El sol del membrillo (Una película
de Víctor Erice inspirada en un trabajo de Antonio López,
1992) filma la determinación
artística de una voluntad por representar un membrillero
sobre el que incide maravillosamente la luz de la mañana.
Y esto es tanto como filmar la confrontación de aquella
voluntad con la fluencia cósmica e irreparable del tiempo,
haciéndola arrostrar la variabilidad meteorológica
y la evanescencia de las formas orgánicas. Víctor
Erice ofrece su cámara a la metódica, casi misional,
entrega de Antonio López a su trabajo, a su pulcra y religiosa
mirada con destino a la exuberancia vegetal del árbol,
al paciente duelo entablado con los eternos ciclos de la naturaleza;
esfuerzos todos ellos que coadyuvan a la construcción
de una poderosa metáfora de la creación artística,
una metáfora viviente como esculpida entre las paredes
de la casa-taller del pintor de Tomelloso.
Elías Querejeta
y Víctor Erice durante una rueda de prensa.
En El sol del membrillo
el argumento se revela en el desarrollo de la relación
trenzada entre el continuum de la vida orgánica
del membrillero y el continuum de la realización
pictórica, y nunca al margen o por encima de la relación
surgida entre estos dos cursos o continuidades. Al tiempo, la
película descubre un doble fondo a este argumento que
parecería delineado según los cánones de
la más estricta ortodoxia documental: un fondo que quedaría,
sin embargo, inédito si Víctor Erice no hubiera
empujado su realismo por la pendiente de las conexiones
de la psyché o hubiera evitado zambullir la mera
documentación de hechos en las profundidades lingüísticas
de la mente. En su último tramo, la película se
hace nocturna, fantasmal... onírica: roza el tuétano
de aquella conciencia que hemos visto volcada en el trabajo diurno
con ascética dedicación y escrúpulo profesional.
Víctor Erice recoge la voz del sueño del pintor
y la recorta (en over) contra las imágenes de aquella
realidad respecto de la cual esa voz es una radiación
inconsciente pero significativa: Antonio López se aparta
en el sueño de las correspondencias psicológicas
que habían impresionado su imaginación durante
la vigilia y apunta a conceptos allende la órbita inmediata
de su trabajo (el lugar en que nació, la infancia, sus
padres...); pero, simultáneamente, persevera durante el
sueño en la exploración de la realidad que dejara
atrás, sucumbiendo a las imágenes que le han acompañado
(el barro a sus pies, el árbol membrillero). Apartarse
y sucumbir a la realidad que ha rodeado su esfuerzo artístico,
ésas son las dos direcciones del sueño de Antonio
López en la noche: ambas, formando una corriente única
de la conciencia del pintor, hacen que éste remonte el
curso de su vida y que interprete, magnetizado por el presente,
su infancia más lejana, y, en sentido contrario, que el
discurso onírico revista su reciente y frustrado esfuerzo
creativo con el esplendor nostálgico de la niñez.
Estoy en Tomelloso, delante
de la casa donde he nacido. Al otro lado de la plaza hay unos
árboles que nunca crecieron allí. En la distancia
reconozco las hojas oscuras y los frutos dorados de los membrilleros.
Me veo entre esos árboles, junto a mis padres, acompañado
por otras personas cuyos rasgos no logro identificar. Hasta mí
llega el rumor de nuestras voces, charlamos apaciblemente. Nuestros
pies están hundidos en la tierra embarrada, a nuestro
alrededor, prendidos de sus ramas, los frutos rugosos cuelgan
cada vez más blandos. Grandes manchas van invadiendo su
piel y en el aire inmóvil percibo la fermentación
de su carne. Desde el lugar donde observo la escena no puedo
saber si los demás ven lo que yo veo. Nadie parece advertir
que todos los membrillos se están pudriendo bajo una luz...
que no sé cómo describir, nítida y a la
vez sombría, que todo lo convierte en metal y ceniza.
No es la luz de la noche, tampoco es la del crepúsculo.
Ni la de la aurora.
