Introducción Las
fiestas tradicionales: La reproducción de la vida productiva Realidades
emergentes Los
nuevos agentes y las nuevas presencias Conclusión
Introducción
La
fiesta es un tiempo y un espacio de celebración de acontecimientos
y de congregación de personas y grupos en orden a manifestar
la identidad compartida. Es decir, los que participan en una fiesta
comparten muchas cosas en común: un territorio (vecinos),
un trabajo (auzolan), una profesión (campesinos), la familia
(bautizos, bodas, cumpleaños), unos sentimientos (korrika,
aberri eguna) o unas creencias (fiestas religiosas). La fiesta
es pues la celebración de las identidades, es decir, del
hecho de estar, vivir, trabajar, sentir y creer juntos.
Esta celebración y congregación
se logra mediante la ruptura del tiempo ordinario, entrando en
un tiempo y en un espacio especial, en el que las normas de la
vida cotidiana se trasgreden. Hay un tiempo de trabajo y otro
de fiesta, un tiempo de rutina y otro de celebración, un
tiempo de dispersión y otro de encuentro. Son dos ritmos
distintos, ambos necesarios en la vida. La fiesta es el tiempo
de la gratuidad, del exceso, del olvido y de la recuperación.
Desde este punto de vista, el tiempo
y el espacio de la fiesta son sagrados, separados, tiempos y espacios
de la comunidad, es decir, de integración, de olvido de
los rencores y las rencillas y de comunicación de proyectos.
Son momentos de regeneración de la vida social y de construcción
de la vida comunitaria. En la fiesta, renovamos nuestra pertenencia,
reconstruimos nuestra identidad, reformulamos nuestra imagen,
de forma cíclica, repetitiva y colectiva. (INDICE)
Las
fiestas tradicionales: La reproducción de la vida productiva
En el pasado, la fiesta era una reproducción
simbólica del ciclo cosmológico, es decir, un acompañamiento
del ciclo de la planta. En invierno, cuando la planta está
bajo tierra y el sol decrece, las fiestas privilegiadas son las
del hábitat humano (doméstico y comunitario). El
solsticio de invierno marca el inicio de las mascaradas carnavalescas
que acompañan el despertar de la naturaleza.
Con la primavera, la planta sale
de la tierra. La fiesta, del mismo modo, sale a los campos. El
agua, las rogativas, los conjuros y las bendiciones suceden a
las cuestaciones, las comidas y las danzas y las mascaradas. Es
decir, mientras la planta está en la tierra, se la espera.
Ahora se la acompaña con ritos que la alimentan (agua)
y la protegen (rogativas, santos contra la pedrea, conjuros, etc.).
A nivel biológico, es un momento en que se celebran las
fiestas de adolescencia (primeras comuniones, noviazgos). En cambio,
en invierno, las fiestas más importantes son las de la
niñez: San Nicolas,
Olentzero, Inocentes. En verano, la fiesta es de celebración
de la cosecha. Son fiestas de adultos, de acción de gracias,
romerías de agradecimiento por los frutos recogidos. El
sol es el astro por excelencia que acompaña y rige la bendición
de los campos. Con el otoño, vienen las fiestas de la luz,
de la muerte (el ocaso de la vida), de los difuntos, de la siembra.
El ciclo se cierra y se vuelve a abrir. Como dice Durkheim, "las
divsiones en días, semanas, meses, años, etc., corresponden
a la periodicidad de los ritos, de las fiestas, de las ceremonias
públicas. Un calendario expresa el ritmo de la actividad
colectiva al mismo tiempo que tiene por función asegurar
su regularidad" (Formas elementales de la vida religiosa).
(INDICE)
Realidades
emergentes
Este ritmo ya no es el de las fiestas
actuales. Hoy se vive a un ritmo de fin de semana, de trabajo-descanso,
vacación-estudio, que ha instaurado una nueva ciclicidad.
Por otro lado, la vecindad ya no es la misma que en el pasado.
La gente trabaja, vive y estudia en la ciudad. Las fiestas congregan
no solo a los vecinos cuya actividad cambia en esos días.
