Llamar
hoy, iniciado ya el siglo XXI, la atención sobre el cambio
de dirección en la filosofía es remarcar una constatación
bien asumida. Importa, sin embargo, precisar el sentido y alcance
de esa dirección. A mediados del siglo pasado era también
clara la percepción de una inflexión en el estilo
del pensamiento filosófico. Ferrater Mora aludió
a un "cambio de marcha en filosofía" y Rorty
acuñó el celebrado "giro lingüístico"
para referenciarlo (Ferrater Mora 1974, Rorty 1967). Ambos tenían
como objetivo testimoniar la emergencia y consolidación
de la filosofía analítica como hecho singular del
siglo XX.
1. Las dos grandes
corrientes filosóficas occidentales: filosofía analítica
y filosofía continental
La filosofía
analítica fija un estilo de hacer filosofía, no
un programa filosófico o un conjunto de tesis sustantivas.
Las figuras iniciadoras de la corriente analítica son Frege,
Russell, el primer Wittgenstein y G.E. Moore. Otras figuras relevantes,
a partir de los 40 o 50, son Carnap, Quine, Davidson, Kripke,
Dummett o Strawson. La filosofía analítica procura
claridad y precisión en el pensamiento, al modo como las
procuran también las ciencias naturales y formales. En
cierto sentido, la filosofía analítica proyecta
un estilo de trabajo próximo al paradigma de la investigación
en la ciencia natural: la búsqueda de pequeñas contribuciones
locales que permitan ir avanzando en la solución de problemas
reconocidos como tales por la comunidad de practicantes. Moulines
ha denominado al principio que rige ese estilo de filosofar como
"principio de las distinciones graduales": "son
filosóficamente relevantes las distinciones conceptuales
que atienden sólo a diferencias de grado y no a diferencias
absolutas en el objeto o dominio de estudio" (Moulines 1982,
32).
El estilo analítico
de filosofar, imperante en el ámbito anglosajón
y, en menor medida, en el europeo, está estrechamente vinculado
a los problemas filosóficos concernientes al lenguaje.
Tres motivos explican esta vinculación esencial con el
lenguaje:
(I) el hecho de que la lingüística
y otras ciencias humanas y sociales lograran a principios del
siglo XX el estatus de ciencia, alcanzando un prestigio comparable
al de las ciencias de la naturaleza;
(II) el hecho de que los filósofos
del siglo XX tomaran conciencia, de manera más acusada
que en otras etapas históricas, de que su medio de expresión
e instrumento de trabajo es el lenguaje, de tal forma que el
análisis y la reflexión sobre el lenguaje se concibieran
como las condiciones previas para un correcto planteamiento
de los problemas filosóficos; y
(III) el auge de la filosofía
del lenguaje y la filosofía de la ciencia, coetáneo
al de la lógica simbólica y a la aparición
de múltiples lenguajes artificiales, hizo necesaria la
reflexión sobre el sentido, los límites y las
condiciones de posibilidad del lenguaje.
La emergencia
de la filosofía analítica resituó frente
a ella a las corrientes tradicionales que, a falta de mejor designación,
se las ha congregado bajo el rótulo de la "filosofía
continental", predominante a lo largo del siglo pasado en
el continente europeo. Este conglomerado filosófico agrupa
a diversas corrientes -fundamentalmente sostenidas en filósofos
franceses y alemanes- que se sitúan en la herencia del
idealismo alemán, en Schopenhauer, Marx, Nietzsche, la
fenomenología, el existencialismo, la hermenéutica,
la filosofía crítica de la Escuela de Frankfurt,
el estructuralismo francés o el enfoque posmoderno de Derrida
y asociados. Esta filosofía es más literaria que
analítica en su estilo, con frecuencia más oscura
que la "precisa" filosofía analítica,
y, sobre todo, más próxima a los temas políticos
y culturales realmente presentes en cada momento, lo que le permite
producir tesis sustantivas sobre el momento histórico en
el que se desarrollan.
