En
las postrimerías del siglo XIX, Bilbao se había
convertido en un importante centro financiero e industrial. Este
desarrollo económico vino acompañado de un fuerte
incremento poblacional de la villa, en la que las clases populares
fueron asentándose en los barrios periféricos de
la misma. Este nuevo grupo social, que a la par que se estaba
consolidando iba forjando sus señas de identidad, buscaba
modos y lugares alternativos de esparcimiento. Mientras que plazas,
parques, paseos, tabernas, fondas y cantinas recogían los
momentos de asueto diario, los días de descanso bien por
ser domingo o fiesta de guardar, permitían a los bilbaínos
alejarse del perímetro urbano de Bilbao. A través
de diversos paseos y caminos podían acercarse hasta los
montes que rodeaban esta villa e, incluso, gracias a la configuración
de una nutrida red de comunicaciones comarcales y provinciales,
no faltaban excursionistas que se aventuraban hasta las playas
u otros lugares de entretenimiento más distantes de la
capital vizcaína.
En
las cercanías de Bilbao, en los aledaños de los
montes que la rodeaban, se encontraban los chacolíes,
centros de encuentro gastronómico donde se ponía
de manifiesto el carácter bilbaíno dado al buen
comer y también al buen beber. A veces, chacolíes
y tabernas se venían a confundir, en especial dentro del
término urbano de Bilbao. Por definición, los chacolíes
eran aquellos lugares en los que además de degustar la
variedad de vino que les daba nombre, el chacolí,
se acompañaba esta bebida con una no muy variada pero sí
suculenta comida. La producción de este tipo de vino se
centraba básicamente en Vizcaya y su principal centro de
consumo era Bilbao, que por algo a los naturales de esta villa
se les llamaba chimbos y chacolineros a la vez.
En efecto, el chacolí
era el vino vizcaíno por excelencia y se producía
en Baquio, Busturia, Las Encartaciones, Deusto y Begoña.
Los chacolíes de Baquio y de Busturia eran de una excelente
calidad y sus productores, después de una esmerada elaboración,
los embotellaban y envasaban en pequeños barriles para
venderlo a buen precio a los particulares de Bilbao. En Las Encartaciones
se producía el chacolí ojo de gallo que era
considerado de una categoría excepcional. La mayor parte
de esta cosecha la guardaban para sí sus propios recolectores
que eran casi todos ellos indianos que habían regresado
de las Américas. Por último, el chacolí procedente
de Deusto y Begoña era el que se destinaba para el consumo
en los chacolíes de Bilbao. Abundaban los cosecheros de
este caldo en las dos anteiglesias anteriormente citadas: Satarninchu,
Trauco, Tutulu, Caballuco, Matico,
Domingochu, Patillas, Cuatrero, Zurbarán,
Isidro, Carizar, Pastela y Atalandio
eran algunos de los nombres de un elevado número de productores
que se afanaban en abastecer la cada vez mayor demanda por parte
de los chacolineros bilbaínos.
Los chacolíes
de Bilbao, además de ser un punto de encuentro para los
naturales de esta villa, formaban parte de la cultura popular.
Había una cancioncilla que resume toda la esencia de estos
lugares y que decía así:
Los bilbainitos
en el verano chacolí gorri
(1) suelen beber;
bajo la parra
merluza frita
macallao (2)
salsa
suelen comer.
Por lo general, los
bilbaínos se acercaban a los chacolíes los domingos
y días de fiesta, cuando los rigores del tiempo remitían
y se podía estar al raso de la noche deleitándose
con una magnífica cena acompañada con una no menos
exquisita bebida. Los chacolíes se ubicaban en el entorno
de Bilbao, en Begoña, Deusto y Albia, y entre los más
conocidos se encontraban: El Amparo chiquito y grande,
Pulcha, Muñagorri, Chaquilante,
Leguina, La puerta roja y Luqui. El programa
festivo transcurría del siguiente modo: por la mañana,
después de misa, se acudía a los chacolíes,
donde chistus y atabales amenizaban las romerías que se
organizaban en las campas de los caseríos. Se comía
y se bebía, y de nuevo se entregaban los chacolineros a
la danza hasta la hora de la merienda, en la que otra vez se hacía
acopio de fuerzas.
