A la virgen de
Zikuñaga que estaba en la carretera de Hernani a Goizueta,
llevamos a una hija nuestra de tres años que no hablaba.
Una mujer que era del caserío de al
lado de la ermita le dio vueltas en el altar de la iglesia.
Luego ofrecimos una misa y le dimos propina a la mujer. La niña
al poco de pasar esto habló (1)
A la ermita
de Santiago (Astigarraga) iban las mujeres que
sus hijos tenían mucho llanto. Al lado de la ermita había
una casa y una mujer de esta casa limpiaba la ermita. Ella misma
para curar a los niños les ponía sobre el altar
y les daba vueltas (2)
En Zarauz a la ermita de San
Pelayo llevaban a los niños llorones o
en general enfermos, se les ponía sobre el altar, se rezaban
unas oraciones y se dejaba limosna (3)
En Motrico,
en San Jerónimo de Mijoa, contra la
eneuresis, ponen al niño sobre el altar, si es crecido
lo ponen sentado y rezan oraciones y ofrendan velas (4)
Estos
testimonios, que parecen casos particulares y episodios aislados
de la cotidianidad, se han venido repitiendo en el tiempo y en
el espacio de nuestra cultura, en el dominio de las ermitas y
de los santuarios. Todos ellos expresan un tipo de respuesta a
los problemas habituales de la fragilidad de la vida, condensada
en una práctica de protección ritual que ha formado
parte de una serie de revestimientos mágico-religiosos,
realizados con los niños en los primeros años de
su vida. Pero además, la suma de todos ellos, revela una
corriente de pensamiento, una visión de la vida y una determinada
actitud ante la urgencia existencial.
En este artículo se aborda
el ritual de rodadura sobre el altar como una de las prácticas
rituales realizadas en el País Vasco con los niños
en los primeros años de su vida, para asegurar el correcto
desarrollo de las fases de su crecimiento.
El ritual de la rodadura de niños
sobre el altar, está documentado en Europa desde el siglo
XV, y en un principio se realizaba tras la ceremonia del bautismo
y en ausencia del sacerdote, como modo de cerciorarse de la calidad
de los sentidos de las criaturas, para fortificarles el cuerpo
y evitarles finalmente otros males. Procedimiento que con el tiempo
derivaría tal y como se ha conocido o como nos lo han relatado,
en práctica para atajar el llanto infantil, la falta de
habla, los desarreglos en el sueño, las dificultades al
andar y otros problemas, y que ha estado vigente en el siglo XX.
A grandes rasgos,
podemos decir que el ritual en sí, expresa un tipo de respuesta
a los problemas cotidianos, traducida en un acto propiciatorio
que comporta un claro simbolismo de purificación y que
como otras prácticas de curación (rodeo a las iglesias
o a los altares, pasar por debajo de las andas de la imagen del
santo...) revela una estructura de pensamiento según la
cual el contacto establece relaciones misteriosas entre las cosas,
de la misma manera que la fórmula, el gesto y el símbolo
aparecen dotados de una fuerza especial.
El ritual de rodadura
se ha realizado en las ermitas y en la mayoría de los casos
ha sido ejecutado por las seroras de estos santuarios. Sin embargo
al amparo de las ermitas, han sido varias las prácticas
realizadas con niños sobre el altar, no solo la rodadura,
sino también la llamada ofrenda, ofrecimiento o presentación
de los niños, consistente en colocar al niño sobre
el altar, sentado o tumbado; o bien relacionado con el altar,
el rodeo de niños (y adultos) al mismo.
Las secuencias básicas de
este ritual son:
- Colocar al niño sobre el
altar
- Darle la serora vueltas sobre
éste hacia un lado y hacia otro
- Rezo de oraciones
- Ofrecimiento-pago por parte de
los padres (casi siempre la madre) de limosna, una misa, velas
o aceite para la lámpara.
Intentando ir algo
más allá de la descripción etnográfica
y tratando de dotar al tema de cierto, aunque escaso, marco teórico
para comprender desde otra óptica el fenómeno, en
primer lugar, he recogido la relación de aquellas ermitas
guipuzcoanas en las que hay constancia de que se haya celebrado
el ritual, constatando en ellas diferentes titulares y advocaciones.
Si tenemos en cuenta además que el santo o titular de estas
ermitas no interviene en el rito, podemos decir que las virtudes
genéricas de los patronos-as no es importante aquí
y que su tutela daría un refuerzo a lo ya de por sí
sagrado y numinoso que tiene la ermita.
La asistencia a las
ermitas de madres con niños aquejados de problemas para
rogar por su salud ha sido y es, aunque cada vez menos, práctica
común. Sin embargo muchas de aquellas no disponen de ningún
ritual. Estos ocurren en algunos de estos santuarios y parece
ser una "especialización" de los mismos en este
tipo de casos, y en los que aparece la serora.
Cabe preguntarse
entonces, si es el santuario más determinante que el titular
y si lo importante sería la singularidad de cada lugar;
la ermita considerada como centro de culto de una vecindad, que
es tanto como preguntarnos por el espacio, y en todo caso, si
resulta determinante la voluntad de las seroras.
Este es el segundo
paso a tratar: espacio y actores del ritual.
