Palos, bastones y makilas: EL SÍMBOLO
Antxón Aguirre Sorondo


EL SÍMBOLO

Desde nuestros orígenes, la manipulación de palos y piedras condicionó la evolución del humán, animal hasta entonces provisto de limitados recursos de defensa y ataque. Tan trascendente fue el papel jugador por estos útiles en el desarrollo de la especie que terminó por otorgárseles una significación simbólica. Los jefes de tribus y comunidades se diferenciaban por el tamaño y belleza de sus palos. Cetros y varas representan valores míticos en la organización social y religiosa desde la prehistoria hasta nuestros días (cetros reales, báculo papal, varas de alcalde y de justicia, cayados obispales, bastón de mando...).

Empezando por el principio, la prehistoria nos ha dejado una serie de bastones, decorados o no, llamados "bastones de mando" a pesar de que no esté demostrada su función original (para algunos intérpretes son simples broches para atar las pieles al cuerpo, trofeos de caza o instrumentos de hechicería, mientras que para otros su simbología evidencia autoridad). Sí se constata claramente, por contra, que eran elementos de gran importancia dentro de las comunidades paleolíticas. Se trata de una especie de puños de bastón fabricados con hueso de cuernos de reno o venado, con entre uno y cuatro agujeros, y grabados que representan escenas semejantes a las rupestres. Su datación abarca los periodos solutrense y magdaleniense.

Los textos bíblicos están empedrados de manifestaciones del poder de Dios mediante varas y bastones. En la memoria de todos está la vara de Moisés, por la que el pueblo Judío reconocía el auxilio de Jehová a su causa: convertida en serpiente, devoró las varas de los magos falsarios (falsas varas para falsos poderes); transformó las aguas en sangre e hizo brotar agua fresca de la roca de Horeb; tras tocar el suelo y elevarla al aire, surgieron nubes de mosquitos, un terrible granizo y, finalmente, una plaga de langosta; al blandirla separó las aguas del mar Rojo. Y no sólo eso, pues cuando surgieron diferencias entre los hijos de Israel sobre el sacerdocio en la familia de los levitas, el Señor ordenó a Moisés reuniese trece varas de almendro (material del que se hacían los bastones y cetros en Palestina), una por cada tribu, escribiese el nombre de Aaron en la vara de la tribu de Leví, y las depositase en el Tabernáculo del testimonio. Al día siguiente, se encontró que la vara de Aaron había florecido, con lo que la elección divina para el sumo sacerdocio recayó en el hermano mayor de Moisés. De aquí que San José, en tanto que descendiente de la tribu de Leví, porte siempre una vara o palo florido.

No parece caber duda de que el báculo cristiano en sus tres modalidades (papal, cardenalicio y obispal) hunde sus raíces en las primitivas tradiciones de la Iglesia. En los antiguos rituales y sacramentarios, al iniciar la lectura del Evangelio, se leía baculi de manibus deponuntur, habida cuenta que los fieles acudían a los oficios con bastones, hecho que ha dado lugar a tres teorías interpretativas: 1) sencillamente, los cristianos portaban los habituales bastones de apoyo y descanso, con más razón por cuanto los oficios divinos eran muy largos; 2) simbolizaban la cruz; 3) ciertos especialistas lo ven como una imitación de la antigua ley (Exodo cap. XII, vers. XI), según la cual los hebreos debían tener un bastón en la mano al comer el cordero pascual.

También al Antiguo Testamento debemos la descripción de otras tradiciones, caso del gesto de clemencia de los reyes orientales, que ejecutaban tendiendo sobre el acusado su bastón de oro (Exodo, IV).

La cultura griega clásica heredó y extendió el mismo principio mítico al hacerlo atributo propio de Zeus -creado por el dios del fuego, Hefesto-, Afrodita y del dios de los infiernos, Hades. También los mensajeros y reyes de la época homérica se distinguían por una especie de cetro simbolizador de su misión.

