Renée Fernández & Danilo Maytía
Cuando los emigrantes dejan sus tierras en busca de una nueva vida, no sólo dejan sus familias, las costumbres ancestrales y la historia de su pueblo; dejan también la seguridad de lo conocido, del saber moverse en un mundo donde la violencia está limitada dentro de un marco definido de posibilidades, en el cual la experiencia permite eludir, las más de las veces, momentos duros y dolorosos. América era, en el siglo XIX, un anzuelo demasiado tentador para muchos europeos. La cantidad de países en formación, ávidos de mano de obra calificada, ofrecían a su vez la posibilidad de afincamiento y prosperidad para aquellos jóvenes que, en su tierra, no encontraban trabajo dada la falta de ofertas en sus respectivos países. Pero también ofrecían incertidumbre, nuevos modos de vida y la inseguridad de lo desconocido.
Se sabe de los muchos que se aprovecharon de la ilusión de los que partían y abusaron de su confianza, prometiendo un mundo de trabajo y comodidades, para dejarlos luego sin nada, con las manos vacías en un muelle extraño. Otros hubo, sin embargo, que tendieron sus manos y aquella primera violencia pudo superarse al sentir que el esfuerzo era compartido.
Uruguay no escapó de este perfil, y unido a las bondades que ofrecía su tierra al trabajador ilusionado, mostró también los signos de violencia humana, de abuso y ultraje al prójimo. Violencia no imaginada una vez afincados y en claro progreso gracias al fruto del trabajo honrado. Los vascos no fueron, de ninguna manera, los objetivos únicos de esa inesperada brutalidad contra sus bienes y personas, pero resultan un claro ejemplo a lo que estaba expuesto el trabajador, principalmente en el campo, donde su presencia era numerosa.
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Vista de la calle 18 de Julio de Montevideo, por 1868.1 |
Lamentable fue el fin de dos de los cuatro hermanos Arriague. Fabricantes de calzados, los dos mayores tenían, hacia 1860, una casa principal en la Ciudad Vieja (25 de Mayo esquina Juncal), y una sucursal en el departamento de Durazno. Según la crónica del Licenciado Pereira, estos “vascos franceses” residían desde hacía tiempo en nuestro país, estando bien conceptuados en el comercio de esta plaza. Los mayores eran los capitalistas del comercio y estaban a cargo de la casa principal, mientras que los dos hermanos menores, en calidad de habilitados y protegidos, se encargaban de la sucursal, ubicada en campaña, en Costa de Cuadra, y probablemente destinada a ramos generales. Esta sucursal fue saqueada y los menores Arriague asesinados.
Siempre de acuerdo con el mencionado cronista, este asesinato tuvo repercusión en todo el país, tanto por las circunstancias agravantes como por la condición de las víctimas en la colonia francesa, a la cual pertenecían estos vascos, por lo que el ministro respectivo acreditado en nuestro país, se ocupó personalmente de contactarse con los Jueces y el Poder Ejecutivo, pidiendo justicia y castigo severo a los criminales. Los asesinos, I. Amaro y Ceferino Pérez (alias “el Barón”) que habían sido capturados inmediatamente, llegaron a Montevideo a los quince días ya convictos y confesos. Tras un juicio demorado exclusivamente en precisar la culpa de Amaro, que aparentemente se limitaba a no haber impedido el asesinato, se determinó la ejecución de ambos en la Plaza Artola, tal como era costumbre en esa época.
