato socialmente superior, casi todos ellos compartían con Iparraguirre un individualismo refractario a toda ortodoxia. Bastan tres ejemplos: uno) el general Ramón Cabrera, El tigre del Maestrazgo, que desertaría ruidosamente del carlismo después de combatir para tres generaciones de Pretendientes; en segundo lugar), el marqués de La Rochejaquelein, descendiente de una gloriosa estirpe de militares monárquicos y líder del partido legitimista francés antes de apostatar y pasarse al bando de los demócratas radicales; y tercero, el periodista andaluz Enrique Romero Jiménez, novelesco personaje, ex sacerdote y furibundo revolucionario en "La Gloriosa", quien denunció la gran mentira de la emigración americana desde un periódico bonaerense, hasta que su compatriota Paúl y Angulo (el presunto asesino del general Prim), acabó con su vida en un duelo.

Frente a estas afinidades electivas, a las que podríamos añadir bastantes más, chocan otras figuras tan próximas personalmente al cantor de Urretxu como remotas en su actitud vital: nos referimos sobre todo a su más viejo amigo, el zumarratarra Nicolás de Soraluce, y a su primo Domingo Martínez de Ordoñana, dos prósperos emprendedores que jamás aceptaron a José Mari tal como era: un hombre de sensibilidad contestataria, inclín indolente y economía dilapidadora.

Dilapidador, qué duda cabe que lo fue, y quizá en demasía: derrochó a manos llenas pecunios, querencias, ilusiones y hasta virtudes. Derrochaba vida allá por donde pasaba, como si cada instante fuera el último y cada canción su apoteosis. Si Byron, Büchner, Hölderlin, Larra y otros poetas románticos conocieron una muerte prematura, de igual modo Iparraguirre se "suicidió" artísticamente en los primeros 35 años de vida. La absurda huida a América sólo vino a confirmar que su voz rota y su estro velado no podrían hacer vibrar más las fibras emocionales de antaño. En este sentido, llamo la atención de los futuros lectores sobre un capítulo del libro donde por primera vez se narra con detalle su presentación en un teatro de Buenos Aires y el patético saldo que cosechó.

Cierto es que su recorrido musical pudo haber sido más largo de haber aceptado, siendo aún joven, las clases de música que le ofreció el maestro Duprez —a la sazón una de las primeras voces de la ópera de París—, pero nuestro coterráneo carecía del espíritu de sacrificio que se exige a quien quiere penetrar en la árida aritmética de los compases. De modo que sus únicos Conservatorios fueron los campamentos y las tabernas, y así forjó un arte más de ágoras y salones que de teatros o auditorios, crónica de la vida de su siglo en el que respiró a pleno pulmón para espirar rimas y arpegios.

Aunque vivió más de la mitad de su vida fuera de Vasconia, con sus canciones alcanzó a reflejar el alma de su tiempo como ningún otro, y poco importa si lo hizo con un estilo imperfecto puesto que ha seguido siendo identificable para varias generaciones de vascos. Ya lo decía Chateaubriand —a quien el guitarrero peregrino leyó de joven con fruición—, que los fundamentos primeros del estilo nunca son cosmopolitas, sino que "el estilo posee una tierra natal, un cielo y un sol propios".

Con su humanidad y su exquisita sensibilidad Iparraguirre, incardinado en el eje de los conflictos que ha padecido la sociedad vasca desde el siglo XIX, es un ejemplo de nuestras contradicciones a la vez que síntesis superadora. Ello le faculta para excitar aún hoy el interés y el respeto de prácticamente todos los que se reconocen en la cultura vasca, por encima de ideologías y sensibilidades nacionales. El libro que hoy presentamos resulta en tal sentido absolutamente revelador.

En un conocido y muy citado pasaje, afirma Pío Baroja: "Yo no sabría definir de un modo sintético el carácter de los vascongados. Sí sé que casi todos tienen un fondo guerrero, que hablan poco, que peroran poco, que son serenos, pensativos y silenciosos. Tienen estos montañeses un santo que representa la voluntad de la raza: San Ignacio; un militar que representa su instinto guerrero: Zumalacárregui; un marino que representa el heroismo: Churruca; un político que representa la prudencia y la diplomacia: Legazpi; un hombre que da la vuelta al mundo: Elcano".

Al autor de Zalacaín el aventurero le faltó decir que tenemos un músico, un juglar, un cantor que representa como nadie nuestro vuelo lírico: José María Iparraguirre Balerdi.


Juan Aguirre, autor de la biografía "Iparragirre, Retrato sin retoques" (incluida en el libro Iparragirre, Raíz y viento.


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