EL SÍMBOLO
Desde nuestros
orígenes, la manipulación de palos y piedras condicionó
la evolución del humán, animal hasta entonces provisto
de limitados recursos de defensa y ataque. Tan trascendente fue
el papel jugador por estos útiles en el desarrollo de la
especie que terminó por otorgárseles una significación
simbólica. Los jefes de tribus y comunidades se diferenciaban
por el tamaño y belleza de sus palos. Cetros y varas representan
valores míticos en la organización social y religiosa
desde la prehistoria hasta nuestros días (cetros reales,
báculo papal, varas de alcalde y de justicia, cayados obispales,
bastón de mando...).
Empezando por el principio, la prehistoria nos ha dejado una serie
de bastones, decorados o no, llamados "bastones de mando"
a pesar de que no esté demostrada su función original
(para algunos intérpretes son simples broches para atar
las pieles al cuerpo, trofeos de caza o instrumentos de hechicería,
mientras que para otros su simbología evidencia autoridad).
Sí se constata claramente, por contra, que eran elementos
de gran importancia dentro de las comunidades paleolíticas.
Se trata de una especie de puños de bastón fabricados
con hueso de cuernos de reno o venado, con entre uno y cuatro
agujeros, y grabados que representan escenas semejantes a las
rupestres. Su datación abarca los periodos solutrense y
magdaleniense.
Los textos bíblicos están empedrados de manifestaciones
del poder de Dios mediante varas y bastones. En la memoria de
todos está la vara de Moisés, por la que el pueblo
Judío reconocía el auxilio de Jehová a su
causa: convertida en serpiente, devoró las varas de los
magos falsarios (falsas varas para falsos poderes); transformó
las aguas en sangre e hizo brotar agua fresca de la roca de Horeb;
tras tocar el suelo y elevarla al aire, surgieron nubes de mosquitos,
un terrible granizo y, finalmente, una plaga de langosta; al blandirla
separó las aguas del mar Rojo. Y no sólo eso, pues
cuando surgieron diferencias entre los hijos de Israel sobre el
sacerdocio en la familia de los levitas, el Señor ordenó
a Moisés reuniese trece varas de almendro (material del
que se hacían los bastones y cetros en Palestina), una
por cada tribu, escribiese el nombre de Aaron en la vara de la
tribu de Leví, y las depositase en el Tabernáculo
del testimonio. Al día siguiente, se encontró que
la vara de Aaron había florecido, con lo que la elección
divina para el sumo sacerdocio recayó en el hermano mayor
de Moisés. De aquí que San José, en tanto
que descendiente de la tribu de Leví, porte siempre una
vara o palo florido.
No parece caber duda de que el báculo cristiano en sus
tres modalidades (papal, cardenalicio y obispal) hunde sus raíces
en las primitivas tradiciones de la Iglesia. En los antiguos rituales
y sacramentarios, al iniciar la lectura del Evangelio, se leía
baculi de manibus deponuntur, habida cuenta que los fieles acudían
a los oficios con bastones, hecho que ha dado lugar a tres teorías
interpretativas: 1) sencillamente, los cristianos portaban los
habituales bastones de apoyo y descanso, con más razón
por cuanto los oficios divinos eran muy largos; 2) simbolizaban
la cruz; 3) ciertos especialistas lo ven como una imitación
de la antigua ley (Exodo cap. XII, vers. XI), según la
cual los hebreos debían tener un bastón en la mano
al comer el cordero pascual.
También
al Antiguo Testamento debemos la descripción de otras tradiciones,
caso del gesto de clemencia de los reyes orientales, que ejecutaban
tendiendo sobre el acusado su bastón de oro (Exodo, IV).
La cultura
griega clásica heredó y extendió el mismo
principio mítico al hacerlo atributo propio de Zeus -creado
por el dios del fuego, Hefesto-, Afrodita y del dios de los infiernos,
Hades. También los mensajeros y reyes de la época
homérica se distinguían por una especie de cetro
simbolizador de su misión.
En la Roma
antigua los sacerdotes augures portaban lituos, que a través
de crozas y cayados obispales el cristianismo sincretizaría.
