Durango, años 80

Traducción al español del original en euskera
Sucedió en la feria de Durango, hace ya bastantes años. Por aquel entonces la feria del libro se instalaba en el antiguo mercado. No sé cómo, un amigo me convenció para que los dos estuviéramos una mañana entera vendiendo libros, y yo, que nunca había ido a esa feria, le dije tontamente que sí. Nunca he pasado tanto frío como aquel día.

Mi amigo trabajaba para una pequeña editorial. Publicaban sobre todo libros técnicos, aunque, según criterios no del todo claros, en el catálogo figuraban dos libros de poesía, y también una historia-síntesis del País Vasco de índole nacionalista-maoísta, en castellano. Los libros restantes no parecían tener demasiado interés: Thermodinamikaren hastapenak, Fisika Orokorra II (el tomo anterior estaba agotado), Estadistika ariketak, etc. La mayoría eran traducciones, y no muy buenas, por cierto.

Con una mesa así apenas se acercaba nadie, y encima nos asignaron un oscuro rincón, de modo que no tuvimos mucho trabajo. ¿Para qué me quería mi amigo, si no había nada que hacer? Lo entendí en cuanto me dijo que iba a dar una vuelta, porque que no volví a verle en toda la mañana. Antes de que pudiera decirle nada se perdió entre la masa que se amontonaba frente a otros puestos, y me dejó solo, tiritando de frío, parapetado detrás de aquellas horrorosas portadas.

El tiempo pasaba. Hacia la una de la tarde andaba un montón de gente de un lado para otro, y algunos empezaban a detenerse ante nuestra mesa, al menos durante unos cuantos segundos. De repente se acercó un tipo raro. Era pequeño, musculoso, y teniendo en cuenta el frío que hacía, me dio la impresión de que iba poco abrigado. Sus movimientos esquivos eran sospechosos. Tras hojear un par de libros y ver que los dos jóvenes que estaban a su lado se habían marchado, miró a ambos lados y me murmuró: "Oye, me están vigilando. No puedo quedarme mucho tiempo. Tengo que esconderlos", y me pasó unos papeles que sacó por debajo de la camisa con un rápido movimiento. "Volveré". Ésas fueron las últimas palabras que le oí decir, porque desapareció en un santiamén.

No sabía qué hacer, pero, por si acaso, metí los papeles bajo el mostrador. Eran grises, del tamaño de medio folio, y estaban escritos a mano. Aunque la luz de la feria era tenue, traté de leer algunas hojas sueltas. Junto a palabras turbadoras como "objetivo", "seguridad", "petardo", "comunicaciones" y "vigilancia", leí otras que no resultaban muy claras en el contexto, como "percha", "iluminismo", "entropía" o "lobato"; también pude distinguir algunos gráficos y mapas trazados torpemente a mano.

Estaba asustado y, de pronto, empecé a ver un montón de gente sospechosa con gafas oscuras. Aún tenía los papeles bajo la mesa, sujetos con ambas manos, actitud que no me pareció muy natural: me daba la sensación de que todo el mundo me estaba mirando. Tenía que esconder esos papeles, pero ¿dónde? Entonces me acordé del cuento de la carta robada, de Poe, y enseguida me puse en ello. Dejé los papeles por un momento bajo la mesa, escogí el libro más feo de la mesa -uno llamado Kimikha organikoa-, separé cuidadosamente el cuadernillo central, y metí en su lugar las hojas de aquel señor. De tamaño eran perfectas, y su color gris no contrastaba demasiado con el resto de las hojas del libro. Escondí aquel Kimikha organikoa entre los demás libros y me quedé bastante tranquilo, orgulloso de mi habilidad literaria. Cuando el tipo en cuestión se acercara, le sugeriría que tenía que "comprar" ese libro, y me olvidaría del asunto.

Pero a medida que el día avanzaba, me puse cada vez más nervioso. El hombre no venía, y mi amigo podía aparecer en cualquier momento. De todos modos, y según lo previsto, apenas se acercó nadie al puesto de venta, y mucho menos se atrevió a comprar algo.

Al final mi amigo volvió; no sé si estaba medio dormido o qué, pero lo cierto es que me pilló por sorpresa: me dijo que ya llevaba bastante tiempo en el puesto y que me fuera, que ya no me necesitaba más, que tenía compañía para la tarde, muchas gracias y adiós. No pude reaccionar. Encima venía acompañado. Como un tonto, cogí la bolsa y me alejé de nuestra mesa hacia los stands de alrededor. A pesar de que estuve mirando libros y discos, no recuerdo ni un solo título. De vez en cuando se me ocurría ir a la mesa de mi amigo, pero, no sé por qué, siempre me retraía. ¿Qué le iba a decir? ¿Y si fuera y comprara el libro? Resultaría extraño, porque a mí la química nunca me ha interesado. Además, ¿qué iba a hacer yo con esos papeles?

Al final, reuní el coraje suficiente, di un par de vueltas a la feria y me dirigí hacia el stand de mi amigo. Empezaba a anochecer, y la feria vovía a llenarse. Pero, en cuanto llegué a nuestra esquina, vi que la mesa estaba vacía. Pregunté a los vendedores de enciclopedias que estaban al lado qué había ocurrido con el puesto, y me dijeron que mi amigo había recogido los libros hacía media hora y que se había ido con una chica. Me quedé de piedra. ¡Qué desastre!

Por si acaso salí de la feria. En casa de mi amigo no cogían el teléfono. Decidí hospedarme en una pensión de Durango y esperar hasta el día siguiente. A la mañana, temprano, volví a la feria, y allí estaba el stand, vacío. Tras pensar durante un buen rato, acudí donde los organizadores y, para mi asombro, no sabían nada sobre la editorial; la mesa estaba vacía y nadie había pagado nada por tener el derecho a vender libros ahí. Aunque llamé varias veces a su casa, seguía sin responder. En Información no sabían cuál podría ser el teléfono de la editorial. Yo insistía una y otra vez. "Pues no tendrán teléfono", me dijeron.

Regresé a casa con el firme propósito de olvidar lo sucedido. Sin embargo, a los dos meses recibí noticias sobre mi amigo: al día siguiente del suceso de Durango se había ido con su novia a Marruecos, y "lo pasamos de puta madre". Que si había dejado el trabajo de la editorial, que si eran unos necios, que con ésos no había nada que hacer, y que no, que no sabía dónde demonios tenían su sede. Me dio un teléfono, pero jamás me cogieron. No le comenté el asunto de los papeles y lo cierto es que desde entonces hemos perdido el contacto.

Dos años más tarde, vi al hombre que me dio los papeles: la foto no era muy nítida, pero de todos modos era él, seguro. Una bomba le explotó en las manos. En los periódicos tenía una mirada retraída, igual que aquel día en Durango.

Desde entonces, y a pesar de que han pasado muchos años, he tratado una y otra vez de recuperar aquel libro de química orgánica. Ni falta que hace decir que no he sabido nada de la editorial. Suelo ir a todas las ferias de libros de ocasión que se celebran en las capitales vascas, a ver si encuentro ese ejemplar. Se ha convertido en una obsesión. Pero nunca he hallado un solo libro de esos, ni tan siquiera en las librerías más escondidas del País Vasco. Sigo cumpliendo el rito de Durango, claro. Es verdad que cada vez se ven menos libros antiguos y baratos, y que la mayoría de los vendedores se ríen de mí cuando año tras año les pregunto sobre lo mismo. Pero no he perdido la esperanza de encontrar aquellos oscuros papeles que un día sostuve entre mis manos.


Iban Zaldua


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