Balleneros vascos en el Cantábrico
José Antonio Azpiazu

El año 2001 se celebra el centenario de la última ballena cazada en las costas vascas. En mayo de 1901 apareció en Orio, ante el asombro de la población, un cetáceo, cuya presencia despertó en los pescadores el instinto cazador de sus antepasados los balleneros, un instinto adormecido por la falta de práctica. La aparición de estos animales había sido muy esporádica a lo largo del siglo XIX, y es necesario remontarse al siglo XVIII para reencontrarnos con una actividad ballenera de cierto peso. Manuel Larramendi testificó en su Corografía la épica lucha del hombre con el monstruo, en un enfrentamiento desigual.

La época gloriosa de los balleneros vascos fue el siglo XVI, sobre todo en razón de la gran epopeya de Terranova. En realidad, ha sido Terranova la que ha provocado una admiración que se ha perpetuado al haberse engarzado en el mundo de la leyenda. Las pesquerías transatlánticas, sin embargo, no constituyen la única razón del mito ballenero. Tres siglos antes, los balleneros vascos campeaban por el Cantábrico, y contribuyeron a forjar un sistema de vida y una cultura material que ha perdurado desde el siglo XIII hasta el siglo XIX.

Terranova fue posible sólo porque la escuela ballenera vasca, tanto la de carácter local como la que se extendía a lo ancho del Cantábrico, permitió empresas de más aliento, como las mencionadas de la costa canadiense. Los tres primeros siglos de práctica en la caza de la ballena permitieron a los vascos dominar no sólo la técnica de la captura, sino también de su aprovechamiento y comercialización, a la vez que obligó a sus marinos a adentrarse en áreas poco conocidas, lo que sirvió como adiestramiento para ulteriores aventuras.

Dos eran los sistemas utilizados por los vascos para esta arriesgada y fructífera caza en la costa cantábrica. Una, la más popular y conocida, ha dejado profundos rastros en nuestras costas, sobre todo en forma de topónimos indicadores de los altozanos destinados a avistar el paso de las ballenas. Se trata de las conocidas "atalayas", ocupadas por un vigilante permanente, listo para dar el aviso a la comunidad que esperaba ansiosa la providencial visita del cetáceo. Al aviso se seguía la carrera para intentar ser los primeros en alcanzar y arponear al animal, lo que, además de asegurar su captura, otorgaba ciertos derechos al primer arponeador. Estas evoluciones, que con frecuencia se realizaban a la vista del puerto, constituían un espectáculo popular porque en el envite se jugaba con la vida de los marineros y porque de su éxito dependía la economía de la comunidad.

Otro sistema de la caza de la ballena consistía en la organización de las pesquerías en forma de compañías, financiadas por vecinos que o bien podían participar directamente en la faena o bien por otros que quedaban al margen de la propia cacería. Estos inversores podían participar en el negocio si formaban parte de la comunidad portuaria, pero también encontramos importantes inversores procedentes de ciudades como Gasteiz. Estos últimos estaban interesados en comercializar la grasa de la ballena, fundamentalmente para dirigirla hacia el mercado castellano, e intervenían financiando tanto las mencionadas pesquerías como las expediciones a Terranova.

Las compañías balleneras se podían establecer en puertos locales como Lekeitio o podían alquilar, por tres o cuatro meses, algún puerto de Santander, Asturias o Galicia. Los contactos de los vascos con estas zonas occidentales del Cantábrico se dirigían no sólo al mundo de la ballena, sino a otro tipo de actividades, sobre todo el comercio. Los vascos vendían hierro, acero, armas e instrumentos, y compraban vino y sardinas. A veces, cuando la suerte les era esquiva en la caza, las expediciones balleneras diversificaban sus esfuerzos y dirigían sus economías hacia el intercambio, eventualidad para la que los había preparado la experiencia: ésta les había enseñado a estar abiertos a otros campos diferentes a los vinculados a la ballena.

