Los
rituales mortuorios en Euskal Herria |
Antxon
Aguirre Sorondo |
Para
la festividad del uno de noviembre, día de Todos los Santos,
me han pedido unas líneas para esta revista sobre el tema.
Por ello traigo aquí unos folios que preparé para
unas jornadas que con el tema central de los ritos mortuorios
organizó Eusko Ikaskuntza en 1995. Su contenido poco podrá
enseñar a los más versados, pero quizás sirva
a alguno para comprender mejor nuestros ancestrales "ritos
de paso".
En
la vida cotidiana de nuestros caseríos, todas y cada una
de las actividades del ritual mortuorio estaban perfectamente
preceptuadas. Comenzando desde el momento de la agonía:
ya con los estertores, se llamaba al cura y al sacristán,
al primero para que acudiera de inmediato a dar el viático
y al segundo para que tañera a agonía -toque denominado
agoniko kanpaia-.
Atención
especial merece la descripción del recorrido que el sacerdote
hacía entre la iglesia y el caserío, que no podía
ser cualquiera, sino sólo el consuetudinario para estos
casos, llamado hil-bidea (camino de muerto), korputz-bidea
(camino de cuerpo) o también anda-bidea (camino
de andas o parihuelas). Cada caserío tenía su propio
hil-bidea que lo unía con la iglesia, ni más
corto ni más cómodo que los demás, sino tan
sólo tradicional y en cierto modo también hipostasiado
por la costumbre. Pero es que, además, todo aquel camino
por el que pasara el viático o una conducción mortuoria
se convertía por ley no escrita en camino público,
y en consecuencia no podía cultivarse ni cercarse. Se entenderá,
pues, que los propietarios de los terrenos lindantes al hil-bidea
vigilaran sin perder detalle las evoluciones de la comitiva, no
fuera que por una razón u otra penetrara en sus tierras,
volviéndolas automáticamente baldías.
Al
paso del viático, los vecinos se arrodillaban y descubrían.
Si la casa estaba en el casco de la villa, vecinos y familiares
con hachones en la mano lo acompañaban, y en ocasiones
también niños cantores; el año 1851 el médico
de Irún don Antonio de Arruti, pidió al Ayuntamiento
que los escolares no salieran con el viático, pues había
epidemia y era peligroso para los propios niños, amén
de que sus cánticos desmoralizaban a los vecinos enfermos.
Para
cuando el sacerdote llegaba a la casa, la etxekoandre tenía
dispuesta encima de la mesilla o el tocador una tela blanca de
hilo bordado con una cruz, un vaso con agua bendita y una ramita
de laurel bendecida el Domingo de Ramos, y a veces también
un vaso de aceite con una mariposa encendida. La misma etxekoandre
se encargaba ritualmente de destapar los pies del enfermo para
la extremaunción, que también se efectuaba con laurel
y agua bendita. Una vecina venía a rezar ante el enfermo
con el ama de la casa, según se decía "para que
Jesucristo saliera al encuentro del agonizante", siempre con las
velas de la habitación prendidas ya que así rezaban
con mayor devoción ("atentzio obean errezatzen da argia
aurrean" -en expresión de nuestras veteranas informantes).
En cuanto se
producía el fallecimiento, los familiares designaban a
varios jóvenes de la propia casa o de las vecinas para
que avisaran al sacerdote, al sacristán y a los familiares
y conocidos del triste desenlace. Ellos eran los mandatariak,
figura anterior a la época de las esquelas en medios de
comunicación y lugares públicos. Como en el caso
de la agonía, el sacristán tenía el deber
de tocar a muerto o hil-kanpaia nada más conocer
la noticia, cuya forma de ejecución indicaba al vecindario
si el difunto era hombre o mujer; y también si niño
o niña, en cuyo caso se tañía el aingeru-kanpaia,
con una campana menor y por ende de sonido más agudo y
vivaz. Sin embargo, estaba prohibido tocar las campanas desde
el ocaso hasta el orto, de modo que si el óbito acontecía
en ese espacio de tiempo había que esperar a la mañana
siguiente para los toques anunciadores.
En el hogar,
se cubrían con telas negras los espejos y el escudo heráldico
de la fachada, y se paraban los relojes para que no rasgaran el
luctuoso silencio.
Los vecinos más
próximos asumían las labores domésticas durante
los primeros días: la etxekoandre en la cocina y
los hombres en establos y campos. Todos los ancianos que interroguemos
al respecto nos dirán que no era tanto un gesto de solidaridad
o de cortesía, cuanto "una costumbre sagrada".
