Gorka Rosain Unda
Después de la infortunada expedición de Fray García Jofre de Loayza a las Molucas en la que participó activamente Andrés de Urdaneta y del poco caso que la corte de España le hizo, éste se fue para la Nueva España e ingresó a la Orden de San Agustín.
Urdaneta demostró un valor extraordinario durante su juventud cuando formó parte de los Tercios Españoles en Flandes, Italia y todas las demás campañas de esa época, en las que logró el grado de capitán.
Miguel López de Legazpi Gurruchategui. |
Sus biógrafos coinciden en que era de temperamento idealista y no le interesaba el lucro material ni daba importancia a sus propias proezas militares: poseía una fuerte constitución, un valor que rayaba en la temeridad y por lo mismo era muy audaz.
Urdaneta nació en Ordizia (Villafranca), Guipúzcoa, en 1498 y en sus ratos libres se dedicaba a estudiar cosmografía, astronomía y matemáticas y se distinguió en sus principales actividades: Militar, marino y religioso.
Por su fama de cosmógrafo y tener segura la vuelta a la Nueva España, pues hasta entonces ninguno de los que la había intentado la había logrado, el rey lo designó jefe náutico de la expedición al Poniente. Cabe decir que el retorno desde Filipinas era casi imposible lograrlo por las corrientes marítimas y los vientos contrarios, y tres expediciones que preparó Hernán Cortés y otras dos de pedro de Alvarado fracasaron rotundamente.
Se hallaba Urdaneta retirado en el claustro dedicado a su vida espiritual cuando el nueve de septiembre de 1559, el Virrey le entregó personalmente una carta firmada por el secretario real, Francisco de Eraso (al parecer, también vasco), que a letra decía: “Devoto Fray Andrés de Urdaneta: Yo he sido informado que siendo seglar, fuisteis con la armada de Loayza, pasando el Estrecho de Magallanes a la Especiería, donde estuvisteis ocho años en nuestro servicio y porque agora avemos encargado a Dn. Luis Velasco vissorey de Nueva España, que envíe dos navíos a las islas del Poniente azia las Molucas, y según los muchos conocimientos que diz tenéis vos de las cosas de aquellas tierras y entendéis la navegación como buen cosmógrafo, sería de gran efecto que vos fuessedes en los dichos navíos. Yo vos ruego que de mas del servicio que haréis a Dios Nuestro Señor, yo también seré muy servido y mandaré poner en cuenta para que recibáis a lo que hubiere lugar”.
A Urdaneta no le entusiasmo mucho la encomienda pero contestó que la aceptaba a pesar de haberse retirado al claustro, “tener sesenta y dos años y salud no muy buena”.
El virrey le indicó a Urdaneta que el monarca disponía que eligiese él mismo a la persona que a su juicio fuese la más conveniente para jefe de la expedición y, sin pensarlo dos veces, designó a Miguel López de Legazpi y Guruchaga, natural de Zumárraga, Guipúzcoa y nacido en 1503, designación en la que estuvo muy de acuerdo el virrey Luis de Velasco.
Legazpi, en cambio, lo pensó mucho antes de responder afirmativamente, por su edad y el género de vida que le esperaba.
A diferencia de Urdaneta, Legazpi había llevado una vida más bien reposada, de joven había ejercido la jurisprudencia y tenía fama de sencillo y buena persona.
Fray Andrés de Urdaneta |
El virrey Velasco decía de él: “Para caudillo de las gentes que irán, unos 300, he designado a Miguel López de Legazpi, natural de Lepuzcoa, hidalgo notorio de la Casa Lazcano, edad 50 años, con más de 29 en Nueva España. De los cargos que aquí ha tenido, importantes muchos de ellos, ha dado siempre buena cuenta. No se ha podido elegir persona más conveniente ni más a gusto del P. Urdaneta porque son de una misma tierra y buenos amigos”.
Esta vez los gastos de la expedición serían por cuenta de la caja real pero por orden del monarca Legazpi empezó a adelantar fondos de su hacienda particular para compras de armas, municiones, víveres y todo lo demás necesario para una empresa como esta, y además prestó dinero a cuenta incluso para socorrer a los soldados que irían en el viaje y en todo ello gastó la mayor parte de su capital, bajo la promesa real de que le sería abonado por Felipe II y además se agregaría lo que le correspondiera en esta empresa puesto que era en servicio de la Corte y tenía derecho al cobro de los sueldos. Aquí cabe decir que jamás recuperó tales préstamos y adelantos y que tiempo después de su muerte sus descendientes andaban tratando de recobrarlos, sin éxito.
Una vez completados los aprestos, se organizó la flota que cruzaría el mar Pacífico y que quedó integrada de la siguiente manera:
San Pedro, que era la nave capitana, de 500 toneladas, y en la que iban además del capitán general Legazpi y el jefe Urdaneta, los vascos Martín Ibarra, maestre; Andrés Mirándola, era sobrino de Urdaneta; Felipe Salcedo, quien era nieto de Legazpi; Martín Goti, capitán; Andrés Ibarra, alférez; Fray Andrés Aguirre y Fray Martín de Rada.
San Pablo, de 400 toneladas, con Guido Labezarri como capitán y cuyo nombre aparece escrito unas veces como Labezares, Labazaris y La Basarri, aquí iba también Fray Pedro de Gamboa.
Un galeón y dos pataches completaban la flota y en ellos iban Francisco Astigarribia como contramaestre; Juan Lazcano, secretario; Pedro Guevara; Amador Arriaga, piloto, Juan Aguirre, Juan Zamus, Pedro Arana, Alberto Orozco y muchos otros vascos cuyos nombres no figuran en la relación respectiva.