En el periodo republicano se entregaba un cetro -aquí atributo
de Júpiter- a los generales victoriosos, y más tarde,
al hacerlo suyo emperadores y cónsules, recuperaron su
viejo sentido "divino" en detrimento del de realeza.
Ya en el Bajo Imperio, por el envío de un cetro se reconocía
la legitimidad de un rey bárbaro, hasta que los propios
reyes bárbaros lo incorporaron a su boato.
La iconografía
cristiana, a semejanza de la mitología greco-romana, recurrió
desde sus primeras manifestaciones al atributo del cetro (en el
arte bizantino es propio de los ángeles, especialmente
al acompañar al Señor) y del báculo (San
Cristóbal porta al Niño en brazos y un árbol
tierno de báculo, que por dos veces hizo florecer según
cuenta su hagiografía, representándolo así
como hombre sabio que empuña el árbol de la ciencia),
y en las monarquías medievales cristianas los cetros reales
se convierten en auténticas joyas de orfebrería,
que aún hoy podemos contemplar en algunos museos del mundo.
A partir de Luis el Piadoso (814-840) si no antes, el rey investía
de sus funciones al obispo per baculum: entrega de un báculo
representativo de sus funciones y a menudo asimilado a un beneficio
(tenencia poco onerosa o gratuita que el poderoso entregaba a
sus fieles, sea en forma de bienes o de dignidades). Igualmente,
la devolución del símbolo era consustancial al del
beneficio. Así, en el 787 el duque bávaro Tasilón
III fue castigado por rebeldía a abandonar el ducado que
poseía, para lo que debió entregar a Carlomagno
"un báculo en cuya parte superior estaba esculpida
la imagen de un hombre"; tiempo después se le devolvió
el báculo y con él el beneficio.
Según estipulaba el Fuero de Tafalla (Navarra, en lo sucesivo
N) de 1255, el nombramiento del sayón (encargado por la
justicia de dar las citaciones y proceder a los embargos) correspondía
al rey, y el designado no podía llevar armas, sino simplemente
un bastón de un codo de largo.
Y en el Fuero
de Navarra, impreso en 1686 pero de creación bastante anterior,
se puede leer (Libro I, Título VIII, Ley XV): "A contemplación
del Reyno se permite q. los Regidores de nuestras Ciudades de
Corella y Cascante, Villafranca y Cintruenigo puedan llevar baras
para que sean conocidos".
Algunos tratadistas
afirman que las varas de justicia, tan arraigadas en la península,
constituyen versiones más o menos modernizadas de fasces,
virgas o lituos romanos. Lo cierto, además de curioso,
es que a pesar de sus remotos antecedentes, hasta el siglo pasado
su uso no quedó estrictamente reglamentado y jerarquizado:
exactamente, por Reales Ordenes de 14 de Noviembre de 1853 y 16
de Diciembre de 1867 se especificaron las dimensiones y características
de las varas de justicia, y los Reglamentos surgidos al amparo
de la ley entre 1853 y 1903 dispusieron el uso de las varas de
alguaciles, representativas de los ejecutores de la potestad de
corregidores y magistrados (símbolo), "para apartar
el vulgo y hacer plaza y lugar" (útil).
Incluso los
médicos durante largo tiempo fueron investidos de su titularidad
mediante la entrega de un bastón con borlas, como se explicita
en el Real Decreto de 10 de Diciembre de 1828.
En todos
los casos se aprecia una preferencia por la llamada "caña
de Indias" para la confección de estas varas.
Otro ejemplo
clarificador de la importancia que se daba al símbolo:
cuando los regidores (concejales) de Astigarraga (Gipuzkoa, en
adelante G) piden a la Corte de Madrid otorgue a ésta el
título de Villa, solicitan "comprar la vara",
lo que se concede por Real Cédula despachada en Madrid
el 26 de Enero de 1660.
Hay una curiosa definición, datada de 1796, de la vara
del alcalde de un pueblo guipuzcoano por esas calendas: "un
bastón de caña con su puño de plata que sirve
para que le tengan los Señores Alcaldes dicho día
de San Miguel al tiempo que se haze muestra y reseña de
Armas".
