Los gustos artísticos, antaño
monocordes, lineales, de la sociedad vitoriana del último
tercio del siglo XIX y primera mitad del XX, que basculan primordialmente
entre un tipo de pintura realista o naturalista, con un fuerte
sustrato academicista (o académico), evolucionarán
con el tiempo -no puede ser de otro modo- hacia una mayor pluralidad
de tendencias, estilos y movimientos. Al impresionismo, considerado
como el primer movimiento pictórico moderno de la pintura
vasca, y por antonomasia de la alavesa, le sucederán secuencialmente
otros ismos y tendencias como el postimpresionismo fauve
o el expresionismo. Eso sí siempre muy matizados o diluidos
con respecto a las fuentes originales, pues, salvo honrosas excepciones,
estos ismos y estas tendencias no son conocidos de primera
mano, sino indirectamente: a través del trabajo de otros
pintores o por reproducciones y estampas fotográficas.
La pintura alavesa del medio
siglo oscila en un primer momento entre la tradición y
el continuismo, dándose posteriormente, según vamos
entrando en la década de los cincuenta, unos intentos
renovadores desde
postulados postimpresionistas o fauves. El grupo Pajarita,
sin ir más lejos, considerado entonces como el colectivo
de pintores que personifica la avanzadilla del arte provincial,
está embebido de muchos de los presupuestos doctrinales
y estéticos emanados de la Escuela de Madrid y del arte
de Benjamín Palencia, asimismo divulgados por la política
institucional de las Bienales Hispanoamericanas. Sus componentes
basculan entre las formas figurativas y abstractas, entre la
tradición y la modernidad, adoptando delante del lienzo,
en puridad, un comportamiento bastante ecléctico. Es el
eclecticismo de postguerra.
Aquel grupo muy ponderado
por la historiografía local- tuvo en realidad una existencia
bastante irregular en el tiempo desde su primera comparecencia
pública en Madrid, en octubre de 1956, y su última
muestra, como tal colectivo, en Vitoria, en abril de 1967. En
su hora fundacional estuvo integrado por cinco miembros: Ángel
Moraza (Vitoria, 1917-Cruces-Baracaldo,1978), Gerardo Armesto
Hernando (Lazcano,
1919-Vitoria, 1957), Enrique Pichot (Bilbao, 1920), Enrique Suárez
Alba (Vitoria, 1921-1987) y José Miguel Jimeno Mateo (Vitoria,
1932). En 1964, Florentino Fernández de Retana (Vitoria,
1924) sustituía al malogrado Armesto. Son, ante todo,
paisajistas. Descubren que la emoción de un paisaje se
puede expresar a través de una interpretación colorista
de carácter subjetivo sin necesidad de someterse escrupulosamente
al motivo seleccionado.
Hasta los años sesenta,
los valores perceptivos y fenomenológicos de la naturaleza
se plasman por medio de representaciones estrictamente figurativas:
bien con una fuerte impronta realista-naturalista, o bien con
un carácter mucho menos fotográfico o descriptivo
del entorno, insuflando entonces a las interpretaciones pictóricas
unas connotaciones de tinte más emocional o sentimental.
Con la irrupción de los diferentes movimientos abstractivos,
la realidad ya no se concibe o se identifica exclusivamente desde
el único ámbito de la representación visual,
sino que ya queda claro, o al menos esa es la lucha que ahora
inician las nuevas generaciones, de que existe una realidad "no
representativa" o "no figurativa", una realidad
abstracta -término éste
que no aclara nada pero que sirve para entendernos- que también
es o puede ser de naturaleza artística. De este modo,
la realidad artística deja de estar condicionada por su
representación figurativa, admitiéndose ya en el
seno de la pintura alavesa contemporánea todo tipo de
aventuras estéticas. Grosso modo ésta es
la evolución y conquista del arte del siglo XX.
La década de los sesenta
constituye uno de los períodos más sugestivos y,
sin duda, controvertidos de la pintura alavesa. Asistimos ahora
al alborear de un panorama artístico de nuevo cuño
gracias a la lucha
en solitario de un reducido grupo de individuos que aciertan
a divulgar los contenidos más rigurosos de la plástica
actual a través de sus obras y, sobre todo, por medio
de una actitud personal insobornablemente combativa. Este rebrote
se va produciendo en consonancia con los profundos cambios que,
a todos los niveles, experimenta la capital y la provincia.
Comienzan ya a detectarse en
los cenáculos vitorianos los primeros síntomas
de cambio. Se habla y se discute mucho sobre el arte clásico
y el arte moderno; sobre la pintura figurativa y la pintura abstracta,
sobre la naturaleza, características y objetivos de una
y de otra. El planteamiento de todas estas inquietudes tendrá
de positivo que irá creando y articulando paulatinamente
un marco de actuación si no óptimo, al menos mínimamente
válido para inaugurar nuevas formulaciones teóricas
y experimentales. Se atisban los primeros intentos por elaborar
un arte moderno a partir de una serie de premisas hasta entonces
novedosas o desconocidas en Álava. Son años de
gran ebullición artística. Por un lado están
los adeptos a la pintura figurativa clásica, tradicional,
o más o menos avanzada (de acuerdo con la sensibilidad
de la época), y por otro los partidarios de las nuevas
formas de expresión, a tono con las demandas más
actuales de la realidad contemporánea. En torno a esta
dialéctica, con sus representantes en uno y otro bando,
oscilará gran parte de la dinámica de la pintura
alavesa de los años sesenta.