En la Roma antigua los sacerdotes augures portaban lituos, que a través de crozas y cayados obispales el cristianismo sincretizaría. En el periodo republicano se entregaba un cetro -aquí atributo de Júpiter- a los generales victoriosos, y más tarde, al hacerlo suyo emperadores y cónsules, recuperaron su viejo sentido "divino" en detrimento del de realeza. Ya en el Bajo Imperio, por el envío de un cetro se reconocía la legitimidad de un rey bárbaro, hasta que los propios reyes bárbaros lo incorporaron a su boato.

La iconografía cristiana, a semejanza de la mitología greco-romana, recurrió desde sus primeras manifestaciones al atributo del cetro (en el arte bizantino es propio de los ángeles, especialmente al acompañar al Señor) y del báculo (San Cristóbal porta al Niño en brazos y un árbol tierno de báculo, que por dos veces hizo florecer según cuenta su hagiografía, representándolo así como hombre sabio que empuña el árbol de la ciencia), y en las monarquías medievales cristianas los cetros reales se convierten en auténticas joyas de orfebrería, que aún hoy podemos contemplar en algunos museos del mundo.

A partir de Luis el Piadoso (814-840) si no antes, el rey investía de sus funciones al obispo per baculum: entrega de un báculo representativo de sus funciones y a menudo asimilado a un beneficio (tenencia poco onerosa o gratuita que el poderoso entregaba a sus fieles, sea en forma de bienes o de dignidades). Igualmente, la devolución del símbolo era consustancial al del beneficio. Así, en el 787 el duque bávaro Tasilón III fue castigado por rebeldía a abandonar el ducado que poseía, para lo que debió entregar a Carlomagno "un báculo en cuya parte superior estaba esculpida la imagen de un hombre"; tiempo después se le devolvió el báculo y con él el beneficio.

Según estipulaba el Fuero de Tafalla (Navarra, en lo sucesivo N) de 1255, el nombramiento del sayón (encargado por la justicia de dar las citaciones y proceder a los embargos) correspondía al rey, y el designado no podía llevar armas, sino simplemente un bastón de un codo de largo.

Y en el Fuero de Navarra, impreso en 1686 pero de creación bastante anterior, se puede leer (Libro I, Título VIII, Ley XV): "A contemplación del Reyno se permite q. los Regidores de nuestras Ciudades de Corella y Cascante, Villafranca y Cintruenigo puedan llevar baras para que sean conocidos".

Algunos tratadistas afirman que las varas de justicia, tan arraigadas en la península, constituyen versiones más o menos modernizadas de fasces, virgas o lituos romanos. Lo cierto, además de curioso, es que a pesar de sus remotos antecedentes, hasta el siglo pasado su uso no quedó estrictamente reglamentado y jerarquizado: exactamente, por Reales Ordenes de 14 de Noviembre de 1853 y 16 de Diciembre de 1867 se especificaron las dimensiones y características de las varas de justicia, y los Reglamentos surgidos al amparo de la ley entre 1853 y 1903 dispusieron el uso de las varas de alguaciles, representativas de los ejecutores de la potestad de corregidores y magistrados (símbolo), "para apartar el vulgo y hacer plaza y lugar" (útil).

Incluso los médicos durante largo tiempo fueron investidos de su titularidad mediante la entrega de un bastón con borlas, como se explicita en el Real Decreto de 10 de Diciembre de 1828.

En todos los casos se aprecia una preferencia por la llamada "caña de Indias" para la confección de estas varas.

Otro ejemplo clarificador de la importancia que se daba al símbolo: cuando los regidores (concejales) de Astigarraga (Gipuzkoa, en adelante G) piden a la Corte de Madrid otorgue a ésta el título de Villa, solicitan "comprar la vara", lo que se concede por Real Cédula despachada en Madrid el 26 de Enero de 1660.

Hay una curiosa definición, datada de 1796, de la vara del alcalde de un pueblo guipuzcoano por esas calendas: "un bastón de caña con su puño de plata que sirve para que le tengan los Señores Alcaldes dicho día de San Miguel al tiempo que se haze muestra y reseña de Armas".