Hoy parece que,
tras décadas de enfrentamiento profesional e institucional
-que no en el ámbito de los problemas, en los que los propios
de una corriente han pasado inadvertidos para la otra -, ambos
estilos de trabajo filosófico podrían verse favorecidos
por las virtudes asociadas a cada una de ellos. Esta situación
está favorecida por dos condicionantes.
Una de carácter
metafilosófico: en nuestros días la filosofía
analítica, concebida en el sentido de un programa sustantivo
de investigación, está casi totalmente superada.
Han sido los propios analíticos quienes han sometido a
una crítica severa las tesis que caracterizaron la emergencia
de esa filosofía:
(a) la idea de que es posible distinguir
de manera esencial el trabajo de los filósofos del de
los científicos: por vía de consecuencia, la filosofía
queda caracterizada como disciplina de segundo nivel (Moulines
1982 ofrece un ejemplo de esa caracterización);
(b) la convicción de que
los filósofos tienen un método especial, a saber,
el análisis conceptual -"explicitación"
o "elucidación"- para resolver problemas (1);
y
(c) la tesis de que los problemas
filosóficos son esencialmente resolubles a priori (para
una crítica de esta tesis, véase Olivé
2000).
La otra condicionante
está motivada por una actitud común a las dos corrientes
mencionadas, bien que expresada en registros distintos: la revisión
crítica del concepto de racionalidad asociado a la modernidad.
El concepto moderno, cartesiano, de racionalidad, deriva de la
dicotomización de Descartes de la filosofía en una
filosofía teórica o abstracta y una filosofía
práctica. La primera se ocupa de la racionalidad
ideal; la segunda de las racionalidades contingentes concretas.
Este inflexión
en la concepción prevaleciente de la racionalidad, aunque
comienza a percibirse ahora de manera nítida, se enmarca
en un contexto histórico que tiene su origen en la crítica
que diversos autores y corrientes filosóficas (el pragmatismo
americano, singularmente) dirigen a la racionalidad cartesiana
a principios del siglo XX. Estos críticos comparten, de
diversa manera, la idea de la inadecuación del programa
cartesiano, esto es, del programa de búsqueda de un sistema
comprehensivo de conocimiento, basado en sistemas permanentes
y universales de principios generales. Por el contrario, lo que
hoy observamos en el panorama filosófico son sistemas de
creencias que, cada vez con mayor vigor, rehúyen de la
dicotomía cartesiana fundamentadora de la modernidad. Sistemas
que cuestionan los tópicos axiales de la modernidad: la
afirmación de la existencia de un método genuino
para la ciencia, la separación nítida entre verdad
"objetiva" y verdad "subjetiva", la disociación
neta entre hechos y valores (Putnam 1990). Esos sistemas han acabado
con la filosofía moderna.
2. La filosofía
moderna y el concepto cartesiano de racionalidad
La ambición
de Descartes, como la de Galileo, y en general, la ambición
que instaura la modernidad, tiene como paradigma cognitivo, por
un lado, las rigurosas demostraciones geométricas presentadas
por Platón como un ideal general de todo tipo de razonamiento,
y por otro lado, la comprensión teórica (la episteme
de los griegos) como estándar del conocimiento propio de
la investigación.
Tres podrían
ser los ejes principales que permitirían caracterizar la
racionalidad moderna instaurada en el siglo XVII:
- el fundacionismo no-falibilista,
esto es, el postulado de que se puede construir un sistema general
de creencias y de conocimiento (filosófico y científico)
omniabarcante a partir de enunciados indubitablemente verdaderos.
- el deductivismo, es decir, la
concepción regulativa del conocimiento como un sistema
deductivo de enunciados cuya verdad está asegurada por
pruebas.
- el transparentismo, o sea, la
idea de que el sistema de conocimiento puede expresarse siempre
en un lenguaje construido a partir de conceptos que expresan
ideas claras y distintas.