Así, en este contexto,
la pintura alavesa comienza a adentrarse en los postulados de
la más estricta modernidad, estrechándose las diferencias
y fracturas cronológicas con los movimientos y las tendencias
del arte contemporáneo internacional. Son muchos los factores
que contribuyen a este paulatino proceso de actualización
y normalización de la pintura provincial: el aumento del
nivel de vida de los ciudadanos; el mayor desarrollo cultural
e intelectual; el peso creciente de los medios de información
de masas; la labor educadora y promocional de las salas de exposiciones
y galerías de arte (hasta cierto nivel); los concursos
y certámenes artísticos; la crítica de arte;
los centros de enseñanza y formación, etcétera.
Dentro de la historiografía
del arte vasco contemporáneo, el año 1966 sirve
de alguna manera para establecer una cesura, un antes y
un después, entre un período histórico y
otro. Con el nacimiento de los grupos del Movimiento de Escuela
Vasca, los Gaur, Emen y Orain (Danok y Baitia nunca llegaron
a articularse), rebrota sabia nueva, una clase artística
que, además de adquirir una mayor concienciación
politica, social y cultural sobre la realidad de Euskalherria,
va a divulgar un lenguaje plástico más acorde con
los derroteros del arte internacional. Así, en Álava,
desde 1963, empieza a detectarse la presencia de una vanguardia
de pintores que pretende desmarcarse de las estructuras tradicionales,
desplegando unas experiencias personales mucho más modernas
y renovadoras.
A la feliz conjunción
en el tiempo (y en el espacio) de las iniciativas investigadoras
y experimentales de Joaquín Fraile (Garinoain, Navarra,
1930-Vitoria, 1998), Juan Mieg (Vitoria, 1938) y Carmelo Ortiz de Elguea (Arechavaleta,
Álava, 1944) los integrantes del grupo Orain-, hay
que agregar inmediatamente la figura de Rafael Lafuente (Vitoria,
1936), constituyendo estos nombres el plantel de artistas que
abren en primera hora las puertas de la modernidad a la pintura
alavesa. Antes de concluir la década de los sesenta, se
incorporan a este proceso dos jóvenes promesas: Moisés
Álvarez Plágaro (Vitoria, 1946) y José Luis
Álvarez Vélez (Vitoria, 1949).
Por lo tanto, podemos decir que
hasta los primeros años de la década de los cincuenta
perviven en el País Vasco los duros condicionamientos
de postguerra, con todo lo que ello conlleva en el ámbito
de lo político, social, económico, cultural, etc...
Es entonces cuando se vislumbra una tímida apertura artística
hacia el mundo exterior. Comienzan ahora a buscarse nuevos horizontes
y referentes plásticos. En la provincia de Álava
esta apertura se produce de una manera mucho más drástica
a partir de 1966, fecha, como hemos apuntado líneas más
arriba, nada arbitraria para establecer un antes y un después
en la praxis pictórica. Ahora bien; esta fecha no implica
una ruptura tajante con lo realizado anteriormente, pero sí
es útil para establecer una periodización del arte
vasco y, por ende, del alavés.
 Juan Mieg, "Sin título",
1966. Técnica mixta sobre madera.
Y si hasta los años sesenta,
cabría hablar de una cierta uniformidad estilística,
con un claro predominio del postimpresionismo o expresionismo
fauve, muy en la línea de las directrices estéticas
marcadas por la Escuela de Madrid, a partir de estos momentos
afloran con mayor rapidez los ismos de las vanguardias
históricas, obviamente
con el inevitable y lógico retraso con respecto a otras
latitudes. A partir de estos años, y entrando ya también
en la década siguiente de los setenta, encontramos que,
junto a la abstracción matérica, gestual y lírica,
y la abstracción geométrica, conviven en Álava
simultáneamente el pop art, el hiperrealismo, la neofiguración
e incluso un cierto "neoimpresionismo", lenguaje figurativo
mucho menos problemático y más fácilmente
asumible por un amplio espectro de la sociedad vitoriana.
Resumiendo; en cualquier proceso
histórico resulta casi siempre como algo inherente a las
nuevas generaciones de artistas que emergen en un determinado
contexto social, el deseo de arrumbar o cuando menos de mitigar
la "dictadura" estética impuesta por las generaciones
anteriores. Constituye, pues, esta aspiración el legítimo
derecho de una juventud inconformista por convertirse en avanzadilla
o vanguardia, intentando así superar las aportaciones
precedentes de sus mayores.
Santiago Arcediano
Salazar, historiador Fotografías:
Del libro "Arte y artistas vascos en los años 60" |