Estos días se presenta el libro
titulado Iparragirre, Raíz y viento, con el que
culmina una profunda investigación de varios años
de un equipo capitaneado por el músico vizcaíno
Gontzal Mendibil, y en el que ha participado una importante nómina
de artistas, intelectuales y políticos de todo el espectro.
Aunque a algunos pueda sorprender este retorno sobre la figura
del autor del Gernikako Arbola, lo cierto es que no todo
estaba dicho. Faltaba una biografía moderna y documentada
que buceara en las fuentes originales y perfilara al personaje
en su verdadera dimensión histórica liberado de
sedimentos y clichés que, en otros tiempos, hicieron de
él casi tanto como un profeta de la redención del
pueblo vasco. Porque ya lo atestiguó el doctor Justo Gárate:
"Han sido muchos los glosadores y comentaristas de Iparraguirre,
pero pocos los investigadores".
José María Iparraguirre
Balerdi nació en Urretxu (Gipuzkoa) un día de verano
de 1820. Sus 61 años de vida se inscriben en un período
trascendental en la conformación política y social
de nuestro país, que va desde la crisis del Antiguo Régimen
que desembocará en la guerra carlista, hasta la primera
industrialización de Vasconia que arranca al final del
tercer y último conflicto dinástico cuyo corolario
fue la abolición foral de 1876.
En el terreno de las artes, la
vida de Iparraguirre coincide con los años de apogeo del
Romanticismo, un movimiento tan influyente y fértil como
escurridizo a toda definición. "Una manera de sentir",
lo llamó su coetáneo Charles Baudelaire, manera
de sentir que se manifiesta en un decidido afán de Libertad
como medio para la realización personal pero también
la colectiva, puesto que el individuo se identifica con su pueblo
al que considera dotado de un espíritu propio.
El ansia de Libertad, como sentimiento
más que como pensamiento, como desvelo vital, motor existencial
y hálito creativo antes que como ambición de concretos
perfiles, recorre toda la trayectoria de José María
Iparraguirre y explica sus grandezas y también sus miserias.
Y es que en el viejo bardo tenemos a una de las más acabadas
figuras del Romanticismo artístico en Vasconia, y en su
himno Gernikako Arbola al exponente máximo de la
afirmación identitaria de los vascos alrededor de los
Fueros y de su símbolo secular. Con todos los matices,
de Iparraguirre podemos decir que jugó entre nosotros
papel idéntico al de Adam Mickiewicz en Polonia o Alessandro
Manzoni en Italia. Pero a diferencia de estos poetas nacionales,
el de Urretxu cultivó no sólo la rima (que también)
sino sobre todo la música, disciplina que durante el Romanticismo
cobró renovada importancia como vehículo idóneo
para la nueva estética expresivista.
Su obra mayor de lo que
hasta ahora creíamos crece a impulso de sus vivencias,
y recíprocamente sus vivencias insuflan de verdad todas
sus creaciones. En el genio romántico no hay falsas suturas
entre la creación vital y la artística, sino que
una y otra forman un todo apasionado y apasionante. Eso no significa,
desde luego, que entre los dichos y los hechos, entre los arrebatos
líricos y las actitudes personales exista plena coherencia;
pero nadie dijo que la coherencia moral, que es virtud exigible
en sacerdotes, líderes de masas y educadores, lo sea también
para poetas y juglares. De haberlo comprendido, nos hubiéramos
evitado la falsificación biográfica (o más
bien hagiográfica) de que fue objeto durante generaciones,
al atribuírsele rasgos de profeta portador de un mensaje
de redención mística para el pueblo vasco, que
casaban mal según la moral dominante con algunos hechos
de su trajinosa y volandera existencia. Al fin y al cabo, lo
único que con su guitarra Iparraguirre persiguió
fue la belleza como camino hacia la Libertad y singular atajo
hacia la felicidad.
Iparraguirre,
como el dandi que de alguna manera fue, vertió todo el
talento en su obra, y el genio lo reservó para su vida.
Con la materia prima de su bien plantada figura, su profunda
voz y su desenvuelto gracejo, se forjó una personalidad
cautivadora y fascinante. Su limitado pertrecho de cultura académica
lo compensaba con una franca y dúctil vitalidad, que le
permitía abrirse paso en los ambientes más refinados
de la España isabelina y de la Francia de la Monarquía
de Julio, sin traicionar nunca a sus raíces populares
ni a su contumaz rebeldía.
