La
revista Euskonews me ha pedido un artículo sobre la situación
de la Artesanía hoy y repasando el material de mi archivo
he encontrado un artículo que fue publicado en la revista
CUENTA Y RAZON DEL PENSAMIENTO ACTUAL, en 1993. A pesar del tiempo
trascurrido su contenido sigue siendo totalmente actual y por
ello lo presente aquí. Decía así:
En la Era de
las tecnologías y los mercados multinacionales, tiempos
en que casi nadie -exceptuadas las inteligencias menos "artificiales"-
duda de las virtudes de la ciencia y del poder del dinero para
hacer más felices a los hombres (aunque ni las más
avanzadas técnicas puedan demostrar "científicamente"
que de hecho hayamos progresado en este campo respecto a nuestros
abuelos), hablar aquí y ahora de la artesanía de
un pueblo puede parecer intempestivo, si no un romántico
afán por salvar para la memoria colectiva los despojos
de unas formas de vida ya superadas y de dudosa utilidad cara
a los desafíos que plantea el futuro.
Y,
sin embargo, no siendo el destino del etnógrafo otro que
recoger lo que está al borde de la extinción, se
antoja más necesaria que nunca la tarea de recopilar aquellas
artes y aquellos oficios de glorioso pasado, agonizante presente
y grisáceo futuro. Como bien dice el maestro Julio Caro
Baroja, hay una "dolorosa contradicción" en esta sociedad
que le hace interesarse por los mundos que habitan en su periferia
(espiritual o material) sólo cuando se derrumban, como
es el caso que nos ocupa.
En el País
Vasco este fenómeno aparece con enorme -y trágica-
nitidez: pocos creen en el porvenir de las pequeñas industrias
tradicionales, se certifica unánimemente la necesidad de
hiper-modernización tecnológica de nuestra producción,
pero volvemos la cabeza una y otra vez para contemplar a los últimos
creadores manuales en serena faena, anclados en un instante que
parece atemporal, en un espacio donde se diría que no ha
entrado la sociedad de consumo.
¿Tal vez sea
que al volver la mirada intuimos que ese modo de trabajar -que
siempre es de vivir-, precisamente por su atemporalidad, está
más preparado para soportar las embestidas de la historia,
con sus crisis cíclicas y sus revoluciones, que el nuestro,
tan vanidoso como ciego?.
Para esta ocasión
se me ha propuesto el tema "Artesanía e industria tradicional
en el País Vasco", tan sugerente como complejo. Sugerente,
porque todavía quedan en nuestra geografía muchos
creadores que merecen un reconocimiento; y tema complejo también,
habida cuenta que no es fácil mencionarlos a todos, o dar
una visión de conjunto en tan breve espacio.
Añadidas
las limitaciones del propio autor, he optado por resumir algunas
características del fenómeno y repasar someramente
la evolución desde sus orígenes hasta el presumible
futuro.
Pasado y presente
En
la moderna concepción, llámase artesano al creador
de arte popular, aunque desde una perspectiva antropológica
sería más correcto definirlo como un trabajador
manual cuyo útil es secundario, quedando como principal
la propia habilidad e imaginación del hombre.
Las primeras
huellas de artesanía vasca se remontan a tiempos prehistóricos.
El hacha de Aitzabal en Alava, datada del Paleolítico Superior,
es una de las manifestaciones más antiguas del trabajo
del hombre en Euskal Herria. También se han hallado venablos,
picas y porras del mismo período, diversificados durante
el Paleolítico Medio en raspadores, buriles, puntas, mazas,
raederas, punzones...
Así, el
origen de la artesanía coincide con el comienzo de las
actividades estrictamente humanas. Por decirlo de un modo plástico,
el primer hombre fue un artesano cantero.
Tendrían
que transcurrir muchos siglos para que se produjeran excedentes
y con ellos comenzara el comercio, y todavía más
hasta la constitución de los gremios, cuya importancia
en los albores de la vida urbana es de sobra conocida.