Lo anecdótico de esa ejecución fue la instancia cuando “el Barón”, con los ojos ya vendados reclama al sacerdote que los asistía, para confesarle al oído un asesinato cometido hacía más de un año en Montevideo, recomendándole lo hiciese saber al Juez competente una vez cumplida la ejecución. En este caso, el asesino podría haber sido identificado por un vasquito, Pedro Errandonea, vecino de la zona del crimen, ya que aquel día, mientras jugaba al trompo con amigos, “el Barón” se acercó tranquilamente preguntando quién jugaba mejor y esperó a que el vasquito, calificado por sus compañeros, hiciese una jugada de demostración, retirándose luego a perpetrar aquel crimen.2
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Mapa de Uruguay con ubicación de las localidades y zonas mencionadas. |
Eran tiempos difíciles en toda la República, principalmente en la campaña donde la delincuencia era incontrolable. Durante el gobierno dictatorial de Latorre (1875 - 1879) se persiguió y ejecutó a los malhechores a fin de lograr cierta seguridad en el territorio; pero muchos fueron los que sufrieron saqueos, violaciones y muerte. En el departamento de Salto, el estanciero Vicente Saralegui fue secuestrado mientras iba desde la localidad de Santa Rosa (hoy Bella Unión) hasta su establecimiento. Los asaltantes le obligaron a firmar unos vales por sumas cuantiosas y luego lo asesinaron, a él y también a un sobrino que lo acompañaba, echando a una laguna los cadáveres junto con los caballos de las víctimas. Los autores del asesinato, Zugarrondo, Barreiro y Cabrera, fueron descubiertos tiempo después, y tras un largo juicio, seguido constantemente por prensa y población locales, se estableció una pena de diez años de prisión con trabajos públicos.3
Si bien un número importante de inmigrantes vascos se ubicó en centros urbanos, un alto porcentaje buscó futuro en la campaña; el vasco era muy solicitado por su conocimiento sobre la cría y pastoreo del ovino y altamente apreciado por su habilidad en la construcción de cercos y casas y habitaciones de estancias. Tal es el caso de los “vascos de Reyles” en el departamento de Durazno y el de los “puesteros vascos” en los campos de Jackson, extendidos estos desde el departamento de Soriano hasta el de Lavalleja, según la actual división administrativa4. Las grandes extensiones de las estancias, obligaban a subdividir el control y responsabilidad del pastoreo en varios puestos a cargo de hombres de confianza, los “puesteros”, quienes se ocupaban de los animales, tanto ovinos como bovinos, asignados a su territorio, aquellos se favorecían generalmente, con la posibilidad de mantener su propia majada.
En la campaña, era clara la inseguridad generada por la agresividad de los matreros que vivían ocultos en las arboladas, llevando a cabo atentados de todo tipo, confiados en el silencio de los vecinos ante el temor de ser objeto de venganza. Tomamos como ejemplo de ello, la suerte sufrida por algunos de estos puesteros, según los relatos recogidos por Arteaga en relación con la historia de los campos de Jackson.5
Los puestos de los vascos Martín Lecuberría, Miguel Sorondo, Guillermo Echeverría, Juan Barneche y Petan Zubiría, fueron vilmente atacados en un período de pocos años, allá por 1870. Apenas notorios resultan los matices de violencia entre los distintos hechos. Salvo en el caso de Barneche, en todos el motivo era el robo y saqueo, pero el resultado más repugnante fue el asesinato de los puesteros y sus familias. Algunos dicen que a Juan Barneche lo asesinaron para robarle, pero otros sostienen que lo mataron por haberle prestado su arma a un vecino, un tal Maciel, que había sido amenazado por un conocido bandido, Juan Cuello. El hecho habría ofuscado a Cuello, quien posteriormente mató a puñaladas al vasco Barneche, uno de los mejores puesteros de Jackson.
En el caso de Lecuberría el motivo fue la creencia que el puestero, criador de vacas y ovejas propias, conservaba en su rancho mucho dinero; los asaltantes atacaron el rancho a medianoche, no dejaron vivo a nadie de la familia, robaron los ahorros e incluso prendieron fuego varias imágenes. Si bien la policía logró atrapar a uno de los asesinos, al año ya andaba nuevamente en libertad. En el caso de Sorondo, éste logra salvar la vida, porque el asalto a su puesto se llevó a cabo mientras pastoreaba la majada, su mujer fue salvajemente asesinada, pero las hijas, una niña de tres años y una bebé, estaban vivas cuando él llegó al rancho. Ambas fueron criadas por unos vascos, los hermanos Landa, parientes de la madre. En el caso de Echeverría, la víctima fue su anciana madre, quien había quedado sola mientras los dos jóvenes que vivían con ella, andaban por el pago. El asaltante la mató a puñaladas y luego arreó toda la tropilla. La policía logró, también en este caso, atrapar al asesino, pero durante la noche éste se escapa y nunca pagó el crimen. Petan Zubiría fue asaltado para robarle y fue también asesinado, sin llegar a conocerse nunca los culpables.6
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Cerco de piedra.7 |
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Manguera de piedra.8 |
El caso de violencia contra Francisco Arburua, años más tarde, cuenta con un final más feliz. Francisco era hermano de Martín y Felipe, los tres conocidos como “los vascos Echalares” por proceder del pueblo de Etxalar. De ellos se dice que fueron los constructores de los cercos de piedra de las estancias de Carlos Reyles en Durazno. Francisco llegó a Uruguay en 1865 y fue variando de trabajos hasta radicarse en la zona de Carpintería en el departamento de Tacuarembó; fue jornalero en los saladeros de Paysandú y en los departamentos de Durazno y Tacuarembó fue albañil pedrero en los campos de Reyles, construyendo los famosos cercos de piedras que permitían, a un tiempo, librar de piedras el campo y delimitar las propiedades por medio de cercos y “mangueras”9.