De la asunción
de estas tesis se infiere que el objetivo final de la investigación
es la obtención de una especie de conocimiento filosófico
y científico y de un sistema de creencias cuasidivino,
esto es, eterno, completo, absoluto y perfecto. Por supuesto Descartes
y los representantes de esta posición no pretenden estar
en posesión de ese conocimiento, pero lo postulan, al menos,
como objetivo perseguible "por el honor del espíritu humano"
(Descartes 1637).
A este enfoque
de la racionalidad pueden oponerse distintas líneas de
crítica. De hecho, a lo largo del presente siglo, el blanco
principal de los ataques ha sido el fundacionismo infalibilista.
Pocos son hoy quienes, tras las tesis falibilistas de Popper (Popper
1959), asumen la infalibilidad del conocimiento, incluso en sus
formas más elementales. Menos aún, por lo tanto,
quienes la postulan en relación a las formas de conocimiento
más complejas. Hoy es común la idea de que no existe
nada que nos asegure que ninguna de nuestras creencias y piezas
de conocimiento, teóricas, perceptuales o matemáticas
está libre de error. Las formas pervivientes de fundacionismo
han eliminado la componente infalibilista, a favor de un fundacionismo
falible. Incluso un filósofo popperiano como W. W. Bartley
propone reemplazar, en un registro muy próximo al posmodernista,
el justificacionismo fundamentista característico de la
modernidad por la crítica: nada puede ser justificado;
todo puede ser criticado (Bartley 1984).
Otra crítica
al racionalismo moderno de orientación cartesiana toma
como blanco de su ataque al deductivismo. El desarrollo de la
lógica y la matemática en el siglo XX ha tendido
a considerar este elemento del programa cartesiano como un ideal
cognitivo. De hecho, incluso en nuestros días, algunos
enfoques filosóficos consideran que la actividad conceptualizadora
en general debe establecerse según el paradigma de un sistema
deductivo. Pero hoy parece claro que este requerimiento sólo
puede establecerse de manera ideal. Otras formas no deductivistas
de razonamiento han sido propuestas en las filas analíticas
también como formas genuinas del razonamiento y de obtención
de verdades, de suerte que no parece plausible una actitud monista
en este aspecto. Sea como fuere, cada vez son más los filósofos
que asumen la idea de que puede conservarse una noción
de "verdad" concebida como "aquello que prevalece
en una confrontación libre y abierta", en el decir
del pragmatista Rorty, es decir, la idea de que la verdad es "nuestra
verdad", de que no puede ser universal sino sólo local
(Rorty 1997, pp. 35ss). Más aún, ya desde el "continental"
Duhem a principios de siglo (Duhem 1906), diversos enfoques aceptan
que incluso puedan coexistir temporalmente postulados contradictorios
en un mismo sistema local de creencias.
Las dos componentes
anteriores de la modernidad se acrisolan en torno a la tercera.
El transparentismo es, en efecto, el elemento central de la racionalidad
moderna, el que sostiene a los otros dos. No hay fundacionismo
o deductivismo sin la posibilidad de construir un lenguaje claro
y distinto. Por el contrario, podemos postular un lenguaje claro
y distinto sin presuponer la deductividad de un sistema.
De ahí
que el ataque más radical al racionalismo moderno cartesiano
es el dirigido contra la idea de que el conocimiento y las creencias
pueden formularse en un lenguaje cuyos términos expresen
ideas claras y distintas. Según Descartes una idea es clara
si y sólo si es captada de tal manera que se la reconozca
en todas sus ocurrencias; una idea es distinta si no contiene
nada que no sea claro. Esto es, una idea es percibida distintamente
si podemos dar una definición precisa de ella. Como los
pragmatistas mostraron ya a finales del siglo XIX, no es posible
identificar esas ideas. El significado de un término no
puede fijarse a menos que lo vinculemos con un dominio abierto
de la práctica, lo que lo convierte, necesariamente en
una entidad no-clara y no-distinta. Los términos son en
general imprecisos y complejos (Peirce 1877).