Las cazuelas de merlusita
o de cordero constituían la base culinaria de tales eventos
gastronómico-festivos. La merluza, en salsa con guisantes
(arbejas) y espárragos haciendo fil-fil, y también
albardada (frita), era la reina culinaria de los chacolíes.
Además, la carta gastronómica se podía diversificar
con bacalao con aceite o con un substancioso guiso con patatas.
Esta sencillez culinaria no reducía el encanto que sentían
los bilbaínos por los chacolíes y, de este modo,
surgió la figura popular de los chacolineros, auténticos
expertos en chacolí y entre los que surgieron tipos tan
famosos que crearon una fauna urbana de imborrable recuerdo.
El chacolinero de
pura sangre era aquel que consideraba que el mayor placer de todos
era el de estar sentado al lado de la barrica y que no vivía
más que para deleitarse con este néctar. Había
también quien opinaba que el chacolí era el mejor
tónico curativo del mundo y que, además, no había
mejor receta para evitar la penosa y larga convalecencia de cualquier
enfermedad aguda. La dosis, dos tragos diarios de esta medicina.
No faltaban los asiduos
a los chacolíes, los cuales no dudaban en subir bajo cualquier
condición climatológica hasta el más alejado
de los caseríos. Entre estos, los había que no se
acordaban más que de ir al caserío que por turno
le correspondía expender el chacolí. El ritual de
la cata de esta bebida era cosa de iniciados en la materia y el
lenguaje y expresiones empleadas eran inteligibles para cualquier
profano. Desde el primer sorbo hasta que apuraban la última
gota del vaso, iban analizando todas las características
y matices del chacolí que estaban degustando. Por supuesto,
ni que decir tiene, el chacolí que en esos momentos estaban
saboreando era el mejor de la temporada.
También los
había que por efecto de chacolí se convertían
en fornidos Hércules que no dudaban en hacer alarde de
sus poderes, levantando objetos de bastante peso y saltando muchas
munas. No escaseaban, tampoco, aquellos a los que los vapores
del chacolí les hacían más locuaces y les
transmutaban en versados oradores espontáneos que animaban,
más si cabe, el ambiente que reinaba en estos locales.
Para finalizar, entre
un colectivo tan singularizado como el de los chacolineros los
rituales eran algo inevitable. Por ejemplo, era costumbre entre
los chacolineros de honda raigambre ofrecerse mutuamente un vasito
de chacolí y, al aceptar el ofrecimiento, mojar nada más
que los labios. Otro rito también consistía en que
antes de abandonar el caserío donde expendían el
chacolí, sacar medio vaso para la espuela, y a menudo
repetían tantas veces esta procedimiento que la moscorra
que se cogían les dejaba bien entonados para el resto de
la jornada (3).
Este ha sido a grandes
rasgos un esbozo de lo que fueron los chacolíes
en el Bilbao de finales del siglo XIX. Estos enclaves, además
de ser un lugar de esparcimiento para los bilbaínos, fueron
también el eje de un modo de entender la vida que les permitía
a los chacolineros escaparse del mecanicismo que se apoderaba
de los nuevos tiempos para entrar en comunión con la vertiente
bucólica de sus ancestros.
(1) Chacolí
rojo. (VOLVER)
(2) Bacalao. (VOLVER)
(3) El Noticiero Bilbaíno, días 9,
20 y 31 de marzo y 13 de abril de 1890; 13 de septiembre de 1895.
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Olga Macías, Euskal Herriko
Unibertsitatea-Universidad del País Vasco |