El proceso de construcción europea comenzaba, oficialmente, el 9 de mayo de 1950, cuando Robert Schuman, Ministro francés de Asuntos Exteriores, recogiendo la iniciativa de Jean Monnet, proponía, en una rueda de prensa, colocar las industrias franco alemanas de carbón y de acero "bajo una alta autoridad común, en una organización abierta a la participación de los demás países de Europa". La iniciativa, de aparente interés económico, constituía en esencia un proyecto de paz y de convivencia política, destinado a evitar una nueva guerra en Europa y en el Mundo.
La aceptación inmediata del plan francés por Alemania, Italia y los países del Benelux condujo a la firma en París, el 18 de abril de 1951, del Tratado constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA).
La creación de la CECA, cuyo Tratado acaba de expirar sin apenas haber trascendido esta vez a los medios de comunicación, rompió todos los moldes de las organizaciones internacionales clásicas de cooperación, al asentarse en un ideario de integración. Se abría así el primer tramo del actual proceso de construcción europea, un camino pragmático que ha de conducir a la meta final de la unión política.
Todo esto sucedía en una época nada fácil, en la que los ánimos políticos de postguerra no estaban todavía maduros para consentir grandes cesiones de soberanía. La precaria voluntad supranacional quedó demostrada cuando, a pesar del entusiasmo que había suscitado la creación de la CECA, otras dos iniciativas posteriores, los proyectos de Comunidad Europea de Defensa (CED) y de Comunidad Política Europea (CPE), fracasaron en medio de un escenario mundial agitado por la guerra de Corea. No obstante, el fallido impulso de integración política no resultó totalmente baldío, ya que el armazón económico de lo que había sido el diseño de CED, el denominado "Plan Beyen", fue aprovechado y plasmado en la propuesta que los países del Benelux lanzaron en 1955 de constituir un mercado común europeo.
Dos años más tarde, apresurados por nuevas tensiones internacionales, provocadas en esta ocasión por la nacionalización y el bloqueo del Canal de Suez, los seis países de la CECA firmaban en Roma, el 25 de marzo de 1957, los Tratados por los que constituían una segunda organización de carácter sectorial, la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA) y una tercera, de vocación económica más amplia, la Comunidad Económica Europea (CEE).
Desde 1957 hasta 1993 el proceso de construcción europea se fue cimentando
sobre la base de estas tres Comunidades Europeas, desarrollándose
al son de sus prescripciones constitutivas y del ejercicio de
sus capacidades supranacionales. En cuanto a resultados de integración,
esta época se caracterizó por la puesta en marcha
del mercado común, su evolución al mercado interior,
el desarrollo de ciertas políticas comunes y la formalización
jurídica de la cooperación política a través
del Acta Única Europea. Al mismo tiempo que profundizó
en la integración económica, el proyecto europeo
amplió en este mismo período el número de
participantes, pasando de seis a doce Estados miembros.
El 1 de noviembre de 1993 entró en vigor el Tratado de Maastricht por el que quedaba constituida la Unión Europea (UE). Este nuevo texto resultó ser algo más que una simple modificación de los Tratados comunitarios, ya que, como reza su primer artículo, abre "una nueva etapa en el proceso creador de una Unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa". Su adopción, y el salto cualitativo que expresa, no fue una casualidad: los acontecimientos que se suceden en la escena europea a finales de los ochenta, evocados por lo que se conoce como "la caída del Muro de Berlín", fueron, sin duda, el detonante de una reflexión y de un debate profundos que culminaron en el texto de Maastricht como símbolo de reacción en común.
En un primer momento, la denominación "Unión Europea" llevó a no pocos a pensar en la emergencia de una nueva organización internacional con personalidad jurídica propia. Sin embargo, el término no era sino el concepto que sirve para designar la nueva etapa que se abre en 1993 en el proyecto europeo. Como realidad, la UE resultaba ser algo más compleja, delimitada por el conjunto de las Comunidades Europeas ("1º pilar") y de dos ámbitos en los que los Estados constituyentes accedían a concertarse entre ellos, a saber, la Política Exterior y de Seguridad Común, la PESC ("2º pilar") y los asuntos de Justicia e Interior, JAI ("3º pilar").
Desde el punto de vista de su arquitectura legal, el Tratado de la Unión Europea (TUE) se presentaba, y sigue haciéndolo después de diez años, como un texto jurídico intrincado e incomprensible, un tratado de tratados que aglutina a los tratados comunitarios con su propia numeración y a las normas sobre cooperación entre Estados, enlazando todas estas previsiones constitutivas de dispar naturaleza a través del primer título, sobre disposiciones preliminares, y del último, sobre disposiciones finales.
En cuanto a la profundización aportada, Maastricht confirió a la CEE, por primera vez, una competencia de carácter político, referida a la "Ciudadanía de la Unión", lo que justificó el cambio de su denominación a la actual de "Comunidad Europea" (CE). Además, estableció las líneas y acciones que habían de conducir a la consecución de la unión económica y monetaria, constitucionalizó el principio de subsidiariedad y reforzó los poderes del Parlamento Europeo, así como la legitimidad democrática de la Comisión.
