El
año 2001 se celebra el centenario de la última ballena
cazada en las costas vascas. En mayo de 1901 apareció en
Orio, ante el asombro de la población, un cetáceo,
cuya presencia despertó en los pescadores el instinto cazador
de sus antepasados los balleneros,
un instinto adormecido por la falta de práctica. La aparición
de estos animales había sido muy esporádica a lo
largo del siglo XIX, y es necesario remontarse al siglo XVIII
para reencontrarnos con una actividad ballenera de cierto peso.
Manuel Larramendi testificó en su Corografía
la épica lucha del hombre con el monstruo, en un enfrentamiento
desigual.
La época gloriosa
de los balleneros vascos fue el siglo XVI, sobre todo en razón
de la gran epopeya de Terranova. En realidad, ha sido Terranova
la que ha provocado una admiración que se ha perpetuado
al haberse engarzado en el mundo de la leyenda. Las pesquerías
transatlánticas, sin embargo, no constituyen la única
razón del mito ballenero. Tres siglos antes, los balleneros
vascos campeaban por el Cantábrico, y contribuyeron a forjar
un sistema de vida y una cultura material que ha perdurado desde
el siglo XIII hasta el siglo XIX.
Terranova fue posible
sólo porque la escuela ballenera vasca, tanto la de carácter
local como la que se extendía a lo ancho del Cantábrico,
permitió empresas de más aliento, como las mencionadas
de la costa canadiense. Los tres primeros siglos de práctica
en la caza de la ballena permitieron a los vascos dominar no sólo
la técnica de la captura, sino también de su aprovechamiento
y comercialización, a la vez que obligó a sus marinos
a adentrarse en áreas poco conocidas, lo que sirvió
como adiestramiento para ulteriores aventuras.
Dos
eran los sistemas utilizados por los vascos para esta arriesgada
y fructífera caza en la costa cantábrica. Una, la
más popular y conocida, ha dejado profundos rastros en
nuestras costas, sobre todo en forma de topónimos indicadores
de los altozanos destinados a avistar el paso de las ballenas.
Se trata de las conocidas "atalayas", ocupadas por un vigilante
permanente, listo para dar el aviso a la comunidad que esperaba
ansiosa la providencial visita del cetáceo. Al aviso se
seguía la carrera para intentar ser los primeros en alcanzar
y arponear al animal, lo que, además de asegurar su captura,
otorgaba ciertos derechos al primer arponeador. Estas evoluciones,
que con frecuencia se realizaban a la vista del puerto, constituían
un espectáculo popular porque en el envite se jugaba con
la vida de los marineros y porque de su éxito dependía
la economía de la comunidad.
Otro
sistema de la caza de la ballena consistía en la organización
de las pesquerías en forma de compañías,
financiadas por vecinos que o bien podían participar directamente
en la faena o bien por otros que quedaban al margen de la propia
cacería. Estos inversores podían participar en el
negocio si formaban parte de la comunidad portuaria, pero también
encontramos importantes inversores procedentes de ciudades como
Gasteiz. Estos últimos estaban interesados en comercializar
la grasa de la ballena, fundamentalmente para dirigirla hacia
el mercado castellano, e intervenían financiando tanto
las mencionadas pesquerías como las expediciones a Terranova.
Las compañías
balleneras se podían establecer en puertos locales como
Lekeitio o podían alquilar, por tres o cuatro meses, algún
puerto de Santander, Asturias o Galicia. Los contactos de los
vascos con estas zonas occidentales del Cantábrico se dirigían
no sólo al mundo de la ballena, sino a otro tipo de actividades,
sobre todo el comercio. Los vascos vendían hierro, acero,
armas e instrumentos, y compraban vino y sardinas. A veces, cuando
la suerte les era esquiva en la caza, las expediciones balleneras
diversificaban sus esfuerzos y dirigían sus economías
hacia el intercambio, eventualidad para la que los había
preparado la experiencia: ésta les había enseñado
a estar abiertos a otros campos diferentes a los vinculados a
la ballena.
