Después de la ortodoxia sosa y el “living la vida loca”. La transición hacia otra política económicaEscuchar artículo - Artikulua entzun

Alberto Alberdi Larizgoitia, www.economiavasca.net

Si hemos de entender los cambios de la sociedad actual deberíamos lograr identificar cuáles son los motores de ese cambio, además de asegurarnos que entendemos la naturaleza de las instituciones del sistema mismo. Aunque la tarea no es sencilla, porque cualquier sistema está repleto de interrelaciones, yo destacaría dos motores de la evolución del sistema: la evolución de la población y el progreso tecnológico, ambos, por cierto, directo resultado del libre albedrío y de la creación humana.

Bueno, esto no tiene nada de original, la teoría del crecimiento económico parte de esas dos variables clave, si bien suele incorporar a ellas el capital, como si este no fuera el resultado de la creación humana. Pero coincida o no el punto de partida, lo que a esta reflexión interesa no es tanto describir una mecánica del crecimiento como examinar su impacto en las instituciones y a través de ellas en el devenir social.

Como en el pasado, la aceleración del progreso tecnológico ha traído el beneficio de una mayor productividad y nivel de vida, pero también el desarrollo de una nueva fase de la globalización de la mano del desarrollo de las telecomunicaciones y la sociedad de la información. El capitalismo global hoy es por ello más potente, pero no es nuevo y además funciona bajo los mismos patrones que lo hiciera el estado nacional: busca la diferenciación como fuente de rentabilidad y con ello ocasiona una dinámica territorial de efectos conocidos, pero de intensidad y escala desproporcionados para la experiencia del siglo XX, con el añadido además de que no existe sino un muy deficiente marco institucional capaz de regular los cambios.

Por mucho que Paul Krugman sea el economista (Review of False Dawn: The Delusions of Global Capitalism), lleva razón John Gray en su False Dawn al sostener que éste es un marco de subasta a la baja, en el que si los capitales se mueven libremente y no hay pleno empleo no funciona la ventaja comparativa de Ricardo (después de todo, una ley de Say llevada a la escena internacional) sino la ventaja absoluta de Adam Smith, y de hecho ahí descansa la fuerza argumental de todas las propuestas conservadoras: el necesario ajuste salarial, la reducción de impuestos y el recorte del estado del bienestar. Esta nueva etapa de globalización supone, además, un espectacular aumento de la oferta de productos, de la mano de las grandes economías mundiales otrora dormidas, como China o la India, que anuncian deflación y nos devuelven el espectro del siglo XIX y su imperialismo asociado a la depresión.

No es esa la única fuerza que amenaza a la economía y al Estado social; el otro de los motores, la población, se ha detenido en las sociedades occidentales, especialmente en nuestro entorno, y el progresivo envejecimiento plantea nuevos problemas hasta hoy desconocidos. Supone presiones sobre el gasto socio-sanitario y, sobre todo, el problema de las pensiones. Aunque la inmigración venga al rescate para mantener la fuerza laboral, sólo el alargamiento de la expectativa vital demanda un reajuste de la Seguridad Social. El tamaño y la urgencia de ese reajuste han sido tan exagerados como poco comprendida la naturaleza del desafío económico que representa el envejecimiento. Si se mantiene el crecimiento, el problema es de una dimensión manejable (en ausencia de medidas de ajuste, un déficit de 4 puntos del PIB para 2040 en España y de 3 puntos en Euskadi para 2025). El verdadero problema es que pierda dinamismo la fuerza de trabajo y que al mismo tiempo se acentúen las previsiones de ahorro en grandes proporciones, porque eso supondría entrar en una espiral depresiva cuyos primeros síntomas se manifiestan ahora en Europa después de haber asolado Japón.

Aunque a veces se comprende mal, al tener presente el ahorro previsión y la hipótesis del ciclo vital de consumo del recientemente fallecido premio Nobel Modigliani, lo cierto es que los estudios empíricos confirman algo que intuimos por propia experiencia: que la edad nos hace avaros y que la propensión al ahorro es mayor en una población envejecida. Pero no sólo eso, sino algo mucho más importante aún: que un movimiento a escala global de impulso al ahorro previsión por un creciente temor al futuro, y un decantamiento exagerado hacia la capitalización en detrimento del sistema de reparto no puede sino tener efectos depresivos.