La vara del alcalde conserva plena significación, y en algunos lugares con valor añadido. Por ejemplo, cada año el pueblo de Idiazabal peregrina aún en romería a la ermita de San Adrián de Zegama, ambos en Gipuzkoa. En su recorrido la comunidad ha de pasar por la villa de Segura antes de llegar a Zegama. Pues bien, al llegar al límite entre los pueblos los alcalde de Idiazabal y Segura, primero, y de Idizabal y Zegama después, intercambian sus bastones de mando en señal de hermandad, de modo que durante unos momentos son alcaldes de sus pueblos vecinos. La misma Asociación de Municipios Vascos, EUDEL, tiene como escudo una makila.

Pero el sustrato simbólico ha sobrevivido en algunos ritos ancestrales hasta fecha reciente, como el de la madurez en los valles navarros de Yerri y Guesalaz, sobre los que nos informa el investigador Pedro Argandoña, de Lezáun (N). Aquí, para señalar la entrada en el mundo de los adultos, se celebraba un ritual de mocería llamado gogona, fundede o sundebe, según las zonas. Hay que recordar que mientras en algunos pueblos el rito se ejecutaba únicamente a los 16 años, en otros se repetía anualmente entre los 14 y los 16 años, y sólo una vez concluído el ciclo por fin se "entraba a mozo". La tarde del día de Nochebuena los mozos recorrían todas las casas del pueblo postulando alimentos al son de una canción, para luego disfrutar de una buena merienda. Portaban un asador de hierro donde colocaban los chorizos, tocinos y jamones que les entregaban y una cesta para los huevos, sin olvidar la bota de vino. Uno de los componentes hacía de bolsero, es decir se encargaba de guardar el dinero. Al llegar a cada casa, luego de cantar su canción, el jefe, generalmente el de más edad, daba dos golpes en la puerta con un palo. En algunos pueblos sólo el jefe llevaba palo, por ejemplo en Arguiñano y Muez, pero en la mayoría de las localidades todos los componentes del grupo lo portaban. En Muniáin de Guesalaz a los muchachos que hacían esta colecta les denominaban "mocicos de la porra", en clara alusión al palo que portaban.

Estos palos reciben distintos nombres según las zonas: churro, churraba, mandurro o bandurro, o el palo de la gogona (en Esténoz y Viguria), puesto que se elaboraba exclusivamente para este evento -a cargo de los propios muchachos, que procuraban hacerlos atractivos- y se guardaba en el pajar para sucesivos años. El material con que se confeccionaba dependía de la riqueza natural de cada zona de Navarra. Así, en los pueblos cercanos a la sierra solían ser de acebo, arañón o boj, y en las meridionales olmo, roble u olivo. Todos ellos se arrancaban con raíces para formar en su extremo una bola.

Rebosante de contenido antropológico es el hermoso relato que Mario Polia Meconi nos participa en su "Las lagunas de los encantos". Cuenta este etnógrafo que los curanderos del Perú septentrional, en el corazón de los Andes, sanan cuerpos y espíritus gracias a sus especiales cualidades para detectar y extirpar el mal allí donde se halle; para eso disponen de un ajuar mágico, constituído por varas de madera, espadas, piedras y metales. El principal elemento es la vara mayor, de madera de chonta y unos 60 cm. de largo, dotada de unos poderes extraordinarios cuyo descontrol se traduciría en catástrofes para la familia del curandero. Por eso, cuando éste siente aproximarse la muerte, transmite sus poderes a un sucesor entregándole la vara mágica. A tal fin evoca a los poderes de la chonta y se despide de ellos, rogándoles acepten la transmisión. Caso de fallecer repentinamente sin efectuar el ritual precedente, un colega curandero del maestro se llevará la vara del hogar e intentará amansarla con ofrendas (perfumes, tabaco y alcohol); la revestirá de flores y vendará con lana de colores. Hecho esto, la llevará a los lugares sagrados de la cordillera, las lagunas Huaringas, y luego de sumergirla en el fondo de sus aguas la depositará en un cúmulo de piedras que emerjan del lago. Así, los poderes de la vara retornan al lago sagrado, seno materno y principio de vida.

EL ÚTIL


Antxon Aguirre Sorondo, miembro de la sección de Antropología de Eusko Ikaskuntza

Euskonews & Media 148.zbk (2001/12/21-2002/01/04)


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