Es, además, un momento de encuentro de gente muy diversa.
Especialmente, las fiestas son congregaciones de jóvenes
que jalonan el tiempo de verano de verbenas y de festejos que
les reúnen y les hacen celebrar su pertenencia al espacio
en una lógica distinta de la del pasado.
Pero hay algo más que jóvenes
en las fiestas. Si algo caracteriza a estos rituales comunitarios
es su aspecto integrador (holístico). Es toda la comunidad
la que celebra la vida que comparte. Sin embargo, y esto es lo
novedoso, en estas celebraciones, se manifiesta una nueva realidad
social, una lógica de relación con el espacio, por
parte de la comunidad, diferente a la del pasado. Antes, lo que
peligraba no era lo social sino lo natural/productivo que podía
hacer que el campesinado no recibiera los frutos necesarios para
la subsistencia. Estos, hoy en día, están asegurados.
Lo peligroso es la dispersión social y la muerte de la
comunidad. El proceso de modernización y de urbanización
del territorio ha expulsado a miles de hijos de la tierra reubicandolos
en la ciudad. El declive poblacional ha amenazado seriamente la
permanencia y la continuidad de la comunidad y de la cultura
local. Esta amenaza se conjura
los fines de semana, en las romerías y en el estío
festivo. Vivimos a tiempo estacional entre campo y ciudad. O sea,
vivimos en un tipo de sociedad muy obsesionado por la vida natural
que la economía depredadora de los 60 ha esquilmado y que
se percibe como de alto riesgo. En los espacios naturales privilegiados
por la sociabilidad veniega de nuestros días (montaña,
romerías y celebraciones lúdicas) la sociedad conjura
un doble peligro, la muerte de lo social y el abandono de lo natural.
(INDICE)
Los
nuevos agentes y las nuevas presencias
Al analizar los cambios sociales
del medio rural se constata el papel que las asociaciones culturales
estan jugando en la revitalización de la sociabilidad vecinal.
Se puede decir que están ocupando el espacio de las antiguas
cofradías y de las tradicionales formas de gestión
del pasado. Es evidente que muchas fiestas actuales no existirían
sin estas asociaciones y que ellas les han dado un cariz distinto
al tradicional. Hay una preocupación de integración
a las costumbres locales, pero en cada pueblo la forma de plasmar
esa sociabilidad está siendo diferente. Desde este punto
de vista, los cambios con respecto al pasado son evidentes. Hay
una mayor movilidad que hace que se viva a un ritmo estacional
y que lo que parece medio muerto durante la semana y en invierno,
se convierta en un hervidero los fines de semana, en verano, y
especialmente los días de fiesta. Actividades febriles
se hacen presentes en determinados momentos para desaparecer como
fantasmas de la vida del pueblo al día siguiente de las
fiestas cuyo único resto son las sucias y resbaladizas
calles.
Por otro lado, los jóvenes
que se educan en la ciudad traen con ellos sus ideas políticas
e inquietudes sociales. Los carteles de insumisos, de presos,
de reivindicaciones ecologistas, sociales y comunitarias no dejan
de estar presentes. Son nuevas realidades que emergen en el momento
de la fiesta con fuerza ya que es su espacio de manifestación
ritual. Es el momento de recordar a la comunidad que muchos hijos
del pueblo están sufriendo y sienten la distancia de amigos
y familiares precisamente esos días en los que afloran
profundos sentimientos de pertenencia a una comunidad local.