Desde Maastricht, el TUE ha experimentado dos reformas más. Así, a finales de marzo de 1996, se constituía en Turín una nueva Conferencia Intergubernamental (CIG), cuyos trabajos concluyeron en la adopción del Tratado de Amsterdam el 17 de junio de 1997. A este texto, en vigor desde el 1 de mayo de 1999, se debe la versión consolidada actual del TUE. El nuevo impulso de reforma se proponía acometer una profunda revisión de los mecanismos de diálogo institucional y de los aspectos financieros, todo lo cual debía preparar a la UE para recibir a nuevos países miembros.
Aunque Amsterdam finalmente no consiguió los resultados esperados de su agenda de trabajo, no pueden soslayarse, sin embargo, algunas aportaciones relevantes. Así, sin alterar sustancialmente la compleja estructura interna del TUE, Amsterdam redefinió especialmente el contenido del 3º pilar, transfiriendo parte del mismo a la CE, lo que volvió a reforzar la dimensión política de esta última. Además, contribuyó a una cierta simplificación de los Tratados constitutivos, al derogar textos obsoletos y renumerar los artículos del TUE (hasta entonces expresados en letras), así como los del TCE. Finalmente, introdujo un nuevo título conteniendo disposiciones sobre "una cooperación reforzada". La fórmula, ahora constitucionalizada, pero ensayada con anterioridad en algunos ámbitos, como el de la unión monetaria, permite a una mayoría de Estados, y en las condiciones previstas, avanzar más rápido en asuntos de los pilares 1º y 3º. Posibilidad, sin duda, pragmática, cuya normalización ha sido propiciada por la perspectiva de una Unión ampliada a veintisiete Estados, más heterogénea y diversa.
No ha habido, sin embargo, mucho tiempo para aplicar disposiciones novedosas como éstas, ya que el Consejo Europeo reunido en Niza en diciembre de 2000 adoptaba un nuevo Tratado que culmina la reforma institucional desatendida por Amsterdam e inaplazable ante la inminencia de nuevas adhesiones.
Aun escasos, los resultados plasmados en el nuevo texto de modificación facilitan la ampliación, como era el deseo general, pero complican, si cabe aún más, el funcionamiento y el diálogo institucionales, al encorsetar las novedades en plazos diversos y en fórmulas de realización compleja.
El Tratado de Niza se encuentra todavía en fase de ratificación. No obstante, como lo hicieran también los textos de Maastricht y de Amsterdam, antes de entrar en vigor, Niza encauza ya a la UE en una futura revisión para 2004. Así se expresa en su Declaración nº27, "Declaración relativa al futuro de la Unión Europea", en la que incluso se delimitan los cuatro ámbitos que deben centrar las discusiones sobre el porvenir de la UE: el reparto de competencias entre la UE y los Estados miembros, la simplificación de los Tratados, el papel de los parlamentos nacionales y la ubicación de la Carta de los Derechos Fundamentales.
Puede decirse, sin embargo, que la anunciada reforma ha comenzado ya, puesto que un caudaloso torrente de ideas, reflexiones y discusiones invade el escenario político e intelectual de Europa, incluso antes de la Cumbre de Niza. Tal vez por ello y conocidas, además, las limitaciones del método tradicional de revisión, el Consejo Europeo reunido en Laeken en diciembre de 2001 decidía la puesta en marcha de una Convención que trabajara sobre el nuevo texto constitucional y los demás aspectos esenciales que determinan el futuro de la UE.
La Convención para la reforma de 2004 quedó solemnemente constituida el 28 de febrero de 2002. Por el momento, poco ha trascendido de sus trabajos, pero muchos son los analistas que comparan el momento actual con la Convención de Filadelfia de 1787, cuando los representantes de las entonces trece colonias inglesas se reunieron para redactar la Constitución de lo que serían los Estados Unidos de América.
"Constitución", "texto constitucional", "Estados Unidos de Europa", "Europa de Estados Unidos"..., excesivo énfasis tal vez el que se está dando a los términos y a las cuestiones jurídico formales. ¿Acaso el proyecto europeo no tiene ya una Constitución, como tantas veces ha reiterado el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas al referirse a los Tratados comunitarios?. ¿Es que hay la intención política, en el estado actual de integración, de transformar la UE en un Estado?. Si ese no es el propósito inmediato, ¿qué sentido tiene hablar de una Constitución?. Sea cual sea el texto que resulte de los trabajos de la Convención, ésta no tendrá la capacidad de aprobarlo, ni de someterlo a referéndum de los ciudadanos europeos. La decisión última corresponderá a los Estados miembros reunidos en CIG, por el momento auténtico poder constituyente en la UE.
Pese a todos estos interrogantes, lo verdaderamente sobresaliente ya se ha producido, como es el debate profundo, participado y plural sobre la Europa del futuro. Desde la perspectiva de este salto cualitativo, y en la coyuntura actual, de ampliación masiva hacia el Este y de convulsión del orden internacional, quizá no trascienda tanto decidir sobre el modelo jurídico y político que adoptará Europa en su meta de llegada, sino la consolidación de las estructuras supranacionales e interestatales existentes, para poder proseguir unidos por el camino de paz y de progreso que se inició en 1950.
Beatriz Pérez
de las Heras
Catedrática de Derecho Comunitario de la Universidad de Deusto |