Me adelanto a
una posible línea de crítica. Alguien puede argumentar
que existe hoy un buen arsenal de instrumentos teóricos
para, justamente, eliminar o tratar al menos la vaguedad e indeterminación
de los conceptos. El análisis lógico sería
justamente uno de ellos. La aplicación del análisis
lógico a términos vagos y oscuros nos permitiría
entonces aproximar esos términos al ideal de las ideas
claras y distintas, de suerte que podría considerárselos
como una aproximación de un lenguaje formal ideal. La dificultad
de este enfoque radica en que la imprecisión y vaguedad
son esenciales a los términos. Los conceptos son imprecisos
y vagos debido a su naturaleza característicamente orientada
a la aplicación. (Más adelante explicitaré
que entiendo por naturaleza orientada a la aplicación).
Es decir, los conceptos son imprecisos porque están orientados
hacia el mundo. Esta idea no es capturable por la racionalidad
moderna cartesiana que distingue esencialmente entre el lenguaje
preciso y su aplicación al mundo. De este modo, el enfoque
cartesiano no alcanza a dar cuenta del conocimiento del lenguaje
y de la aplicación de éste al mundo.
De la afirmación
de las tres tesis constitutivas del racionalismo cartesiano se
deriva un enfoque dicotómico valorativo del conocimiento
y las creencias. El racionalismo moderno considera como esencialmente
diferentes el conocimiento teórico y el práctico.
Al primero es posible asociar, al menos en principio, las características
atribuidas al conocimiento perfecto. El conocimiento práctico,
sin embargo, se caracteriza por su carácter provisional.
En los asuntos prácticos no podemos sino manejarnos de
manera incompleta, heurística y estar preparados para aceptar
métodos de razonamiento y argumentación preliminares
e incluso defectuosos.
La filosofía
moderna ha fijado una tradición centrada de manera axial
en el conocimiento teórico y en sus aspectos epistémicos.
Frente al conocimiento teórico el conocimiento "aplicado"
resulta desvalorizado como objeto de estudio.
3. La filosofía
posmoderna contra la primacía de la racionalidad teórica
La filosofía
posmoderna invierte la primacía anteriormente establecida
entre la racionalidad teórica y la práctica. Así,
Rorty en su estrategia de exorcizar el peligro relativista, distingue
entre (I) un relativismo generado por la concepción de
la verdad como imagen especular; (II) un relativismo generado
por una concepción equívoca de la verdad; y (III)
un relativismo generado por la praxis del grupo, un relativismo
antirelativista. Pues bien, Rorty pretende refutar el relativismo
(I) reemplazando el conocimiento concebido como imagen especular
por la praxis (2).
Nótese,
sin embargo, que esta propuesta permanece prisionera de la dicotomía
cartesiana entre la teoría y la práctica. El mismo
Rorty podría explotar mejor las consecuencias del hecho
de que las prácticas reales cognoscitivas y nuestras creencias
involucran mecanismos más complejos e irreductibles a esa
dicotomización. Así, por ejemplo, abre nuevas vías
cuando acepta la versión (III) del relativismo que adopta
la noción de verdad en una acepción débil:
"verdad objetiva" es, nos dice Rorty, sinónimo
de la "mejor idea" que poseemos sobre el modo de
explicar lo que ocurre o es el caso.
Esta postura
nos aproxima a Aristóteles. Aristóteles distinguía
entre los juicios teóricos que son universales y atemporales
y los juicios prácticos que son relevantes para un determinado
momento y lugar. La teoría es el dominio de la episteme,
es decir, de la comprensión teórica. La práctica
descansa en la phrónesis, en la percepción
local, no universal, de las situaciones. El conocimiento, la creencia,
es siempre conocimiento de las circunstancias presentes en cada
caso, de la combinación prudente entre las constricciones
ideales y las condiciones concretas.