En 1885, al año de contraer enlace con su compatriota María Josefa Arrieta, se establece en sus recién adquiridas 1.200 cuadras de campo en Carpintería, dedicándose desde entonces a la ganadería. Cuando su hijo mayor contaba ya doce años, el 20 de marzo de 1898, merodeaban por las casas tres individuos a caballo, quienes al anochecer solicitaron posada; como era costumbre de la familia conceder hospitalidad a todo aquel que lo requiriese, fueron invitados a pasar. Así lo hicieron, pero no obstante, los extraños mantuvieron ensillados los caballos y uno de los hombres quedó afuera de guardia. Éstas y otras actitudes hicieron sospechar de malas intenciones a la esposa, induciendo a Francisco a procurarse un cuchillo de mesa como arma defensiva. Sin embargo, la velocidad con que los asaltantes atacaron al propietario les permitió reducir, en primera instancia, al jefe de familia, reduciendo también a su señora. Francisco opuso luego una brava resistencia y a pesar del “hachazo” recibido en su cabeza, logra herir a su vez a uno de los atacantes; aunque la dura lucha deja tendido a Francisco, los asaltantes malheridos, huyen sin dinero alguno, negada su existencia por María Josefa. La valentía demostrada por este vasco, prácticamente desarmado, contra una gavilla conocida por su salvajismo, fue muy comentada en su momento y narrada años más tarde, como ejemplo, en la prensa local.10
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Francisco Arburua y María Josefa Arrieta.11 |
No es posible considerar que los vascos llegados a nuestras tierras hayan sido todos abnegados trabajadores, honestos y respetuosos de sus semejantes; cierto es que los documentos atestiguan su gran laboriosidad y empuje, pero también encontramos nombres vascuences en las crónicas policiales, no ya como víctimas, sino como agresores. Lo hemos mencionado en el caso del asesinato a Saralegui y a su sobrino, en que uno de los asesinos llevaba el apellido vasco de Zugarrondo. Situación similar en el asalto ejecutado en 1881 a la pulpería de Basaldúa, en el departamento de Treinta y Tres, donde tres matreros asesinaron a los dependientes de Basaldúa previo al saqueo y quema de la casa y de las víctimas; entre los victimarios aparece Manuel Menchaca.12 Otros más habrá que oscurezcan las páginas que muchos escribieron con honra.
Todo acto de violencia es injusto y hiere los sentimientos, más aún cuando los agredidos son personas que se han instalado pacíficamente a trabajar, concretando así su sueño de futuro y generando a su vez el sueño de sus hijos. Al investigar sobre la inserción de los inmigrantes vascos en nuestra tierra, duele leer sobre las injusticias de las que muchos fueron objeto; pero las violaciones a la propiedad y a la familia, los saqueos y asesinatos lastiman aún más, porque la impotencia ante los desmanes no permite la tregua de pensar que luego podrían existir compensaciones. Tan sólo saber que en algunos casos los malhechores fueron justamente condenados y, mejor aún, comprobar que a los puesteros vascos cruelmente asesinados, les sucedían otros vascos en sus puestos y que eran vascos también quienes atendían a la familia que sobrevivía a aquellos. De alguna manera también, los escritos que nos recuerdan estos hechos y éste, nuestro eco, al hacerlos perdurar como un homenaje a ellos.
1Archivo fotográfico de la Biblioteca Nacional.
2LICENCIADO PERALTA, (alias de Domingo González), 1988 “Crónicas de la violencia en el siglo XIX”, Ed. De la Banda Oriental, Montevideo, pp. 68 -77.
3ACEVEDO DÍAZ, Eduardo, 1933 “Anales históricos”, pp. 132 -133 y “Ecos del Progreso”, 1881, Año V, Salto.
4PADRÓN FAVRE, Oscar, 1992 “Historia de Durazno”, Intendencia Municipal de Durazno, pp. 196 – 197 y ARTEAGA, Juan José, s/a, “Los tiempos de antes en la Estancia del Cerro. El pago del Copetón”.
5ARTEAGA, Juan José, obra cit.
6Ídem, pp. 44 - 51
7Foto de Daniel Vidart en VIDART y PI HUGARTE, 1969 “El legado de los inmigrantes. II”, Mont.., Nuestra Tierra
8“Durazno. La tierra, el hombre, revelación y destino” 1965, Mont. Ed. Minas.
9Apuntes de archivos de la Familia Arburua, copia cedida por Gloria Arburua.
10“El Pueblo”, Edición Extraordinaria, 1941, pp. 98 – 99.
11Ídem, p. 98.
12MACEDO, Homero, 1985 “Treinta y Tres en su historia”, Mont. Ed. De la Banda Oiental, p. 106.
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