El gran cetáceo
suscitaba las lógicas apetencias, de modo que era difícil
evitar peleas entre los propios vecinos, entre los balleneros
de diferentes
puertos, e incluso entre la comunidad de balleneros y las autoridades
concejiles; éstos, en general de extracción social
más pudiente, pretendían sacar de la ballena la
mayor ventaja al menor coste. La animadversión entre algunos
puertos ha llegado hasta nuestros días, aunque hoy la liza
se reduce a una pura competición deportiva, las traineras.
Antiguamente, además del honor entraba en juego el beneficio
económico, y las reglas sobre la titularidad o el aprovechamiento
de la ballena siempre permitían interpretaciones a favor
del más fuerte. En esta pelea, Bermeo se imponía
tradicionalmente a Elantxobe, Getaria a Zarautz, y los balleneros
donostiarras imponían su ley entre sus vecinos cuando encontraban
algún resquicio para la disputa sobre las piezas cazadas.
Detrás del
mundo ballenero, obviamente, estaba la comercialización
de los productos obtenidos de la ballena. La carne de las piezas
jóvenes se salaba y se vendía a los franceses, por
lo visto menos exquisitos en sus gustos culinarios. El gran negocio
provenía de la venta de la grasa, utilizada sobre todo
para el alumbrado. Como de cada ballena se producían muchos
miles de litros de saín, su comercialización animaba
no sólo los puertos, sino los distintos puntos
del recorrido del preciado producto rumbo a su destino definitivo.
Las lonjas de los puertos disponían de grandes tinajas
traídas desde Sevilla para almacenar la grasa, que cuando
iba hacia la Meseta se cargaba en odres o pellejos, único
modo para transportar el líquido elemento a lomo de mulas.
Un caso particular
de este panorama lo constituía el puerto fluvial de Alzola,
a diez km. de la desembocadura del Deba. Hasta este punto era
posible transportar la grasa en barricas de doscientos litros,
lo que se hacía utilizando largas barcas o chalupas que
se denominaban alas o gallupas, que viajaban desafiando las corrientes
y los riscos de las orillas. Alzola se convirtió en una
inversión segura por el hecho de que, alejado de los peligros
propios de la costa, ofrecía todas las ventajas que podía
suministrar un puerto interior que, además, era un punto
estratégico en las relaciones mercantiles entre el interior
y el mar. Además, Alzola se situaba en medio del camino
más corto entre Gasteiz y el Cantábrico, lo que
contribuyó a convertir esta localidad en un punto de referencia
obligado en el comercio y las rutas guipuzcoanas.
Alzola, Deba, Orio,
Donostia, etc., se convirtieron en importantes centros de comercialización
de la grasa de ballena. En torno a estos puntos claves se desarrollaba
una actividad mercantil que daba vida a sus respectivas comunidades:
lonjeros, aleros, trajineros, mercaderes, etc., obtenían
beneficios de las pesquerías de la ballena. Si a esto añadimos
los trabajos propios de la 
transformación
de la ballena en grasa, utilizando al efecto grandes calderas
de cobre, o los que limpiaban las barbas de ballena, producto
muy solicitado para la cosmética de la época, cerramos
un panorama que completa el ciclo de la captura de la ballena,
que se constituyó en un elemento clave para la economía
vasca y el desarrollo de las poblaciones costeras.
La ballena cantábrica
constituyó un importante hito en la consolidación
de la sociedad vasca que. A partir del siglo XIII, la captura
del cetáceo se convirtió en el elemento de referencia
obligado para las comunidades costeras, identificadas en buena
medida con el factor ballenero. Aunque este modo de vida desapareció
hace mucho tiempo, y en buena medida había caído
en el olvido, sirva esta contribución para reivindicar
a los antepasados que con arrojo se lanzaron a conquistar el espacio
marítimo, desafiando al imponente monstruo que lo vigilaba.
Fotografías:
Enciclopedias Lur y Auñamendi |