Como
mortaja se elegían las mejores ropas del finado, generalmente
su traje de boda o el de los domingos. Y puesto que también
ha habido modas para los cadáveres, durante algún
tiempo fue costumbre vestir a las mujeres a guisa de Virgen Dolorosa,
esto es, de negro y con mantilla grande en la cabeza, mientras
que las familias pudientes se inclinaban por los hábitos
religiosos (como si con ello quisieran vender gato por liebre
al Juez Supremo. Véase que viene de lejos eso de "dar imagen"
con los trapitos, incluso más allá de la
vida). Los niños se amortajaban de blanco, "como los angelitos"
que se decía, y a los caídos por epidemia se les
enterraba con la misma ropa que vestían al morir. Los sacerdotes
se llevaban consigo todos los atributos ornamentales de su oficio,
cáliz y patena incluidas.
Enhiestos ante
la vida y supinos frente a la muerte como los restantes mortales,
la nobleza sin embargo siempre ha tenido una inclinación
especial hacia la magnificencia y la pomposidad incluso en las
situaciones más prosaicas. En la Hernani dieciochena, por
ejemplo, los cuerpos inertes de las damas de alta alcurnia para
el trayecto de la casa solar a la iglesia parroquial, se adornaban
con las vestimentas sacerdotales y con elementos sacros como patenas
y vinajeras, hasta que lo prohibió el Obispo de Pamplona.
Aunque esto nunca fue tan habitual como la exhibición sobre
los féretros femeninos de las telas que éstas testamentaban
a la iglesia para confeccionar manteles de altar o vestidos para
las imágenes.
Un elemento indispensable
de los difuntos seglares eran las bulas, adquiridas en la parroquia
para depositarlas a sus pies sobre el lecho mortuorio. Gracias
a ellas, y por un módico precio, el tránsito entre
la tierra y el paraíso se abreviaba.
Una vez conocida
la noticia, familiares, vecinos y amigos se reunían en
la casa para rezar el rosario completo de 15 misterios. Una misma
mujer, elegida por saberse las letanías de memoria y por
su buena voz, dirigía las oraciones. Mientras el
cuerpo permanecía en casa, se rezaba por lo menos un rosario
completo al amanecer y otro al atardecer. Ahora se hace un único
rosario en la iglesia antes o después de los funerales.
Al velatorio
nocturno no podían faltar los familiares y las personas
más cercanas. Mientras unos rezaban en la cámara,
los demás en la cocina charlaban o jugaban a cartas, bebían
café e incluso algunas copitas, aunque nunca delante del
difunto. La puerta del caserío permanecía siempre
abierta para los que quisieran entrar a rezar. No era extraño
que el duelo derivase a ratos en humorada y se contaran algunos
chistes. Personalmente recuerdo que siendo muy joven asistí
a uno de estos velatorios hundido en la perplejidad, al ver cómo
mientras en una habitación reposaba la difunta, en la otra
se narraban anécdotas divertidas sobre su vida pasada y
se reía a mandíbula batiente. Más tarde entendí
que se trata de una reacción muy humana, en absoluto reprochable,
de afirmación de los vivos frente a los muertos. En el
mismo sentido interpreto una información que recogí
de una familia de Lazkao, quienes a las comidas de funeral las
llamaban entierroko-boda: entierro por el motivo, y boda
por el ambiente que reinaba en la ocasión.
Otra costumbre,
hoy extinguida pero de gran arraigo a finales del siglo pasado
y principios del presente, era la de fotografiar a los difuntos
una vez amortajados. Resulta curioso que en ámbitos rurales,
donde la máquina fotográfica era por entonces inhabitual,
se retratara a las personas sólo en dos ocasiones: el día
de su boda y el de su muerte, considerados momentos álgidos
de la existencia, trascendentales pero naturales en el discurrir
de todo ser humano.
Llegado el momento,
se procedía al traslado del cuerpo a la iglesia o progua
por el camino antes descrito, en una caja de madera atada a una
escalera -en su forma más primitiva- o en andas -de aquí
el nombre de anda-bidea atribuido al camino- a hombros
de familiares y vecinos. El ataúd se fabricaba en el caserío
o, si había dinero, se encargaba al carpintero del pueblo.
Antiguamente sólo los pudientes enterraban en caja, siendo
lo más corriente la simple y llana mortaja de tela blanca.
Hasta hace medio siglo los anderos portaban unas hombreras de
paño primorosamente bordado, que además de amortiguar
el peso daban distinción a la ceremonia. Conocí
una pescadora de Hondarribia que poseía un juego de estos
paños para prestar a las familias arrantzales de
escasos recursos.
La
organización del cortejo variaba de una localidad a otra.
En Amezketa, por ejemplo, se disponía así: en primer
término la cruz parroquial a manos del sacristán;
a continuación el féretro portado por jóvenes
que iban turnándose de trecho en trecho; seguidamente una
mujer -generalmente soltera y de la familia- con las ofrendas,
consistentes en dos panes, un cerillo o pilumina con lazo
negro y dos argizaiolak, todo ello en un cestillo cubierto
de paño negro con cruz de plata bordada. Tras ella marchaba
el sacerdote con o sin sus monaguillos, tres pasos más
atrás los hombres encabezados por los allegados y finalmente
las mujeres. El cuerpo se conducía con los pies por delante
y la cabeza detrás, y en sentido opuesto si era sacerdote.