En contra de
la extendida creencia de que la progresión en el mundo
artesanal es casi imperceptible, lo cierto es que se produce una
lenta pero constante evolución tanto en la técnica
(incorporación de herramientas y máquinas) como
en la gestión (del pequeño taller familiar se pasa
a las empresas con varios empleados y aprendices, y más
adelante a lo que llamamos industria tradicional). Sólo
que a partir de los siglos XVIII y XIX, con la aplicación
de las últimas invenciones, el obrero manual se ve despojado
del protagonismo que hasta entonces ostentaba en las labores de
producción en favor de los ingenios mecánicos, resultando
desde entonces perfectamente intercambiable el sujeto trabajador
e insustituible el objeto de trabajo. En este período,
conocido como Revolución Industrial, comienza la larga
decadencia de las artes manuales.
En los últimos
cien años el artesanado acusa una marginación creciente,
limitando su quehacer a elementos testimoniales (folklóricos),
de utilidad rural (aperos y herramientas), o a la confección
de piezas ornamentales y lujosas (orfebrería, joyería,
tapicería...). Sólo recientemente han empezado a
valorarse en el País Vasco los productos artesanales tradicionales:
huyendo en gran parte de la masificación y estandarización
consustancial a la sociedad de consumo, otorgamos un mayor aprecio
a las creaciones más originales de los manufactureros autóctonos.
Ahora bien, aunque se valoren sus productos y se justifiquen sus
precios, la escasez de la demanda dificulta -salvo contadas excepciones-
la supervivencia de los artesanos en base a su secular modus
vivendi.
Las diversas
políticas de comercialización -no exentas de sincero
interés- por parte de las instituciones públicas
apenas han dado resultados tangibles. La solución, si la
hay, se presenta muy complicada. Téngase en cuenta que
la rentabilidad del trabajo artesano comparada con otras actividades
es limitada, por lo que los jóvenes buscan nuevas salidas
laborales, con la consiguiente pérdida del acervo cultural
(al romperse la cadena generacional que, por lo común,
asegura la transmisión de las técnicas tradicionales
de padres a hijos). Las instituciones no pueden resolver un problema
que parece quintaesencial a la propia evolución de los
tiempos.
En este orden,
paradigmático es el caso del último alfarero guipuzcoano,
Gregorio Aramendi, quien debió abandonar su oficio para
poder subsistir (reconvirtiéndose en taxista), hasta que
en los años ochenta el Gobierno Vasco le contrata como
profesor de alfarería para impartir clases. Transcurridos
varios meses se suspendieron los cursos y tuvo que dejar por segunda
vez su vocación. Como él, muchos son los artesanos
vascos que complementan su trabajo con funciones pedagógicas,
lo que les permite mantener un digno nivel de vida.
No obstante,
perviven en mejor o peor situación ciertas especialidades
autóctonas enraizadas entre los elementos de consumo popular:
fabricantes de queso, sidreros, pasteleros, algún chocolatero,
zapateros artesanales, los fabricantes de pelotas de frontón,
unos pocos cesteros, forjadores de objetos decorativos... Excepciones
de una regla general cuyo terrible dictamen parece condenar al
artesano a la extinción. Y, sin embargo, éste posee
un arsenal de virtudes que superan las limitaciones esenciales
a toda obra confeccionada en serie. Ello hace aún más
atractivo el trabajo del menestral y nos obliga a interesarnos
por sus características.
El artesano
La
supervivencia del modo de producción artesanal en una sociedad
tan industrializada como la nuestra, radica, a mi entender, en
la atractiva oferta de mercancías singularizadas que sólo
él puede efectuar. Cada creación del artesano es
un fin en sí mismo: ninguna cosecha de sidra sabe igual,
y ninguna makila o argizaiola se parecen más
que aparentemente. El menestral, al hacer su obra de forma manual
e intuitiva, refleja en ella su imaginación y su carácter.
