Durante
los siglos altomedievales Vasconia se muestra heterogénea
en lo político y en lo eclesiástico, aunque partía
de un mismo sedimento cultural, para cuyo análisis carecemos
de fuentes propias fidedignas, como ya lo recordó J.M.
Lacarra, viéndonos en la necesidad de tener que acudir
a fuentes narrativas escritas por gentes foráneas, nula
o escasamente conocedoras de la cultura, concretamente de la lengua,
y de la vida en el interior del país.
Un pueblo de bárbaro
lenguaje El clérigo
francés Aimeric Picaud elaboraba hacia el año 1139
el quinto libro del Liber Sancti Jacobi, una guía
para los peregrinos franceses que seguían el Camino de
Santiago. Esta obra, reflejo de su experiencia personal y erudito
saber, describía el tránsito del peregrino de Parthenay-le-Vieux
por las tierras de habla vasca hacia 1132. Su relato describe
los atropellos a los que eran sometidos los peregrinos por los
lugareños de ambas vertientes del Pirineo, fruto sin duda
de la paupérrima economía de la región, y
las escenas rudas y poco ortodoxas, comunes por otra parte a toda
la sociedad rural de la época. Aquellas gentes de lengua
bárbara, es decir, no románica, eran
parecidos en todo, salvo en el color de la piel, más
clara en los vascli del norte, a diferencia de los navarri
del sur. Los navarros mantenían rasgos morales depravados
en algunas de sus regiones como Bizkaia y Álava. Picaud,
además de describir una realidad étnico-cultural,
mostraba una diferenciación social del territorio, tornándose
sus palabras en halagos al referirse a los núcleos burgueses
francos insertados entre los navarros. Esta percepción
foránea recogía el temprano etnónimo de Nabarrus
o Navarrus, dándole un significado social equivalente
al arator, tal y como lo percibieron sutilmente los analistas
carolingios a finales del siglo VIII.
A mediados de la
siguiente centuria aquella realidad social de los navarri
se refería también a su universo lingüístico,
como lo reflejan los dos duces Navarrorum que comparecieron
ante Carlos el Calvo y que representarían a pamploneses
y gascones de análoga base socio-lingüística.
La acepción francesa [terra] Navarra acabó
como indicador del espacio político pamplonés, pasando
el corónimo hacia finales del siglo XI al territorio controlado
por la monarquía y los obispos de Pamplona, donde hacia
1162 y bajo Sancho el Sabio se adoptaría como denominación
definitiva del reino. El carácter étnico-social
y lingüístico de los habitantes de la vieja Iruñea
bautizaría a su vez a la ciudad de la Navarrería,
cuando ésta tuvo que diferenciarse del nuevo burgo de San
Cernin a finales del siglo XI y luego de la población de
San Nicolás.
Durante los siglos
XII y XIII navarro equivalía a euskaldún.
Lo hemos visto en Aimeric Picaud, pero la equivalencia se observa
también en una concordia sobre bustalizas, en la que los
jefes de los pastores de ganado son llamados en lingua navarrorum,
Unamaizter et Buruzagi (1167). Durante esta época el
gentilicio navarro entrañaba también connotaciones
lingüísticas en textos de aforamiento de villas, algo
que tendría su equivalente siglos después en el
Fuero General, donde navarro y vascongado aparecerán
como términos equivalentes ("Dice navarro gaizes berme;
dice bascongado erret bide"). Esa misma concordancia
debía subyacer en la mentalidad de algunos pobladores de
la Ribera en el siglo XIII, cuando los de Peralta decían
que García Elihart y Sancia Zuria -de indicadores personales
eminentemente vascongados- venían de Navarra. De
la misma manera, Tudela envió mensajeros a Teobaldo I,
citándolos como los homes que fueron a Navarra.
Desde los "scriptoria"
monásticos y regios también consideraban al euskera
rusticum vocabulum (1045), lingua vulgalis (1051)
o vulgare eloquium. En aquellos receptáculos de
la cultura latina se desarrollaban los saberes de la cultura cristiana
europeo-occidental. Por su parte, el elemento poblacional más
numeroso vivía en su universo monolingüe vasco. Así
lo vio el cronista musulmán, Al-Himyari, que en su descripción
de la campaña de Abd al-Rahmán III contra Banbaluna
(924), dibujaba un paisaje de altas montañas y valles profundos,
donde habitaban gentes pobres y subalimentadas. La mayoría
de ellos hablaba vasco (bashkunis), lo que les hacía
incomprensibles.
En aquel siglo X
emergía con fuerza el romance, heredero del latín
y localizado en la zona suroccidental del reino, los cursos bajos
del Ega, Arga y Aragón, y en una estrecha franja desde
Cáseda hasta el entorno legerense. Esta nueva lengua fue
ganando terreno a la lengua indígena hasta el siglo XIII,
cuando todavía eran vascohablantes las localidades de la
Valdorba hasta Carcastillo, Murillo el Fruto y Ujué.
Conviviendo con
la lengua de las elites Aquella
Vasconia cristiana y monolingüe cuya lengua natural y entonces
mayoritaria era el vascuence y en una pequeña porción
de su territorio el romance, daba paso al bilingüismo o multilingüismo
en el caso de las minorías letradas, conocedoras del latín.
La lengua universal de la iglesia daría paso más
adelante a los romances como lenguas de la administración
y literarias. El vascuence tendría que esperar hasta el
siglo XVI para que comenzara, salvo raras excepciones en anotaciones
a documentos medievales y toponímicos, su andadura como
lengua escrita. El latín y los romances fueron por lo tanto
las lenguas del saber, de las minorías cultas y de la administración
oficial, tanto civil como eclesiástica. Pero aquellos grupos
también debían de conocer la lengua de los collazos
y siervos. Apenas conservamos testimonios altomedievales, aunque
sabemos que a partir del siglo XIII eran al parecer vascongados
prelados como el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada y empleados
de la corte real.
En los siglos altomedievales
los focos del saber de la Europa occidental estaban circunscritos
a los centros monásticos. En los cenobios de Vasconia asistimos
a un aparente monolingüismo latino, convertido en bilingüismo
latino-romance a partir del siglo X, aunque este panorama en modo
alguno significase un desconocimiento de la lengua de la tierra
que los albergaba. El mismo entorno legerense, cuna del romance
navarro, muestra, a través de su documentación del
siglo XII, el conocimiento de la lingua navarrorum, de
cuya presencia no pueden sustraerse siquiera en voces y frases
intercaladas en el texto de algunos documentos. Dos centurias
atrás se escribieron en el monasterio de San Millán
de la Cogolla (La Rioja) unas frases al margen de un libro de
predicación (izioqui dugu; guec ajutu ez dugu).
Estas glosas, de las que se han ofrecido diferentes versiones,
reflejan la existencia de una comunidad de miembros vascohablantes
en este centro monástico de la órbita pamplonesa
que vieron la necesidad de acompañar el texto latino del
códice con su correspondiente versión romance.
BIBLIOGRAFÍA
FUNDAMENTAL
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Roldán Jimeno Aranguren, historiador |