Partió la flota felizmente y su primera escala fue en el archipiélago conocido ahora como Islas Marianas, en donde Legazpi tomó posesión de ellas en nombre de los reyes de España, y en abril de 1565 llegaron a Cebú, ya en las Filipinas, en donde desembarcaron y comenzaron su exploración, en la inteligencia de que estas islas suman seis mil, sin causar ninguna ofensa a los naturales, por lo que esta conquista puede considerarse modelo.
Legazpi, como los Ibarra y los Oñate en el Occidente y Norte de Nueva España y todos los demás exploradores vascos, no permitía que se tomase nada a los naturales y preferían comprarles lo que necesitasen. Como afirman algunos autores respecto a esta epopeya, en esta campaña no hubo actos de barbarie, ensañamiento, engaño, robo, asesinato ni malos tratos, como sucedió en otras conquistas.
Legazpi pudo vencer la desconfianza de los nativos hacia los invasores –chinos y portugueses habían saqueado y arrasado muchas veces sus aldeas- y en cambio Legazpi los atraía con dádivas, favores y beneficios y los hizo amigos.
Cuando Legazpi murió dejó como gobernador a Guido de Labezarri, quien extendió las buenas relaciones hasta China, que no había permitido la entrada a ningún visitante extranjero, hasta que inesperadamente llegó un nuevo gobernador, castellano, Francisco de Sande, que se encargó de echar por tierra toda la buena labor que habían hecho Legazpi y Labezarri e hizo que los chinos volvieran a cerrarse a toda relación. Justo es hacerlo notar.
El galeón de Filipinas
El Galeón de Filipinas, llamado también Galeón de Manila o Nao de la China aunque no tocaba puertos del Celeste Imperio, surcó el Pacífico, también conocido como Mar del Sur durante 250, años cuando las ahora grandes potencias marítimas como Japón, Inglaterra y Estados Unidos no soñaban siquiera en hacerlo, en un tráfico interrumpido entre Manila, y Acapulco y San Blas o Bahía de Banderas.
Estos navíos no fueron construidos en España sino en puertos de la costa del Pacífico de Nueva España y en Cavite, Bahía de Manila y eran los barcos más grandes del Siglo XVIII, llegando a desplazar, como el Santísima Trinidad, hasta dos mil toneladas. Fue entonces la Nueva España una potencia marítima, como herencia, poco reconocida por cierto, de los esfuerzos y la entrega de gente como Legazpi, Urdaneta, Vizcaíno, Labezarri y todos los demás marinos vascos que lo hicieron posible.
El Galeón de Filipinas empleaba de tres a siete meses en hacer su recorrido y transportaba principalmente plata acuñada y en lingotes de Acapulco a las Filipinas y todavía no hace mucho tiempo circulaban en el sureste de Asia los llamados pesos fuertes que salieron de la Casa de Moneda de México durante los siglos XVII y XVIII. De regreso, las naos traían toda la rica y exótica variedad de productos del Lejano Oriente: sedas, marfiles, porcelanas, rubíes, obras de platería labrada, finísimos artículos de cerámica, especias y sustancias aromáticas.
A la llegada del galeón a Acapulco se celebraba una famosa feria a la que acudían mercaderes de todo el virreinato de la Nueva España, de los reinos de la Nueva Galicia y Nueva Vizcaya y del virreinato del Perú, y por espacio de varias semanas el puerto del Pacífico era un emporio de actividad comercial en donde circulaban enormes cantidades de dinero y las mercancías cambiaban de mano constantemente.
Las mercancías de Oriente se transportaban a lomo de mula hasta la ciudad de México, y de ahí una parte se distribuía en el interior del país y otra parte se llevaba al puerto de Veracruz para reembarcarla con destino a España. Los clásicos mantones de Manila, los delicados tibores de porcelana y las preciosas figuras de marfil labrado que todavía engalanan muchas mansiones señoriales en la Península, hicieron hace siglos el larguísimo recorrido desde las Filipinas a través del Pacífico, de las montañas mexicanas y del océano Atlántico hasta llegar a Europa.
Desde el Siglo XVI hasta principios del XIX, bien puede decirse que las islas Filipinas fueron una colonia de la Nueva España más que de la misma Península, puesto que su único contacto con la metrópoli era a través de la colonia. Administrativamente dependían del virreinato de la Nueva España y su economía estaba supeditada a las remesas de plata que anualmente le enviaba ésta, así como al comercio de los galeones. Cuando en algunas ocasiones las naos naufragaron o fueron apresadas por piratas, las remotas islas se vieron amenazadas por la ruina. A fines del Siglo XVII, a raíz de una serie de desastres marítimos, la desolación fue verdaderamente terrible, según lo testimonian los informes del gobernador de Filipinas al virrey de la Nueva España: “Los recursos de nuestros vecinos –dice- están exhaustos: sus hijas, sin dote: sus familias sin su antiguo esplendor. Las viudas de quienes se fueron al mar están en una miserable soledad y sus hijos en una abandonada orfandad. Sacerdotes, soldados, doncellas y viudas, cuyos sustentos estaban antes asegurados, ahora viven de la caridad y están pereciendo.
No se crea, sin embargo, que el intercambio entre Filipinas y la Nueva España fue sólo económico pues hubo también estrechas relaciones y culturales pues de la Nueva España salieron los libros y más tarde las imprentas que difundieron la cultura occidental en Asia.
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