No es la luz de la noche,
tampoco es la del crepúsculo. Ni la de la aurora... efectivamente, en el discurso del
sueño hay algo más que lo dicho hasta aquí:
está la propia cámara de filmar de Erice. Curiosamente,
el más "callado" de los autores cinematográficos
es también el más perspicaz a la hora de revelar
la naturaleza invasiva de su medio artístico. Medio simultáneamente
conmemorativo y embalsamador de la naturaleza. Que agrede a la
vez que homenajea, que influye a la par que registra... Comprobemos
de qué modo se articula este tema en la virtuosa (sobre
todo por lo que concierne al montaje visual y sonoro- e
iluminación) secuencia del sueño. Al anochecer,
tras una sesión como modelo para un retrato yacente que
ocupa a su esposa, el pintor cede al sueño: tiene entre
sus manos una piedra tallada y traslúcida sobre la que
concentra la atención mientras posa. Antonio López
reflejado en el lienzo de gran formato de María Moreno
y, entre sus dedos, un poliedro de cristal que rueda a los pies
de su mujer al vencerle el sueño. Ésta lo devuelve
al bolsillo del gabán oscuro del durmiente en un delicado
plano de inserto, como extraído de El sur. Se apagan
las luces.
Plano general. Exterior-noche: la torre de la teledifusión
española, elevada sobre asépticas autovías,
preside la noche con carácter y autoridad totémicos.
Una secuencia de montaje de cuatro planos de dimensiones progresivamente
reducidas sigue al primero. Cuatro encuadres del comportamiento
de la tribu virtualmente arracimada en torno al tótem:
un edificio de interiores iluminados por la luz refulgente de
los aparatos de televisión; a través de las ventanas,
bustos ensombrecidos apagan su receptor y se retiran dando por
concluidas sus jornadas a indicación del nuevo crepúsculo
catódico. Este bloque introductorio se cierra con un corte
al plano primero: la torre de teledifusión se apaga. El
sol de hondas hertzianas se ha ocultado completamente en el horizonte
confeccionado de imágenes del hombre contemporáneo.
Fundido en negro. La sombra
del mecanismo cinematográfico. Una señal aguda indica que el dispositivo
automático de la cámara de filmar se activa. Un
plano de un grupo de sombras proyectadas sobre una pared resulta
elocuente acerca de la naturaleza fantasmagórica del medio
fílmico: el cuerpo mecánico de la cámara
montado sobre trípode se inclina a los pies del árbol
membrillero. La luz se hace más contrastada. El ruido
del motorcillo de la máquina filmadora. Fundido en
negro. El mismo grupo, cuya sombra se proyectaba en el plano
anterior sobre la pared, se representa ahora al natural:
en el silencio nocturno del jardín, con luz cenital plateada,
la cámara enfoca a los frutos caídos al suelo.
Sin corte de plano: nueva activación automática
del dispositivo, ruido del motor, iluminación artificial.
Primer plano del fotómetro, primer plano del foco de tierra,
primer plano de los membrillos iluminados, dos más de
los pies del trípode ajustados a las guías que
se fijara en el suelo el pintor, gran primer plano frontal de
la lente de la cámara, en último lugar, de un membrillo
maduro con sus carnes marcadas por el pincel de Antonio López.
La coda remite al inicio de la secuencia de montaje: plano general
sobre el jardín, la filmación se detiene. El cuerpo
mecánico de la cámara ha usurpado el lugar de trabajo
del pintor, su lente a la mirada, la luz eléctrica al
rayo solar: aparece en escena cuando los membrillos han perdido
su plenitud y en el punto del día en que más oculta
está la luz que perseguía el artista. Proyecta
sobre los cadáveres frutales una mirada lunar, vampírica,
que puede operar en ausencia de lo humano.
Fundido en negro. El sueño. Plano de la
luna llena que se deja ver al descorrerse una cortina de nubes.
Música de cuerdas graves que en un crescendo nos
conduce al interior del taller de Antonio López. En la
oscuridad plateada van apareciendo obras de su mano: primero
una pintura, escena de familia a la mesa, que se va desvelando
poco a poco, luego un anaquel de bustos y cabezas esculpidos,
finalmente una máscara que se funde nuevamente
con la luna llena... De la luna al rostro de
Antonio López: la música se rompe en un rasgueo
melódico del violonchelo que introduce la voz del durmiente
en over (Estoy en Tomelloso...). A la corriente
de voz del sueño (nadie parece advertir que todos los
membrillos se están pudriendo bajo una luz...) le
responde la corriente de primeros planos de frutos en etapas
progresivamente más avanzadas de laceración. Que
no sé cómo describir, nítida y a la vez
sombría, que todo lo convierte en metal y ceniza:
el último membrillo de esta serie de imágenes está
totalmente descompuesto. Antes de que el pintor dé la
pista definitiva de este "whodunit" que tiene
como "víctima" los frutos de la naturaleza,
la película nos retorna al plano del grupo de sombras
formada por la cámara y el árbol: No es la luz
de la noche. Tampoco es la del crepúsculo. Ni la de la
aurora. Fundido en negro. Fernando Bayón Martín
Amorebieta-Echano |