Sucedió en
la feria de Durango, hace ya bastantes años. Por
aquel entonces la feria del libro se instalaba en
el antiguo mercado. No sé cómo, un amigo me
convenció para que los dos estuviéramos una
mañana entera vendiendo libros, y yo, que nunca
había ido a esa feria, le dije tontamente que
sí. Nunca he pasado tanto frío como aquel día. Mi
amigo trabajaba para una pequeña editorial.
Publicaban sobre todo libros técnicos, aunque,
según criterios no del todo claros, en el
catálogo figuraban dos libros de poesía, y
también una historia-síntesis del País Vasco
de índole nacionalista-maoísta, en castellano.
Los libros restantes no parecían tener demasiado
interés: Thermodinamikaren hastapenak, Fisika
Orokorra II (el tomo anterior estaba
agotado), Estadistika ariketak, etc. La
mayoría eran traducciones, y no muy buenas, por
cierto.
Con una mesa así apenas se acercaba nadie, y
encima nos asignaron un oscuro rincón, de modo
que no tuvimos mucho trabajo. ¿Para qué me
quería mi amigo, si no había nada que hacer? Lo
entendí en cuanto me dijo que iba a dar una
vuelta, porque que no volví a verle en toda la
mañana. Antes de que pudiera decirle nada se
perdió entre la masa que se amontonaba frente a
otros puestos, y me dejó solo, tiritando de
frío, parapetado detrás de aquellas horrorosas
portadas.
El tiempo pasaba. Hacia la una de la tarde
andaba un montón de gente de un lado para otro,
y algunos empezaban a detenerse ante nuestra
mesa, al menos durante unos cuantos segundos. De
repente se acercó un tipo raro. Era pequeño,
musculoso, y teniendo en cuenta el frío que
hacía, me dio la impresión de que iba poco
abrigado. Sus movimientos esquivos eran
sospechosos. Tras hojear un par de libros y ver
que los dos jóvenes que estaban a su lado se
habían marchado, miró a ambos lados y me
murmuró: "Oye, me están vigilando. No
puedo quedarme mucho tiempo. Tengo que
esconderlos", y me pasó unos papeles que
sacó por debajo de la camisa con un rápido
movimiento. "Volveré". Ésas fueron
las últimas palabras que le oí decir, porque
desapareció en un santiamén.
No sabía qué hacer, pero, por si acaso,
metí los papeles bajo el mostrador. Eran grises,
del tamaño de medio folio, y estaban escritos a
mano. Aunque la luz de la feria era tenue, traté
de leer algunas hojas sueltas. Junto a palabras
turbadoras como "objetivo",
"seguridad", "petardo",
"comunicaciones" y
"vigilancia", leí otras que no
resultaban muy claras en el contexto, como
"percha", "iluminismo",
"entropía" o "lobato";
también pude distinguir algunos gráficos y
mapas trazados torpemente a mano.
Estaba asustado y, de pronto, empecé a ver un
montón de gente sospechosa con gafas oscuras.
Aún tenía los papeles bajo la mesa, sujetos con
ambas manos, actitud que no me pareció muy
natural: me daba la sensación de que todo el
mundo me estaba mirando. Tenía que esconder esos
papeles, pero ¿dónde? Entonces me acordé del
cuento de la carta robada, de Poe, y enseguida me
puse en ello. Dejé los papeles por un momento
bajo la mesa, escogí el libro más feo de la
mesa -uno llamado Kimikha organikoa-,
separé cuidadosamente el cuadernillo central, y
metí en su lugar las hojas de aquel señor. De
tamaño eran perfectas, y su color gris no
contrastaba demasiado con el resto de las hojas
del libro. Escondí aquel Kimikha organikoa entre
los demás libros y me quedé bastante tranquilo,
orgulloso de mi habilidad literaria. Cuando el
tipo en cuestión se acercara, le sugeriría que
tenía que "comprar" ese libro, y me
olvidaría del asunto.
