pulse para escuchar el villancicoEl Fuego de Nochebuena
Jose Mari Satrústegui.
La zona vascófona de Navarra es rica en tradiciones populares. El folclore de Navidad conjuga el misterio de Belén con antiguos ritos solsticiales perfectamente asimilados en la tradición cristiana de la fiesta. Una de las manifestaciones más representativas es la del tronco de Navidad que cada familia se encargaba de preparar ya en otoño, al hacer acopio de leña para el hogar.
El rito del fuego ha experimentado importantes cambios en función de la transformación social de la vida moderna. Antiguamente, el fogón se situaba en el centro del solar de la planta baja, sin muros ni tabiques que configuraron más tarde la cocina como dependencia individualizada de la vivienda. Fue la época más esplendorosa del troco de Navidad, que los más ancianos añoraban con nostalgia. Se arrastraba con animales de tiro un gran árbol entero hasta el fogón doméstico que, en versión primaria, carecía incluso de chimenea y despedía el humo por las rendijas del tejado abarcando toda la vivienda. No era afán de protagonismo lo que estimulaba a los vecinos en la puja aparentemente ostentosa de conseguir el mejor árbol para su casa, sino respuesta obvía al concepto funcional de hacer presente la acción del fuego de Navidad, ininterrumpidamente encendido hasta determinadas fechas que fueron variando con el tiempo en el calendario de las costumbres populares.
Era el "fuego nuevo" de carácter sagrado que purificaba y protegía la casa de todo maleficio, y ejercía la influencia benéfica de preservar a sus moradores de posibles enfermedades y contratiempos en su interior. La dueña lo recubría cuidadosamente cada noche con ceniza a fin de que se conservara la brasa sin consumir demasiada leña, acompañando el rito con fórmulas ancestrales que expresaban el deseo de protección física y moral durante el sueño.
La acción benéfica era extensiva a los animales, y en fecha próxima se les hacía circular sobre el rescoldo humeante discretamente puesto en la base de la puerta del establo. Los últimos trozos de carbón apagado se guardaban en el desván para encenderlos durante las tormentas. Era también práctica usual introducir un trocito del carbón en el interior del amuleto que se aplicaba sobre la faja a las criaturas recién nacidas.
Al cambiar el concepto de la arquitectura doméstica, la cocina murada impide la introducción del árbol inicial, y todavía en régimen de fuego bajo, se recurrió al tronco de Navidad diferenciando de la leña habitual en tamaño e intencionalidad. Suprimido el fogón bajo, el rito del fuego queda reducido a la quema de leñas personalizadas que el padre de familia va introduciendo sucesivamente en la cocina, por orden jerárquico. El recuerdo afecta a todos los miembros vivos de la familia no emancipados, tanto presentes como ausentes. Encabezan el memorial los nombres de Jesús, María y José, con sus respectivos trozos de leña y el rezo de una oración, seguidos de las personas de más edad por riguroso orden cronológico. El padre de familia se somete, por supuesto, a las reglas rituales y se automenciona en el puesto correspondiente. En familias numerosas la relación abarca todo el tiempo de la cena y podía prolongarse hasta la medianoche en que tenía lugar la Misa de Gallo. Había siempre un recuerdo para los mendigos sin techo y los afectados por situaciones de soledad y aislamiento. Era la manera de hacer extensiva la acción benéfica del fuego de Nochebuena a las propias intenciones del devocionario particular.
El tronco de Navidad recibe el nombre de Olentzero en algunas localidades, en tanto que otros identifican este nombre con el ciclo de Navidad. La figura obesa que actualmente recorre las cercas rurales y calles urbanas es la personificación de una rica simbología que sólo conserva ya la huella erosionada de sus señas de indentidad. Su relación con el fuego queda asociada a la bajada por la chimenea, al aguinaldo de nueces, castañas, higos secos y otros frutos con los que obsequiaba por el mismo conducto a los pequeños de la casa. En algunos valles tomaba la figura de un muñeco que se colocaba visible adosado al exterior de la chimenea sobre el tejado. En ocasiones se le atribuia el papel justiciero de castigar con la hoz a quienes no habían respetado el ayuno legal que debía preceder a la fiesta.
La figura tópica de carbonero de tez tiznada, que ahora se le atribuye, así como el apéndice folclórico de fumador de pipa, son otras tantas reminiscencias del fuego que inicialmente representaba y ya no dice nada a la clientela. Aparecía también en forma de voluminoso monigote de paja -zanpantzar- que las letrillas populares le tildaban de glotón aficionado al vino, y era quemado en un cruce de caminos o sobre el puente más próximo al poblado, según distintas versiones. No es difícil entrever en ello la quema del momo, que no es otro que el año viejo, en función de rito purificatorio en la frontera del tiempo. Por eso se decía por esas fechas, que llegaba el hombre que tenía tantos ojos como días tiene el año, duende que fascinaba a los niños. Otros le atribuían tantas narices como las hojas del calendario.
Las tradiciones populares encierran un rico legado escrito en clave críptica de antiguas culturas.
Jose Mari Satrústegui, etnólogo.
 


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