Así por ejemplo, el actual sidrero guarda como un secreto
la mezcla de manzanas ácidas, dulces y amargas para obtener
el fermento final. El apicultor lleva sus abejas a las zonas donde
sabe que la vegetación le otorgará un sabor inigualable.
El makilero busca en una determinada época del año
madera en los montes, la elige con sumo cuidado y le hace unas
incisiones para que al cicatrizar formen las peculiares vetas.
Esto sin perder
de vista que, como aseguraba José Miguel de Barandiarán
al tratar sobre la sucesión de los procedimientos artesanales,
"la continuidad o repetición de diversos motivos artísticos,
a través de los siglos y aun de milenios, es un hecho plenamente
comprobado". ¿Puede, por tanto, hablarse también de cierta
homogeneidad en sus creaciones?. Y, en tal caso, ¿qué distingue
una "artesanía autóctona" de otra?.
Ciertas formas
y métodos se repiten por todo el mundo, en efecto, pero
no en todas partes se adoptan a la vez ni evolucionan del mismo
modo. Diremos, pues, que la supervivencia de métodos y
motivos en un área geográfica y cultural determinada,
amén de su particular desarrollo, distinguen a un arte
popular de otro.
La progresión
es lenta, pero cada paso se consolida desde un principio. Los
artesanos europeos incorporaron desde muy pronto el torno (al
parecer de origen oriental), la fragua, el motor eléctrico...
No así en otras latitudes del mundo, donde algunos de estos
ingenios están restringidos a la producción industrial
en gran escala.
En nuestro ámbito
de estudio también encontramos desigual disposición
respecto a las innovaciones técnicas. Si visitamos la chocolatera
de Mendaro, donde aún se fabrica el dulce al modo tradicional,
nos mostrarán los agujeros en la pared por donde hasta
fecha reciente pasaban las correas unidas al viejo malacate impulsado
por un burro, ahora sustituido por un motor eléctrico:
estos artesanos acabaron comprendiendo que por comodidad, economía
e higiene (evitando que el olor del animal diera aroma a un alimento
tan delicado como el chocolate), el cambio sólo aportaría
ventajas.
E igual ocurrió en las viejas carpinterías de ribera
cuando descubrieron la utilidad de las primeras herramientas eléctricas,
como el taladro o la cepilladora, que en principio juzgaban pesadas,
lentas e incómodas (a veces se necesitaban dos operarios
para manipularlas), pero que al final hicieron suyas.
Una tercera característica
del artesano es la importancia que otorga a la estimación
social. Tanto como el artista, valora sobremanera la opinión
del cliente, incluso por encima del beneficio económico.
Como Florentino, aquel zapatero de Beinza Labayen (Navarra) que
me explicó vendía sus botas y guantes de cuero para
el juego de pelota en mercados y ferias con tarifas variables
según a quién y en dónde: sondea la actitud
del cliente, su sensibilidad y posibilidades antes de proponerle
un precio. De modo que nadie se extraña cuando oye a un
artesano decir: "Bueno, esto a ti te lo dejaré en...".
Añádase además su interés por ajustarse
a los gustos y necesidades de los clientes, elaborando su obra
a la medida de los deseos de aquellos.
El artesano carece
de movilidad: no puede cambiar de oficio o especialidad sin perjuicio.
Los cesteros que aún quedan en el barrio de Nuarbe, Azpeitia
(Gipuzkoa), por ejemplo, siguen trabajando al modo tradicional
y haciendo los productos de siempre. La caída en desuso
de las cestas confeccionadas con flejes de castaño en favor
de los recipientes de plástico, o el abandono de los cestos
en las labores agrícolas condenan a la desaparición
casi total del oficio. Y aunque cada día son menos, todavía
podemos ver a varios cesteros concentrados en su tarea diaria.
