El
Hemingway aficionado a los toros, borrachín, engreído
y ambicioso; el Hemingway sanferminero, mujeriego, vividor y acaudalado.
El Hemingway escritor, autor de El viejo y el mar, Por quién
doblan las campanas o Fiesta. El Hemingway estereotipado,
de blanca barba, cantarín y bebedor.
Pero también hay un Hemingway
enamorado de Euskal Herria, un Hemingway que visita los municipios
de Auritz, Orbaitzeta, Aribe o Agoitz, un Hemingway que hace turismo
en Donostia, San Juan de Luz o Hendaya, y que se hospeda en Lekunberri
y Biarritz. El joven y curioso Hemingway, el pelotari, arrantzale
y amante del buen vino Hemingway. El auténtico, creativo
y desconocido Hemingway.
Los personajes, al igual que la Historia,
siempre tienen dos caras. El americano conectó con el ambiente
de Pamplona nada más llegar, a principios de los años
20, afamó mundialmente sus fiestas, y dejó constancia
escrita de su cariño hacia la gente y el paisaje. En adelante,
y hasta 1931, tendría una cita anual con Navarra. Pero
resulta que se le conoce por la alocada y etílica visita
de 1959.
Ya en su primer viaje a Euskal Herria
se mostraba deseoso por conocer el país. Física
y psíquicamente extenuado en aquellos duros tiempos que
corrían por Europa, su generación arrastraba las
secuelas de la Primera Guerra Mundial. Vino a Pamplona en busca
de vitalidad, de aquellas espectaculares fiestas que según
había llegado a sus oídos se montaban al otro lado
de los Pirineos, en los que el juego entre la vida y la muerte
se personificaba ante el toro con una nitidez sin par. Se trataba,
en fin, de la tragedia, en mayúsculas. A su regreso a París,
en los dos artículos que redactó en torno a los
sanfermines para un diario canadiense, manifestaba que "no hay
carnaval que se le parezca". Contó maravillas a sus amigos
americanos, y se propuso volver al año siguiente, mientras
aprovechaba los días invernales de París para regalar
pases en los tranvías.
En
su segunda visita empezó a hacer amistades en la pensión
de la calle Eslava, en el Hostal Quintana de la Plaza del Castillo
y en el café Iruña. Incluso realizó un viaje
a los Pirineos. Siendo natural de Michigan y habiendo nacido junto
a los Grandes Lagos, una de las aficiones favoritas de Hemingway
era la pesca, actividad que, siguiendo la recomendación
del director del Hotel Quintana, practicó en Auritz. Si
en Pamplona encontró la agilidad física, la alegría
y la generosidad que en París nunca sintió, la montaña
le ofreció el contacto con la naturaleza, el trato con
la gente humilde, la admiración ante la grandiosidad del
paisaje. La libertad.
En los dos libros que publicó
a finales de los años 20 (Fiesta y Death In the
Afternoon), dibujó descomunales pinares, ríos
de agua helada y hayedos que nunca conocieron hachas. Solía
declarar que el Pirineo vasco, "el último lugar puro",
le proporcionaba tranquilidad. Son muchos los lugares que posteriormente
tendrían el honor de ser ensalzados por su pluma, dada
la facilidad con que el escritor se dejaba arrastrar por la emoción,
pero Navarra siempre estuvo entre las tierras que más amó.
Durante esta estancia visitó
también la costa vasca y paseó por ciudades como
Donostia, Hendaya, San Juan de Luz o Biarritz, si bien tales estancias
apenas se han visto reflejadas en su obra, exceptuando alguna
que otra breve alusión o escueta narración.
Decía Hemingway que los vascos
le recordaban a las tribus indias del norte de Michigan que conoció
durante su infancia. Se sorprendía ante la bondad de la
gente y apreciaba infinitamente los simples y naturales detalles,
como por ejemplo que, tratándose él de un extranjero,
le ofrecieran beber de la bota, le invitaran a bailar, etc. "Menuda
tierra", dice el protagonista de la novela Fiesta al referirse
a Euskal Herria.
Al
estallar la guerra del 36 y la Primera Guerra Mundial, e iniciada
la época del franquismo, los pamploneses perdieron el rastro
del amigo americano. Pero incluso en su estancia en Cuba no tardó
en trabar amistad con los vascos, una amistad que se prolongaría
durante los veinte largos años que residió en la
isla, siendo mundialmente famoso y habiendo recibido el Premio
Nobel. Jamás dejó de contar con el afecto del heterogéneo
grupo vasco formado por los sacerdotes que estuvieron de capellanes
junto a los soldados, marineros que ejercieron de saltimbanquis,
cestapuntistas, jefes de aduana y aventureros. Los visitantes
más tenaces de la mítica Finca Vigia de San Francisco
de Paula, próxima a la Habana, eran los vascos.
De regreso a Navarra en 1953, tuvo
que adaptarse a los inevitables cambios que habían tenido
lugar a lo largo de los veinte años en los que se ausentó,
aunque no por ello dejó de ejercer de cicerone para
sus amigos. "Ha cambiado absolutamente todo, pero todavía
se pueden encontrar las buenas cosas de antaño. Es cuestión
de saber encontrarlas".
El grupo partía del Hostal
Aiestaran de Lekunberri hacia Pamplona en cuanto amanecía.
En una ocasión, maravillado ante la belleza del paisaje,
cubierto del dorado del trigo y del rojo de las amapolas, la tierra
navarra escuchó uno de los halagos más hermosos
que se le hayan dedicado jamás: "Es vergonzoso que Van
Gogh nunca llegara a pintar el paisaje navarro".
Y resulta que sólo se le recuerda
por su visita de 1959. Fotografías: De la web
del Museo Hemingway y de la enciclopedia Lur |