En
fin, karaokes, disfraces, juegos, deportes y actos culturales
vienen a jalonar un momento de diversión, pero sobre todo
de participación activa en un tiempo en el que hay que
recordar la vitalidad y la gratuidad de la existencia. Llenar
los intersticios del ritmo comunitario con cohetes, sonidos de
campanas, ruidos, txarangas, bailes, etc., refleja el deseo de
vivir a tope, hilvanando un nuevo ritmo, el de la communitas,
en ese tiempo de lo intemporal, de lo eterno y rejuvenecedor (lo
no caduco) que es toda fiesta. La invitación a compartir
y a festejar llena el espacio vecinal de múltiples actividades
todas ellas orientadas a vivir el exceso de la fiesta lo mismo
que se vive la penuria de la vida cotidiana, un exceso que desborda
la usura, la codicia, la exclusión o la repetición
degradadora de lo cotidiano. (INDICE)
Conclusión
Se podría decir que el fenómeno
festivo rural experimenta el mismo proceso que la sociedad en
la que se da. Si a nivel sociológico podemos distinguir,
en el medio rural, tres proyectos socio-económicos, el
campesino, el institucional y el residencial, las fiestas reflejan
esta realidad. Las vecindades tradicionales conservan aún
sus fiestas y sus ritmos cíclicos que los ligan a la tierra
y a los fenómenos atmosféricos. La regulación
social del hábitat sigue teniendo un ritmo semejante al
del pasado. La misa dominical, el recuerdo de los difuntos y la
cena de vecindad siguen congregando a los habitantes de los pueblos
en torno a los espacios y a los tiempos del pasado.
El proyecto institucional privilegia
la construcción de una identidad rural comarcal, de zona,
que haga aparecer planteamientos y soluciones económicas
y sociales al declive agrícola. Las fiestas lo reflejan.
Son un exponente de este nuevo espacio de interacción entre
el medio rural y los nuevos agentes de la gestión económica
de la comarca.
En fin, los nuevos residentes se
hacen presentes con inquietudes distintas, no muy definidas, pero
caracterizadas por algo que domina la escena social de los años
de bienestar: el consumo. Consumo de naturaleza, de sol, de diversión,
de sociabilidad, al mismo tiempo que consumo de sueños,
de proyectos y de deseos que sólo la fiesta realiza de
forma imbólica.
En
el fondo, nos hallamos ante lo que podríamos llamar búsqueda
de identidad. En el pasado, las fiestas eran la expresión
de la vida comunitaria, de sus ritmos, cambios y necesidades de
reciclaje y sobre todo de celebración del hecho de vivir,
producir y alegrarse de los acontecimientos de la vida cotidiana
(bautizos, bodas, etc.) Hoy, las fiestas no son exactamente la
celebración de las gentes que comparten unos mismos espacios
y tiempos vitales. Su carácter más definitorio es
la búsqueda de identidad. Las fiestas, más que celebración
de la vida de comunidad, son momentos privilegiados de búsqueda
de esa vida que se ha perdido (el reencuentro con el pasado, liberado
de negatividad y recargado de sentido de pertenencia), en un espacio
que ya no es el del nacimiento, estudios, trabajo y muerte sino
el que se ha perdido (el locus de pertenencia o heimat)
y se quiere recuperar en lógica de comunidad.
Lo que se celebra, pues, es un proyecto
de construcción de la comunidad y sobre todo se celebra
la reidentificación. Romerías, ferias, fiestas comarcales
e incluso vecinales son, para muchos, la inversión social
en un espacio que identifica frente al vacío ciudadano.
Hay mucha gente que no se ha integrado en la vida ciudadana. Nunca
ha dejado la rural. Muchos de nuestros ciudadanos no son artesanos,
intelectuales, mercaderes, etc.; son gentes salidas del campo
que, a nivel cognitivo, nunca lo han abandonado. Por eso, pienso
que espacio rural y espacio urbano se van constituyendo, en las
últimas décadas, como un mismo lugar ritual,
y por lo tanto como un proyecto social y comunitario que
integra ambos espacios en lógicas complementarias. Las
fiestas, los fines de semana y las vacaciones son momentos privilegiados
de esta construcción social y cultural. La casa, no de
campo sino del pueblo, los amigos, los familiares, los festejos
y las celebraciones son el lugar en el que se construye
lo comunitario, posibilitado por un bienestar que la industrialización
ha aportado y por una cada vez mayor cercanía física
entre la ciudad y el medio rural. La búsqueda de identidad
es pues el nuevo nombre que define a las sociedades festivas de
nuestros pueblos. (INDICE)
Josetxu Martínez Montoya, profesor
de Antropología, Deusto
Fotografías: Egunkaria y Enciclopedia Auñamendi
|