Pero a medida que el día avanzaba, me puse
cada vez más nervioso. El hombre no venía, y mi
amigo podía aparecer en cualquier momento. De
todos modos, y según lo previsto, apenas se
acercó nadie al puesto de venta, y mucho menos
se atrevió a comprar algo.
Al final mi amigo volvió; no sé si estaba
medio dormido o qué, pero lo cierto es que me
pilló por sorpresa: me dijo que ya llevaba
bastante tiempo en el puesto y que me fuera, que
ya no me necesitaba más, que tenía compañía
para la tarde, muchas gracias y adiós. No pude
reaccionar. Encima venía acompañado. Como un
tonto, cogí la bolsa y me alejé de nuestra mesa
hacia los stands de alrededor. A pesar de
que estuve mirando libros y discos, no recuerdo
ni un solo título. De vez en cuando se me
ocurría ir a la mesa de mi amigo, pero, no sé
por qué, siempre me retraía. ¿Qué le iba a
decir? ¿Y si fuera y comprara el libro?
Resultaría extraño, porque a mí la química
nunca me ha interesado. Además, ¿qué iba a
hacer yo con esos papeles?
Al final, reuní el coraje suficiente, di un
par de vueltas a la feria y me dirigí hacia el stand
de mi amigo. Empezaba a anochecer, y la feria
vovía a llenarse. Pero, en cuanto llegué a
nuestra esquina, vi que la mesa estaba vacía.
Pregunté a los vendedores de enciclopedias que
estaban al lado qué había ocurrido con el
puesto, y me dijeron que mi amigo había recogido
los libros hacía media hora y que se había ido
con una chica. Me quedé de piedra. ¡Qué
desastre!
Por si acaso salí de la feria. En casa de mi
amigo no cogían el teléfono. Decidí hospedarme
en una pensión de Durango y esperar hasta el
día siguiente. A la mañana, temprano, volví a
la feria, y allí estaba el stand, vacío.
Tras pensar durante un buen rato, acudí donde
los organizadores y, para mi asombro, no sabían
nada sobre la editorial; la mesa estaba vacía y
nadie había pagado nada por tener el derecho a
vender libros ahí. Aunque llamé varias veces a
su casa, seguía sin responder. En Información
no sabían cuál podría ser el teléfono de la
editorial. Yo insistía una y otra vez.
"Pues no tendrán teléfono", me
dijeron.
Regresé a casa con el firme propósito de
olvidar lo sucedido. Sin embargo, a los dos meses
recibí noticias sobre mi amigo: al día
siguiente del suceso de Durango se había ido con
su novia a Marruecos, y "lo pasamos de puta
madre". Que si había dejado el trabajo de
la editorial, que si eran unos necios, que con
ésos no había nada que hacer, y que no, que no
sabía dónde demonios tenían su sede. Me dio un
teléfono, pero jamás me cogieron. No le
comenté el asunto de los papeles y lo cierto es
que desde entonces hemos perdido el contacto.
Dos años más tarde, vi al hombre que me dio
los papeles: la foto no era muy nítida, pero de
todos modos era él, seguro. Una bomba le
explotó en las manos. En los periódicos tenía
una mirada retraída, igual que aquel día en
Durango.
Desde entonces, y a pesar de que han pasado
muchos años, he tratado una y otra vez de
recuperar aquel libro de química orgánica. Ni
falta que hace decir que no he sabido nada de la
editorial. Suelo ir a todas las ferias de libros
de ocasión que se celebran en las capitales
vascas, a ver si encuentro ese ejemplar. Se ha
convertido en una obsesión. Pero nunca he
hallado un solo libro de esos, ni tan siquiera en
las librerías más escondidas del País Vasco.
Sigo cumpliendo el rito de Durango, claro. Es
verdad que cada vez se ven menos libros antiguos
y baratos, y que la mayoría de los vendedores se
ríen de mí cuando año tras año les pregunto
sobre lo mismo. Pero no he perdido la esperanza
de encontrar aquellos oscuros papeles que un día
sostuve entre mis manos.
Iban Zaldua |