Lo mismo vale para los fabricantes de yugos o de kaikus,
entre muchos otros. Es su trabajo, es su vida, no saben hacer
otra cosa... Mejor dicho, no saben hacer tan bien otra
cosa.
Ello enlaza con
la relación de propiedad que el artesano establece con
sus instrumentos y oficio: su trabajo tiene continuidad, es una
forma de existir y de contemplar la realidad. Están orgullosos
del oficio que heredaron (la mayoría), y que si por ellos
fuera también cultivarían sus hijos. Gregorio, el
mentado alfarero de Zegama (Gipuzkoa), aprendió en casa
desde niño los secretos del barro. Primero fabricaba botellas
y calienta-camas, luego desplazadas por las modernas mantas eléctricas;
mantequeras grandes para guardar los chorizos en manteca o los
huevos en cal, que ya casi nadie utiliza; jarras para las sidrerías,
hoy sustituidas por vasos de cristal... Pero Gregorio continúa
dando forma al barro al modo tradicional para disfrute de quienes
saben apreciar esas formas llenas de la poesía del tiempo.
Otra de las características
comunes a los oficios tradicionales es la falta de una estructura
comercial para la venta de sus mercancías. La mayoría
vende su género directamente, o bien lo cede a una tienda
para que lo exponga. De la escasez de demanda y la correspondiente
ausencia de intermediarios, se deriva que muchos menestrales posean
talleres-tienda o, como en el caso de los sidreros, vendan la
mayor proporción de sidra al txotx entre los clientes
que se dezplazan a las sagardotegis.
El artista conoce
mejor que nadie su obra, la aprecia y se siente orgulloso de ella.
Es normal que un artesano guarde arrumbados en una esquina algunas
piezas que han salido de sus manos. Cuando un profano las toma
y le pregunta cuál es la causa de su marginación,
el artesano responderá: "No me gusta como quedó",
"Es imperfecta" o "No me salió como quería". El
artesano se somete a sí mismo a un estricto control
de calidad, de suerte que aunque existan ciertos bienes de
serie de mejor calidad que los artesanales, carecen de esa impronta
personal, de esa exigencia y de ese calor que las manos del artesano
imprimen a todas sus obras.
Del pasado
al futuro
Así
las cosas, en el futuro la producción artesanal ocupará
un espacio insustituible dentro de una sociedad cada vez más
saturada de mercancías uniformes y seriadas. El gusto por
"lo bien hecho" tendrá que imponerse lentamente sobre los
crudos objetivos comerciales: el artesano no crea "necesidades"
(como los modernos fabricantes de bienes de consumo), sino "cosas
bellas", y esto lo hermana antes con el artista que con el industrial.
Por tanto, las
referencias a la artesanía se imbrican con las del arte
mismo (Arte con mayúsculas si se quiere), difuminándose
los contornos que hasta la fecha les han separado.
La artesanía vasca no
goza de buena salud. Mal que bien, subsiste gracias al impulso
que toma de las periódicas ferias, muestras y exposiciones;
de las rentas heredadas en forma de arraigo tras siglos de tradición;
de esporádicas modas, y de otros factores variables. No
caeremos en el típico lamento de añoranza; nuestra
artesanía deberá permanecer como el reducto privilegiado
de lo bello, una vez superado su primitivo sentido utilitario.
Lejos de tratarse de un fenómeno aislado e incluso prescindible,
una mirada atenta a la artesanía de un pueblo nos informa
de su sensibilidad y calidad de vida. Por ello, es deseable que
el arte inunde la vida entera, que la colme con objetos elaborados
apasionada y primorosamente. Antxon
Aguirre Sorondo, miembro de la sección de Antropología de Eusko
Ikaskuntza
Fotografías: Están publicadas en el artículo
"Los últimos torneros de madera" de Antxon Aguirre
Sorondo, en el número 14 de la colección Zainak -
Comunidades de Montaña (Eusko Ikaskuntza) |