Se dice que en el mundo se hablan más de seis mil lenguas y que el proceso de globalización que vivimos amenaza seriamente la existencia de muchas de ellas. Es cierto que muchas de estas lenguas tienen sólo algunos centenares de hablantes y que muchas otras son sólo orales y viven en pleno aislamiento de manera que su fragilidad es evidente. En Europa, el número de lenguas habladas es mucho menor e incluso las lenguas menores hace siglos que conviven con otras en un mismo marco cultural, a pesar de lo cual es evidente que también para ellas la globalización representa una amenaza, una amenaza que es muy diversa según el número de hablantes y también, y sobre todo, en función de su situación sociolingüística.
Aunque la distinción entre lenguas mayores y menores es arbitraria, hay una distinción que puede relacionarse con ella y que es perfectamente clara, la distinción entre lenguas oficiales de los Estados y lenguas no oficiales, una distinción que la Unión Europea ha reforzado notablemente. Aquí voy a referirme al futuro de las lenguas no oficiales. Y voy a intentar ofrecer una gradación de situaciones y de perspectivas de supervivencia.
Están en primer lugar lenguas que, sin ser oficiales de un Estado y de la Unión, tienen sin embargo un número considerable de hablantes, disponen de un apoyo social fuerte, poseen una norma lingüística aceptada, lo que permite su uso escrito. Dispoen no sólo de un reconocimiento por parte del Estado en el que se engloban, sino de estructuras administrativas o políticas propias, lo que les permite la presencia en la enseñanza, incluso en sus niveles superiores, enseñanza universitaria, en la edición de libros y también en los medios de comunicación: radio, TV e incluso en los sistemas informáticos, programas de ordenador, y en la red Internet. Es típicamente el caso del catalán, del euskera y del gallego y también el del galés.
Son lenguas que, en la medida en que podemos predecir el futuro, seguirán existiendo e incluso pueden aumentar algunos de sus usos. Y vale la pena recordar que algunas de estas lenguas tienen más hablantes y más usos, por ejemplo más presencia en Internet, que algunas lenguas oficiales de países europeos.
Están en segundo lugar lenguas que, como el frisón, gozan también de un apoyo político y administrativo y que han sido codificadas, lo que permite su uso escolar pero que por el número reducido de hablantes o por otras razones, su uso en niveles superiores es muy limitado. O lenguas que, como el bretón, aun teniendo un número considerable de hablantes y aunque ha sido codificado, lo que le permite tener un uso escrito y estar presente en la enseñanza aunque sea en forma muy limitada, tiene un apoyo social y político reducido, lo que condiciona sus posibilidades de uso y de expansión. A pesar de lo cual, en la medida en que estas lenguas mantienen un núcleo importante de propulsores, se puede considerar que su existencia está asegurada.
En un nivel menos favorable están las lenguas que no han sido codificadas y en las que coexisten variedades dialectales y que tienen un apoyo social reducido y ninguna protección oficial. Es el caso del occitano, del friulano, del corso o del sardo, a las que se pueden añadir lenguas que se consideran dialectos de una lengua mayor: así el alsaciano o el lorenés, dialectos del alemán. En cambio el luxemburgués, tradicionalmente considerado un dialecto del alemán, hoy se considera una lengua propia y además cooficial. La continuidad de las lenguas citadas, asegurada exclusivamente por la trasmisión familiar en condiciones de una fuerte diglosia, es evidentemente frágil.
Finalmente están lenguas con escaso número de hablantes, a veces dialectos separados hace tiempo del tronco común, y que sólo son habladas en el núcleo familiar y en los contextos sociales próximos. Es el caso del sorabo en Alemania y del arumano o del pomaco en Grecia. Su fragilidad es máxima.
A esta relación de lenguas en situaciones de fragilidad podemos añadir algunas lenguas que tienen la consideración de lenguas oficiales. Es el caso de irlandés, del luxemburgués o del maltés. La presencia de las tres en el sistema educativo de sus respectivos países es muy pequeña, como es muy pequeño su uso escrito y su presencia en los medios de comunicación. Muy bien se les podrían considerar lenguas amenazadas, pero la protección de sus respectivos Estados asegura su supervivencia.
Aunque los comentarios anteriores se refieren a lenguas europeas en general, sin embargo sólo he citado lenguas del occidente europeo. En sus confines orientales, en la zona europea de lo que durante un tiempo ha sido la URSS y antes el imperio ruso, existen, especialmente en la zona del Cáucaso, un gran número de lenguas autóctonas de las que algunas son lenguas propias de territorios autónomos. Así, en la República Rusa es el caso del chechenio, del tátaro o del oseto, y en Georgia del oseto del sur, autonomía que parece asegurar una protección oficial y con ello la supervivencia, lo que no es posible decir de otras lenguas menores de la zona.
A lo dicho se puede añadir que, a diferencia de lo que ocurre en Europa Occidental, en la Oriental, en los países que un día formaron parte del Imperio Austrohúngaro o del Turco, abundan las minorías lingüísticas que hablan la lengua de un país vecino. Y en el caso de los países englobados antes en la URSS, de poblaciones que hablan ruso. Las posibilidades de supervivencia de estas minorías lingüísticas dependen de numerosos factores, pero como la lengua en cuanto tal no resulta afectada prescindiré de comentarlas. Tampoco hago referencia al gran número de inmigrantes que mantienen las lenguas de sus países de origen y que se están convirtiendo en auténticas minorías lingüísticas.
Para terminar este comentario, me referiré al papel de la política lingüística en el futuro de estas lenguas. Empecemos por un hecho fundamental, la supervivencia de una lengua depende de sus propios hablantes, si los padres renuncian a hablarla con sus hijos o si estos prefieren hablar una lengua socialmente más prestigiosa, la lengua propia acabará desapareciendo. Igualmente, el éxito de cualquier medida en favor de una lengua menor, depende de que sus hablantes la aprovechen. Una vez dicho esto, también es cierto lo contrario, que la voluntad de unos hablantes de mantener su lengua, necesita de un contexto jurídico favorable y por tanto de una política lingüística dirigida a asegurar la supervivencia de las lenguas menores.
En principio la situación de las lenguas menores en Europa es más favorable que en otros lugares del mundo. Están incluidas en Estados con regímenes más o menos democráticos, el nivel de instrucción de los ciudadanos es relativamente elevado y el peso de la opinión pública importante, todo lo cual favorece el respeto de los derechos lingüísticos. De todos modos, las políticas lingüísticas de los diferentes Estados europeos son muy diversas y en muchos casos desfavorables para su supervivencia. ¿Qué perspectivas hay de mejorarlas?
El Consejo de Europa propuso hace ya tiempo la “Carta de las lenguas minoritarias”, documento que ha sido firmado y ratificado por algunos Estados europeos pero no por todos. Entre los que no lo han firmado se encuentran algunos de los integrados en la Unión Europea. La Unión, a pesar de que en sus principios fundacionales figura la no discriminación por motivos lingüísticos, se ha negado a siempre a definir lo que entiende por derechos lingüísticos de los europeos. Y aunque el tratado de Maastrich considera una riqueza la pluralidad cultural y lingüística de Europa y se compromete a defenderla, de hecho identifica la pluralidad lingüística con las lenguas oficiales de los Estados que constituyen la Unión y abandona a su suerte a las restantes. Y esta falta de voluntad política de las instituciones europeas por defender la pluralidad lingüística es probablemente el factor negativo más importante a la hora de prever el futuro de estas lenguas.
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