La vara del
alcalde conserva plena significación, y en algunos lugares
con valor añadido. Por ejemplo, cada año el pueblo
de Idiazabal peregrina aún en romería a la ermita
de San Adrián de Zegama, ambos en Gipuzkoa. En su recorrido
la comunidad ha de pasar por la villa de Segura antes de llegar
a Zegama. Pues bien, al llegar al límite entre los pueblos
los alcalde de Idiazabal y Segura, primero, y de Idizabal y Zegama
después, intercambian sus bastones de mando en señal
de hermandad, de modo que durante unos momentos son alcaldes de
sus pueblos vecinos. La misma Asociación de Municipios
Vascos, EUDEL, tiene como escudo una makila.
Pero el sustrato
simbólico ha sobrevivido en algunos ritos ancestrales hasta
fecha reciente, como el de la madurez en los valles navarros de
Yerri y Guesalaz, sobre los que nos informa el investigador Pedro
Argandoña, de Lezáun (N). Aquí, para señalar
la entrada en el mundo de los adultos, se celebraba un ritual
de mocería llamado gogona, fundede o sundebe, según
las zonas. Hay que recordar que mientras en algunos pueblos el
rito se ejecutaba únicamente a los 16 años, en otros
se repetía anualmente entre los 14 y los 16 años,
y sólo una vez concluído el ciclo por fin se "entraba
a mozo". La tarde del día de Nochebuena los mozos
recorrían todas las casas del pueblo postulando alimentos
al son de una canción, para luego disfrutar de una buena
merienda. Portaban un asador de hierro donde colocaban los chorizos,
tocinos y jamones que les entregaban y una cesta para los huevos,
sin olvidar la bota de vino. Uno de los componentes hacía
de bolsero, es decir se encargaba de guardar el dinero. Al llegar
a cada casa, luego de cantar su canción, el jefe, generalmente
el de más edad, daba dos golpes en la puerta con un palo.
En algunos pueblos sólo el jefe llevaba palo, por ejemplo
en Arguiñano y Muez, pero en la mayoría de las localidades
todos los componentes del grupo lo portaban. En Muniáin
de Guesalaz a los muchachos que hacían esta colecta les
denominaban "mocicos de la porra", en clara alusión
al palo que portaban.
Estos palos
reciben distintos nombres según las zonas: churro, churraba,
mandurro o bandurro, o el palo de la gogona (en Esténoz
y Viguria), puesto que se elaboraba exclusivamente para este evento
-a cargo de los propios muchachos, que procuraban hacerlos atractivos-
y se guardaba en el pajar para sucesivos años. El material
con que se confeccionaba dependía de la riqueza natural
de cada zona de Navarra. Así, en los pueblos cercanos a
la sierra solían ser de acebo, arañón o boj,
y en las meridionales olmo, roble u olivo. Todos ellos se arrancaban
con raíces para formar en su extremo una bola.
Rebosante de contenido antropológico es el hermoso relato
que Mario Polia Meconi nos participa en su "Las lagunas de
los encantos". Cuenta este etnógrafo que los curanderos
del Perú septentrional, en el corazón de los Andes,
sanan cuerpos y espíritus gracias a sus especiales cualidades
para detectar y extirpar el mal allí donde se halle; para
eso disponen de un ajuar mágico, constituído por
varas de madera, espadas, piedras y metales. El principal elemento
es la vara mayor, de madera de chonta y unos 60 cm. de largo,
dotada de unos poderes extraordinarios cuyo descontrol se traduciría
en catástrofes para la familia del curandero. Por eso,
cuando éste siente aproximarse la muerte, transmite sus
poderes a un sucesor entregándole la vara mágica.
A tal fin evoca a los poderes de la chonta y se despide de ellos,
rogándoles acepten la transmisión. Caso de fallecer
repentinamente sin efectuar el ritual precedente, un colega curandero
del maestro se llevará la vara del hogar e intentará
amansarla con ofrendas (perfumes, tabaco y alcohol); la revestirá
de flores y vendará con lana de colores. Hecho esto, la
llevará a los lugares sagrados de la cordillera, las lagunas
Huaringas, y luego de sumergirla en el fondo de sus aguas la depositará
en un cúmulo de piedras que emerjan del lago. Así,
los poderes de la vara retornan al lago sagrado, seno materno
y principio de vida.
EL ÚTIL
Antxon Aguirre
Sorondo, miembro de la sección de Antropología de
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