A saber qué hay de cierto en lo que se dice sobre la figura de
Lope de Aguirre. Los rumores, cuentos y leyendas generados en torno al de
Oñate durante la sangrienta aventura de América son cual arenosas
columnas surgidas de la juguetona imaginación humana, salvo algunas
excepciones. La historia americana precisaba aventureros como Lope de Aguirre
para ocultar un sinfín de inconfesables pasajes negros. Las crónicas
redactadas por los vencedores han de tener alguien a quien imputar todos
los abusos cometidos, para poder consevar bien limpio el símbolo
de la integridad. Así ha ocurrido siempre en todas las batallas y
disputas; mirad si no las guerras y contiendas actuales, que por hallar
algún ejemplo entre los sacrificados encierra los enfados y maldiciones
de los de un bando y del otro, para subsanar el error de la mayor parte
de los dos bandos.
La aventura de las Américas se desarrolló de mano de los
aventureros, y nadie podía esperar que allí, a miles de kilómetros
del poder político y financiero, las pasiones humanas fueran a medirse
desde los parámetros de la moral y la teoría católicas.
¿Cómo han de interpretarse las "heroicidades" de
Hernán Cortés, Francisco Pizarro y demás aventureros?
Quizás se le pueda imputar un solo error (¿o virtud?) al de
Oñate: el haber expresado sus sentimientos abiertamente y sin tapujos
al poderoso Felipe II, rey de España, reprochándole la mentira
de todas aquellas aventuras. Es entonces cuando Lope de Aguirre demostró
su coherencia, si bien hay que admitir que para ello se valió de
una errónea e ilegal actitud. Pero, insisto, la faz de la Tierra
no ha cambiado absolutamente nada en los últimos quinientos años;
el mundo lo construímos nosotros, los seres humanos, y, como recientemente
comentaba un antropólogo, habría que reflexionar sobre la
poca diferencia existente entre el hombre de las cavernas y nuestra inteligencia.
En cuanto a la pasión, el Imperio tenía necesidades de
todo tipo, herramientas de trabajo, máquinas, animales... así
como hombres y mujeres. Se les exigía calidad, es decir, la satisfacción
de las mínimas condiciones técnicas y estratégicas
para cumplir con su obligación. A los animales racionales que llegaban
con destino a los barcos no se les preguntaba ni por su procedencia ni por
su identidad. Todo era válido, puesto que el objetivo principal consistía
en evangelizar a los habitantes de este otro continente, y la victoria sobre
los indios no creyentes estaba asegurada gracias a las espadas. Por lo tanto,
a los subordinados del Imperio les bastaba con la fuerza de las armas, utilizadas
en nombre de la cruz, eso sí. Las lecciones éticas proclamadas
desde las cátedras de Salamanca bajo el cegador brillo del catolicismo,
absolvían casi en su totalidad la oscura historia de la conquista
emprendida por orden de Felipe II. Pero, respetando las reglas de oro, el
omnidestructor espíritu de los vencedores debía escoger sus
víctimas de entre sus semejantes, para escenificar el falso pretexto
de la repugnante victoria en un sacrificio público.
Lope de Aguirre fue un traidor, pero no porque lo digamos nosotros; así
fue como él mismo firmó la carta dirigida a Felipe II. A buen
seguro el de Oñate se destaca a sí mismo de entre los demás
aventureros mediante aquel escrito acusador y lleno de contradicciones que
jamás llegaría a manos del rey español, ofreciendo,
al parecer involuntariamente, una sincera dimensión. Al hacerse responsable
de su crueldad, demostró sin complejo alguno la trasparencia propia
de los dementes. Posteriormente, la dignidad atribuída a los "libertadores"
Bolívar o San Martín, se convierte en locura en el caso de
Lope de Aguirre. Sin embargo, yo no aprecio diferencia alguna ente aquellos
dos y el de Oñate; los tres fueron víctimas de su sentimiento
aventurero. Dos tuvieron más suerte y, valiéndose de métodos
semejantes a los del vasco, consiguieron alcanzar su objetivo. Lope de Aguirre
emprendió demasiado pronto su sueño. Y falló en los
cálculos.
Josemari Vélez de Mendizabal, escritor. |