No existe, pues,
un conocimiento aplicado. Más bien, todo conocimiento está
orientado a la aplicación -porque no existe conocimiento
sin phrónesis-, bien que de manera diversa. La diversidad
de esta orientación no es esencialmente distinta. La cuestión
entonces es que, en una determinada situación, nuestra
capacidad cognitiva y argumentativa es limitada, y por lo tanto
la creencia (la teoría o el conocimiento) que ha de fijar
la base para nuestra acción aplicativa está determinada
por una decisión -aquí es irrelevante si esa decisión
es individual o comunitaria-.
La perspectiva
que aquí se abre pretende tomar en serio el carácter
situado de la actividad cognoscitiva en general. Esta produce
no entidades teóricas o sistemas de creencias descontextualizadas
o no-situadas, sino entidades situadas en diferentes formas de
prácticas y actividades. El sentido de esas entidades y
la relación entre ellas no es sólo materia formal
para la la lógica, la epistemología o el análisis
filosófico; importa también a la historia y la sociología
y se traducen en cuestiones sustantivas que emergen en una situación
concreta.
Este hecho es
relevante para la filosofía actual. A diferencia de las
propuestas posmodernas como la de Rorty, el problema central no
se plantea en la reflexión sobre la praxis, esto es, en
la determinación de la primacía del objeto de estudio
filosófico en las prácticas, en establecer teorías
explícitas de esas prácticas. En tal caso se terminaría
asumiendo la tradición moderna de subordinación
de la práctica a la teoría. El planteamiento nuclear
de la filosofía post-posmoderna, por el contrario, asume
que en las prácticas cognoscitivas sustanciales la apelación
a la teoría, a los valores que rigen fácticamente
las prácticas, a los objetivos que éstas persiguen,
etc. son, entre otras más, formas de razonamiento práctico,
phronésico, en el sentido de Aristóteles.
En consecuencia, la teoría, los valores y los fines toman
su lugar en el mundo que las prácticas configuran (Toulmin
1997). La filosofía debe prestar atención a formas
integrales, teórico-prácticas, de racionalidad.
4. Ecumenismo
filosófico: el deseable encuentro de las filosofías
analítica y continental
El posmodernismo
es actualmente una de las expresiones más exitosas de la
filosofía continental. El término "posmoderno"
aparece en el campo de la crítica literaria y artística
de los años 70 en los Estados Unidos y se aplica posteriormente,
en el campo de la filosofía, en el título de la
obra de Lyotard (Lyotard 1979), para caracterizar el rechazo de
los fundamentos y la negación de la escatología.
Muchos posmodernistas sostienen hoy un relativismo crudo basado
en la idea de la inconmensurabilidad de las creencias y derivando
de ello la imposibilidad de someterlas a comparación y
discusión. A este relativismo se han opuesto muchas líneas
de crítica y no entraremos aquí a detallarlas (Valdecantos
1999)
Pero la filosofía
posmoderna actual ha incorporado aspectos interesantes al acervo
filosófico general: el énfasis en la desustancialización
de los conceptos y su sustitución por la relacionalidad,
la relativización, la tolerancia y el reemplazo de la Razón
por la actividad de dar razones. Por supuesto, otras corrientes
filosóficas también asumen estos rasgos, pero en
la filosofía posmoderna ellos se visualizan de manera prevaleciente
y ofrecen un buen punto de partida para superar la dicotomía
cartesiana entre la teoría y la práctica. ¿Cuáles
son entonces las razones de tanta resistencia a asumir la postura
posmoderna? Su contribución a la filosofía se encuentra
reducida por planteamientos oscurantistas y la utilización,
con frecuencia, de conceptos carentes de sentido (Bricmont y Sokal
1997).