Curiosamente, si nos fijamos
en quiénes fueron los principales protectores que le arroparon
a lo largo de su vida veremos que, desde un estrato socialmente
superior, casi todos ellos compartían con Iparraguirre
un individualismo refractario a toda ortodoxia. Bastan tres ejemplos:
uno) el general Ramón Cabrera, El tigre del Maestrazgo,
que desertaría ruidosamente del carlismo después
de combatir para tres generaciones de Pretendientes; en segundo
lugar), el marqués de La Rochejaquelein, descendiente
de una gloriosa estirpe de militares monárquicos y líder
del partido legitimista francés antes de apostatar y pasarse
al bando de los demócratas radicales; y tercero, el periodista
andaluz Enrique Romero Jiménez, novelesco personaje, ex
sacerdote y furibundo revolucionario en "La Gloriosa",
quien denunció la gran mentira de la emigración
americana desde un periódico bonaerense, hasta que su
compatriota Paúl y Angulo (el presunto asesino del general
Prim), acabó con su vida en un duelo.
Frente a estas afinidades electivas,
a las que podríamos añadir bastantes más,
chocan otras figuras tan próximas personalmente al cantor
de Urretxu como remotas en su actitud vital: nos referimos sobre
todo a su más viejo amigo, el zumarratarra Nicolás
de Soraluce, y a su primo Domingo Martínez de Ordoñana,
dos prósperos emprendedores que jamás aceptaron
a José Mari tal como era: un hombre de sensibilidad contestataria,
inclín indolente y economía dilapidadora.
Dilapidador, qué duda
cabe que lo fue, y quizá en demasía: derrochó
a manos llenas pecunios, querencias, ilusiones y hasta virtudes.
Derrochaba vida allá por donde pasaba, como si cada instante
fuera el último y cada canción su apoteosis. Si
Byron, Büchner, Hölderlin, Larra y otros poetas románticos
conocieron una muerte prematura, de igual modo Iparraguirre se
"suicidió" artísticamente en los primeros
35 años de vida. La absurda huida a América sólo
vino a confirmar que su voz rota y su estro velado no podrían
hacer vibrar más las fibras emocionales de antaño.
En este sentido, llamo la atención de los futuros lectores
sobre un capítulo del libro donde por primera vez se narra
con detalle su presentación en un teatro de Buenos Aires
y el patético saldo que cosechó.
Cierto es que su recorrido musical
pudo haber sido más largo de haber aceptado, siendo aún
joven, las clases de música que le ofreció el maestro
Duprez a la sazón una de las primeras voces de la
ópera de París, pero nuestro coterráneo
carecía del espíritu de sacrificio que se exige
a quien quiere penetrar en la árida aritmética
de los compases. De modo que sus únicos Conservatorios
fueron los campamentos y las tabernas, y así forjó
un arte más de ágoras y salones que de teatros
o auditorios, crónica de la vida de su siglo en el que
respiró a pleno pulmón para espirar rimas y arpegios.
Aunque vivió más
de la mitad de su vida fuera de Vasconia, con sus canciones alcanzó
a reflejar el alma de su tiempo como ningún otro, y poco
importa si lo hizo con un estilo imperfecto puesto que ha seguido
siendo identificable para varias generaciones de vascos. Ya lo
decía Chateaubriand a quien el guitarrero peregrino
leyó de joven con fruición, que los fundamentos
primeros del estilo nunca son cosmopolitas, sino que "el
estilo posee una tierra natal, un cielo y un sol propios".
Con su humanidad y su exquisita
sensibilidad Iparraguirre, incardinado en el eje de los conflictos
que ha padecido la sociedad vasca desde el siglo XIX, es un ejemplo
de nuestras contradicciones a la vez que síntesis superadora.
Ello le faculta para excitar aún hoy el interés
y el respeto de prácticamente todos los que se reconocen
en la cultura vasca, por encima de ideologías y sensibilidades
nacionales. El libro que hoy presentamos resulta en tal sentido
absolutamente revelador.
En un conocido y muy citado pasaje,
afirma Pío Baroja: "Yo no sabría definir de
un modo sintético el carácter de los vascongados.
Sí sé que casi todos tienen un fondo guerrero,
que hablan poco, que peroran poco, que son serenos, pensativos
y silenciosos. Tienen estos montañeses un santo que representa
la voluntad de la raza: San Ignacio; un militar que representa
su instinto guerrero: Zumalacárregui; un marino que representa
el heroismo: Churruca; un político que representa la prudencia
y la diplomacia: Legazpi; un hombre que da la vuelta al mundo:
Elcano".
Al autor de Zalacaín
el aventurero le faltó decir que tenemos un músico,
un juglar, un cantor que representa como nadie nuestro vuelo
lírico: José María Iparraguirre Balerdi.
Juan
Aguirre, autor de la biografía "Iparragirre, Retrato
sin retoques" (incluida en el libro Iparragirre, Raíz
y viento. |