En recorridos
largos se paraba ante algún caserío de la ruta,
disponiéndose para ello una mesa en el exterior cubierta
con paño negro donde depositar el cuerpo. Al aproximarse
a la iglesia volvía a detenerse la comitiva para cambiar
de calzado y acicalarse antes de penetrar en el templo. Durante
los oficios el ataúd permanecía en el atrio y en
algunas localidades, caso de Elgoibar, se dejaba en una ermita
o humilladero cercano (en la Ermita del Salvador, distante unos
metros de la parroquia elgoibartarra).
Otrora, las ofrendas
mostraban la opulencia del difunto, y en especial si incluían
animales como carneros, ovejas o bueyes. Por supuesto, quedaban
fuera de la iglesia, junto al féretro, y una vez finalizado
el funeral y el entierro eran de nuevo retornados a la casa solar,
que abonaba a la iglesia su valor en metálico (pues a ésta
le interesaba más el contante que las especias). El año
1627 en Orio se acostumbraba ofrendar en todo funeral de calidad
"carnero, pan y cera".
La misa funeral
cambiaba según el mayor o menor esplendor escenográfico
y la calidad de los aniversarios. Claro que, entonces como ahora,
todo se pagaba, y lo que nació como ceremonia de oración
por el alma de los difuntos, se convertía con frecuencia
en exhibición social de prosperidad. Nunca la muerte ha
dejado de ser campo de batalla para nuestros temporales intereses.
Cinco clases
de funeral estuvieron vigentes hasta no hace demasiado tiempo;
tomando como punto de referencia los que se hacían en Hondarribia,
los describimos comenzando por el inferior en la escala:
- Funeral
sencillo o de caridad. Las campanas tocaban a agonía
y se ponía una tela negra en el suelo durante la misa
rezada. Exactamente igual el aniversario.
- Funeral
de tercera. Con el mismo tañido de campana, misa
de réquiem, canto gregoriano y los sacerdotes vestidos
con terno de raso negro. Aniversario semejante.
- Funeral
de segunda. Toque de agonía, misa de réquiem,
canto gregoriano con órgano y túmulo de madera
tallada en la nave. Ciriales y cruz normales, así como
el incensario y el hisopo. Los oficiantes con terno de damasco
negro.
- Funeral
de primera. Solemne toque de agonía con la campana
grande. Misas rezadas, con estola en los altares laterales
durante el canto de nocturnos y oficio. Ternos de terciopelo
negro y el mismo tejido cubriendo los muros del presbiterio.
Túmulo de madera ricamente tallada y cuatro grandes
hachones encendidos, además de los candelabros. Se
encendían excepcionalmente el cuerpo central del retablo
y la araña. Incensario, hisopo, cruz y ciriales de
metal plateado brillante. Se cantaba la Misa de Réquiem
de Perossi por un coro de hombres acompañados de órgano.
El aniversario como el funeral de segunda.
- Funeral
de primerísima. Toque de la campana grande, misas
en los altares laterales, Réquiem de Perossi,
túmulo de la mejor calidad y los elementos auxiliares
de plata. Los oficiantes con ternos de terciopelo negro bordado
en oro y plata, igual que la cubierta del púlpito.
Los muros del presbiterio tapados de negro y la totalidad
de la iluminación conectada. Todos los sacerdotes recibían
esta clase de funeral, y sobre el túmulo se ponía
un cáliz o una mitra para indicar si se trataba de
un simple cura o de una dignidad eclesial. El aniversario
seguía las pautas del funeral de segunda.
Ante este catálogo
de distinciones, a uno se le ocurre pensar que si, como nos enseñaron,
todos somos iguales ante los ojos de Dios, no puede decirse que
también lo seamos a los ojos de su Iglesia, o al menos
no en el caso de nuestros antepasados.
Hay una cuestión
que siempre surge cuando hablamos de los ritos funerarios vascos,
y que yo he investigado hasta la fecha sin éxito: ¿hubo
en Euskal Herria plañideras, personajes tan característicos
en muchos lugares del mundo?. Decía el Padre Larramendi
en su Corografía:
"Llorar,
gemir, lamentarse, en estos casos es muy natural y ha sido
común en todo el país racional. También
fue muy común el oficio ridículo de las plañideras,
que se alquilaban y pagaban para que fuesen llorando y lamentándose
a gritos detrás del difunto... Hubo antiguamente en
Guipúzcoa semejantes plañideras, que se llamaban
aldiaguilleac, adiaquilleac, adiaquilleac; erostariacac
en Vizcaya. Y aunque se desterraron largos tiempos ha, no
sólo han quedado los nombres vascongados de las plañideras,
sino también algunos residuos de aquella costumbre.