El gran cetáceo suscitaba las lógicas apetencias, de modo que era difícil evitar peleas entre los propios vecinos, entre los balleneros de diferentes puertos, e incluso entre la comunidad de balleneros y las autoridades concejiles; éstos, en general de extracción social más pudiente, pretendían sacar de la ballena la mayor ventaja al menor coste. La animadversión entre algunos puertos ha llegado hasta nuestros días, aunque hoy la liza se reduce a una pura competición deportiva, las traineras. Antiguamente, además del honor entraba en juego el beneficio económico, y las reglas sobre la titularidad o el aprovechamiento de la ballena siempre permitían interpretaciones a favor del más fuerte. En esta pelea, Bermeo se imponía tradicionalmente a Elantxobe, Getaria a Zarautz, y los balleneros donostiarras imponían su ley entre sus vecinos cuando encontraban algún resquicio para la disputa sobre las piezas cazadas.

Detrás del mundo ballenero, obviamente, estaba la comercialización de los productos obtenidos de la ballena. La carne de las piezas jóvenes se salaba y se vendía a los franceses, por lo visto menos exquisitos en sus gustos culinarios. El gran negocio provenía de la venta de la grasa, utilizada sobre todo para el alumbrado. Como de cada ballena se producían muchos miles de litros de saín, su comercialización animaba no sólo los puertos, sino los distintos puntos del recorrido del preciado producto rumbo a su destino definitivo. Las lonjas de los puertos disponían de grandes tinajas traídas desde Sevilla para almacenar la grasa, que cuando iba hacia la Meseta se cargaba en odres o pellejos, único modo para transportar el líquido elemento a lomo de mulas.

Un caso particular de este panorama lo constituía el puerto fluvial de Alzola, a diez km. de la desembocadura del Deba. Hasta este punto era posible transportar la grasa en barricas de doscientos litros, lo que se hacía utilizando largas barcas o chalupas que se denominaban alas o gallupas, que viajaban desafiando las corrientes y los riscos de las orillas. Alzola se convirtió en una inversión segura por el hecho de que, alejado de los peligros propios de la costa, ofrecía todas las ventajas que podía suministrar un puerto interior que, además, era un punto estratégico en las relaciones mercantiles entre el interior y el mar. Además, Alzola se situaba en medio del camino más corto entre Gasteiz y el Cantábrico, lo que contribuyó a convertir esta localidad en un punto de referencia obligado en el comercio y las rutas guipuzcoanas.

Alzola, Deba, Orio, Donostia, etc., se convirtieron en importantes centros de comercialización de la grasa de ballena. En torno a estos puntos claves se desarrollaba una actividad mercantil que daba vida a sus respectivas comunidades: lonjeros, aleros, trajineros, mercaderes, etc., obtenían beneficios de las pesquerías de la ballena. Si a esto añadimos los trabajos propios de la
transformación de la ballena en grasa, utilizando al efecto grandes calderas de cobre, o los que limpiaban las barbas de ballena, producto muy solicitado para la cosmética de la época, cerramos un panorama que completa el ciclo de la captura de la ballena, que se constituyó en un elemento clave para la economía vasca y el desarrollo de las poblaciones costeras.

La ballena cantábrica constituyó un importante hito en la consolidación de la sociedad vasca que. A partir del siglo XIII, la captura del cetáceo se convirtió en el elemento de referencia obligado para las comunidades costeras, identificadas en buena medida con el factor ballenero. Aunque este modo de vida desapareció hace mucho tiempo, y en buena medida había caído en el olvido, sirva esta contribución para reivindicar a los antepasados que con arrojo se lanzaron a conquistar el espacio marítimo, desafiando al imponente monstruo que lo vigilaba.


Fotografías: Enciclopedias Lur y Auñamendi

Euskonews & Media 113.zbk (2001 / 3 / 2-9)


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