La filosofía
post-posmoderna, la del siglo recién iniciado, se establece
en el riel de la Aufhebung del par teoría/práctica,
de la esencial distinción entre cuestiones definicionales
(abstractas y generales) y cuestiones sustantivas (concretas y
locales). Las primeras han sido objeto preferente de las corrientes
analíticas; las segundas lo son de la filosofía
continental y, singularmente, de las corrientes posmodernistas.
La filosofía post-posmoderna del siglo XXI comienza allí
donde lo posmoderno se repliega y se clausura, para dar continuidad
a una doble tradición: la tradición de Platón,
Aristóteles, Hume y Kant de plantear cuestiones, clarificar
el sentido, desarrollar y criticar argumentos, ideas y puntos
de vista, revisando, discutiendo y matizando a otros filósofos,
tradición que perdura en el estilo de trabajo de la filosofía
analítica actual (Burge 1992, 51); y la tradición
de la filosofía continental que dispone del arsenal de
tesis sustantivas (sobre la cultura, la política, la moral,
el arte, etc.) de las que carece la corriente analítica
y que tienen su mayor vigor en el posmodernismo. Son esas tesis
sustantivas las que ofrecen "modos de ver las cosas"
que procuran las formas de razonamiento phronésico
necesario para conocer nuestro mundo, no al modo de las deducciones
formales sino en sus situaciones concretas.
Referencias
bibliográficas
- Bartley III, W. W., 1984,
The Retreat to Commitment, La Salle, Ill., Open
Court, 2ª ed.
- Bricmont, J., Sokal, A.,
1997, Imposturas intelectuales, Barcelona, Paidós,
1999.
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of Language and Mind: 1950-1999", Philosophical
Review 101.
- Descartes, R., 1637, Discurso
del método, Madrid, Espasa-Calpe, 1999.
- Duhem, P., 1906, La
théorie physique - son objet, sa structure,
Paris, Vrin, 1993, 2ª ed.
- Ferrater Mora, J., 1974,
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- Ibarra, A., Mormann, T,
1992, "L’explication en tant que généralisation
théorique", Dialectica 46, 151-168.
- Lyotard, J. F., 1979, La
condition postmoderne: rapport sur le savoir, Paris,
Les Editions de Minuit.
- Moulines, C. U., 1982,
Exploraciones metacientíficas, Madrid, Alianza.
- Olivé, L., 2000,
El bien, el mal y la razón, México,
Paidós.
- Peirce, C. S., 1877, "Cómo
hacer claras nuestras ideas", en J. Vericat (ed.),
El hombre, un signo. El pragmatismo de Peirce,
Barcelona, Crítica, 1988.
- Popper, K. R., 1959, La
lógica de la investigación científica,
Madrid, Tecnos, 1977.
- Putnam, H., 1990, Realism
with a Human Face, Cambridge, Ma., Harvard University
Press.
- Rorty, R. (ed,), 1967,
El giro lingüístico: dificultades metafilosóficas
de la filosofía lingüística, Barcelona,
Paidós, 1990.
- Rorty, R., 1997, ¿Esperanza
o conocimiento? Una introducción al pragmatismo,
Buenos Aires, FCE.
- Toulmin, S., 1997, "The
Primacy of Practice: Medicine and Postmodernism", en R.
A. Carson, C. R. Burns (eds.), Philosophy of Medicine
and Bioethics, Dordrecht, Kluwer, 41-53.
- Valdecantos, A., 1999,
Contra el relativismo, Madrid, Visor.
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(1)
Sobre las distintas formas de concebir este análisis conceptual
y las insuficiencias de la elucidación más estrictamente
analítica ofrecida por Carnap, puede verse Ibarra/Mormann
(1992). (VOLVER)
(2) De hecho no existe el "conocimiento",
según Rorty. "Existe", sencillamente, el proceso
de justificar las creencias ante la audiencia" (Rorty 1997,
p. 32). (VOLVER)
Andoni Ibarra, Unidad de Filosofía
de la Ciencia-UPV/EHU-CSIC-Donostia
E-mail:ylpibuna@sf.ehu.es
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