Y es que a menudo la ortodoxia esconde mala economía y no explica que no se pueden transferir colectivamente recursos al futuro, que un activo que da derecho a una renta futura presupone un pasivo de otro agente, esto es, de alguien que se ha endeudado para crear riqueza; en otras palabras, que para la comunidad en su conjunto la única manera de ahorrar es invirtiendo. Lo que no representa problema alguno para el individuo o para un país pequeño, puede tener efectos devastadores si se generaliza en Europa y en el mundo.

La relativa prosperidad que vivimos en nuestro entorno económico estos años se sostiene porque las familias, a la manera americana, recordando de alguna manera aquello de “living la vida loca”, están empujando el consumo, la construcción y el boom inmobiliario con su creciente deuda.

Pero hay que estar preparados, para responder con buenas políticas a lo que se avecina, y no seguir falsos señuelos, como el del Canciller alemán, al que un medio tan conservador como el Financial Times le ha recordado que se dirige a los efectos y no a las causas, y que recortar el gasto público no significa promover el consumo y la inversión, o como en el caso español, el tan celebrado bálsamo del Fondo de Reserva, que no es ni puede ser el milagroso cajón del que echar mano en un futuro, porque siendo un activo de la Seguridad Social y un pasivo del Estado, desaparece en su consolidación y por ello en el futuro se precisará de impuestos, de déficit o de ambos para cubrir las futuras pensiones.

No sé quién acuñó el término de transición demográfica, pero sea o no casualidad ésa es la palabra clave: transición. Hay que organizar la transición hacia una recuperación de la natalidad. Aunque suene egoísta y poco solidario, la inmigración no es en sí misma deseable con carácter masivo y permanente, y lo que procede es gestionarla hoy para cubrir la brecha hasta tanto conseguimos estabilizar la población y recuperar la fuerza de trabajo. Pero para ello, hay que dar un impulso al Estado Social, para conseguir una buena integración social de los trabajadores y familias que vienen de fuera, para facilitar la conciliación de vida familiar y laboral, la capacidad de los jóvenes de emprender una vida independiente y para garantizar la atención a las situaciones de dependencia de la tercera edad.

Del poco camino que llevamos recorrido en la tarea, se adivina claramente que no es posible pensar que eso se pueda hacer manteniendo el actual diferencial de siete puntos sobre el PIB en gasto en protección social respecto a Europa (curiosamente los mismos que en el gasto público total, y centrados en familia, vivienda y exclusión social), ni que se pueda hacer reduciendo o incluso manteniendo la presión fiscal. Seguramente, y a menos que nos sorprenda una recuperación espectacular, se avecinan tiempos de déficit público, pero el gasto social debe ser financiado con impuestos para dejar lugar a un aumento de los gastos en capital físico y humano que empujen la productividad. Desde posiciones conservadoras, (casi unánimes en Madrid, donde, como ha dicho un intelectual inglés, funciona un sistema de una ideología y dos partidos) se objetará que la competitividad no puede resistir el andamiaje del gasto social y una política de oferta más ambiciosa. Algo sorprendente si se tiene en cuenta que con seis o siete puntos menos que Europa de presión fiscal total, todo el edificio tributario se sostiene sobre el trabajo y donde destaca el escaso peso de un impuesto personal sobre la renta, cuyas bases imponibles además corresponden en un 90% al trabajo por cuenta ajena y autónomo. El argumento de la globalización, está bien, pero nada impide atraer capital productivo con el impuesto de sociedades, y tener un impuesto sobre la renta más equitativo, aunque algunos acaudalados lleven sus “simcav” a Luxemburgo. La sosera de la ortodoxia actual ensalza la pasiva virtud victoriana de la frugalidad y el déficit cero mientras vive de un éxito ajeno labrado por la actitud de los emprendedores: de las empresas que invierten, de los trabajadores que se cualifican y más recientemente de las familias lanzadas a la compra de vivienda. Además, no sólo nos deja una herencia de falta de equidad sino también y sobre todo una radical incapacidad para afrontar los grandes desafíos que siguen pendientes. Transición demográfica, transición tecnológica…transición hacia otra política económica.

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