La ermita está
considerada como un aglutinante y referente en un medio de poblamiento
rural y disperso, alejado de lo urbano y ubicado en el paisaje
de lo remoto. Un conjunto dentro de los sistemas social y religioso
que desarrollan en este espacio su propio ceremonial: como las
celebraciones religiosas de culto comunitario y de devoción
libre; las sociales como asambleas populares, juegos, diversiones,
fiestas... ; y las económicas: transacciones, ferias, trabajos
en auzolan y relaciones de carácter asistencial, entre
las que cabría el servicio de la serora a sus convecinos.
En la ermita y durante
la acción ritual, convergen la vida real y la imaginativa;
lo que se es y lo que se desea ser, exceder el espacio profano
y la condición humana en un lugar sagrado, para recibir
el don de la salud. Espacio en el que opera la serora, intermediaria
de exploración de esa otra dimensión, la imaginada,
y privilegiada mediadora entre los paisajes físico y conceptual.
La figura de la serora
y su quehacer en este ritual, ha sido contemplada como exponente
de la religiosidad popular imbricada en el culto oficial de la
Iglesia, atendiendo al significado de su figura dentro de la estructura
de la sociedad. Un elemento subordinado en la vida institucional
religiosa, pero indispensable, relegada a tareas marginales, pero
esenciales para la supervivencia, como lo es su presencia en los
casos relacionados con la renovación de la vida.
Y perteneciente a
un dominio extraño, entre la dialéctica del grupo
y del individuo, entre el rito externo, y lo espontáneo
y la íntima creencia.
Por un lado es portadora
de un estilo de ideas, valores y normas, impreso por la Iglesia,
que le ha conferido una visión del mundo y del sentido
que en éste le corresponde. Comparte con aquella un sistema
de estructuras mentales comunes, a veces ambiguas y equívocas,
eso sí, que en definitiva reproducen el discurso oficial,
simplificado en un ritual privado, como el de la rodadura, que
resulta una teatralización de la vida religiosa colectiva,
donde ella es la oficiante de un paraliturgia que reproduce aquella
que se celebra en el otro paisaje (hablábamos del físico
y del conceptual), allá abajo, el de la urbe y la parroquia.
Pero por otro lado,
cabe preguntarse si desde esta posición, además
de reproducir, la serora ha sido capaz de aportar y de reinterpretar,
esto es, de recrear y transformar.
Las
pocas seroras que he podido conocer y en su caso lo que de ellas
relatan sus descendientes y sus clientes, muestran a una fervorosas
creyentes con un gran respeto por la institución religiosa
y sus jerarquías; poco dadas desde su ánimo a perversiones
o transgresiones dogmáticas, pero dotadas de una devoción
maravillada por la realidad sagrada más amplia; asi como
de un poder de recreación de las formas/fórmulas
litúrgicas y de la imaginación para recombinar las
limitadas secuencias rituales.
Veamos las aportaciones
de una de estas seroras, de la ermita de Santiago de Astigarraga,
ya fallecida y última serora, a apartir de las secuencias
básicas del ritual de rodadura
"A la ermita de Santiago
se llevaba a los niños de mucho llanto. Se llevaba al niño
y allí se le acostaba sobre el altar donde la mujer le
daba vueltas. Le hacía además la señal de
la cruz ("aitaren, semearen eta espiritusantuaren amen") y le
daba un beso. Las madres de los niños, por su parte, llevaba
aceite que dejaban en la misma ermita depositándolo en
unos vasos donde ardían las mariposas de las velas. Después
tomaban del aceite que ardía una cucharada, con una cucharilla
que allí había y lo llevaban a
casa. En la casa durante nueve días, había que frotarle
al niño con este aceite en el ombligo, haciéndole
sobre el mismo una cruz si era niño y frotando de otra
manera si era niña. Tras los nueve días, el aceite
que sobraba, se echaba tras el fuego, beheko sue atzetik" (5)
Parece claro que
en este ritual, la ceremonia realizada por la serora con sus aportaciones
subjetivas, no proviene de una reflexión teológica,
sino del conjunto de convicciones que están enraizadas
en el sustrato del alma humana, convicciones refractarias a la
manipulación exterior y tenazmente persistentes.
Operando con la inherente
capacidad simbólica e interpretativa de la mente humana,
conjugando religión y técnica, las seroras efectúan
una suerte de representación subjetiva, el ritual, y ejerciendo
un equivalente al bautismo con agua en este bautismo con piedra.
Convirtiendo el acto o serie de actos del rito en un sentido.
De esta manera podríamos hablar de interpretar el mundo,
pues cada acto de recreación de estas mujeres dibuja un
nuevo perfil de la realidad o bien trae a revisión algo
de ésta.
1.
I. Gorriti (1921) y J. L. Ayerza (1920), de Astigarraga, entrevistados
en 1996 en esta localidad (VOLVER)
2. M.D. Arruabarrena
(1919) de Astigarraga, entrevistada en 1996 en esta localidad.
(VOLVER)
3. Aguirre Sorondo
y Lizarralde, 2000: 383 (VOLVER)
4. Arregi, G., 1999:343
(VOLVER)
5.
I. Gorriti (1921) Astigarraga (VOLVER) |