Porque las mujeres van siguiendo el cadáver de su marido,
no sólo llorando lágrimas vivas y serias, sino
gimiendo y hablando en voz levantada, ya quejas de su desgracia
y abandono, ya lástimas de los hijos que quedan sin
arrimo para su subsistencia, ya las buenas partidas del difunto;
todo con expresiones tan vivas y sentidas, que mueven a compasión
a los oyentes. Así van por la calle, así prosiguen
en la iglesia, hasta que como por fuerza las hacen callar
durante la misa, bien que no hay fuerza bastante para tenerlas
en silencio cuando ponen el cadáver en la sepultura".
Ahora
bien, a tenor de los resultados de las encuestas hechas a los
decanos de nuestros pueblos y ciudades, se diría que no
era tradicional la presencia de plañideras en los ritos
mortuorios vascos, hasta el punto de considerarlo como algo "foráneo".
Ello encaja con las declaraciones de los actuales profesionales
del sector funerario, para quienes los lamentos de la gente de
nuestra zona son discretos, musitados y bastante menos ostentosos
que, por ejemplo, los signos de dolor de los pueblos del sur.
Recientemente
he encontrado un texto datado en Errenteria el año 1568
que si bien no alude a las plañideras, menciona algo que
me parece digno de resaltar: que por aquellas calendas había
mujeres que hacían "endechas y rescitando humores contra
vivos y difuntos" en los oficios fúnebres.
A la vista de
esto, sospecho que la costumbre de las plañideras fuera
propia de los niveles sociales y económicos más
altos, y por ende minoritario en nuestra zona, mientras que el
pueblo llano, la mayoría de las familias, en sus funerales
empleaban a esas mujeres que, a la manera de los bersolaris,
declamaban en el interior de las iglesias elegías, posiblemente
improvisadas, en honor al finado, en la lengua popular y de todos
conocida: el euskera. ¿Quizás sea además una de
las primeras constataciones documentales de la práctica
del bersolarismo?. Los obispos persiguieron con insistencia
su supresión del ritual, por hallarlo irreverente, y tras
no pocos esfuerzos -lo que denota su calado- al fin lo consiguieron.
Terminada la
jornada, al anochecer, mientras la campana de la iglesia sonaba
a Ave María, el colchón del difunto se sacaba
al exterior para su combustión al fuego, mientras era asperjado
con agua bendita y se rezaba un Padre Nuestro y cinco Avemarías
(tantas como las llagas de Cristo). Los caminantes o vecinos que
veían el humo y las cenizas se unían a la oración
con un Pater Noster en memoria del alma desterrada.
El
lugar de inhumación ha variado a lo largo de los tiempos.
En los albores del cristianismo se enterraba a los parroquianos
en la parte anterior de las iglesias, extramuros, lugar conocido
-hasta hoy mismo- con diferentes nombres. Así, en Aratz-erreka
(Azpeitia) se llama zumitaiue, tanto si había enterramientos
como si no. Allí se colocaba, sobre la cabecera de la tumba,
una estela discoidal (especialmente usual en tierras navarras).
Posteriormente, en épocas distintas según las zonas,
se introdujo la costumbre de enterrar a los difuntos dentro de
las iglesias, y para ello se parceló el suelo y se distribuyó
entre los vecinos. Cada casa poseía su yarleku,
que en una primera época no podía ser vendido sino
junto con la propia casa, concebido como un todo del hogar familiar
-el caserío dependencia para vivos, y el yarleku
para muertos-. Sobre el yarleku se colocaba la etxekoandre
durante las ceremonias y encendía una o dos argizaiolas
en memoria de sus difuntos. No es este lugar para extendernos
sobre la importancia del fuego en el ritual funerario, pero basten
dos recordatorios de la vigencia de esa inmemorial simbología:
todavía hoy erigimos monumentos con "llama eterna" (como
las tumbas a soldados desconocidos o a los caídos en determinadas
guerras) e instalamos "capillas ardientes" para honrar a quien,
como la expresión popular dice, "lió ya su petate".
Para quienes quieran
profundizar más en el tema les invito a acudir a la magna
obra (846 pp.) RITOS FUNERARIOS EN VASCONIA. ATLAS ETNOGRAFICO
DE VASCONIA, estudio realizado por los grupos ETNIKER EUSKALERRIA,
y que con ayuda de Eusko Jaurlaritza y el Gobierno de Navarra,
se editó en 1995. Se lo recomiendo. Antxon Aguirre Sorondo, miembro
de la sección de Antropología de Eusko Ikaskuntza
Argazkiak: Enciclopedia Auñamendi |