Iñaki Aguirre Zabala, Catedrático de Relaciones Internacionales. Universidad del País Vasco/ Euskal Herriko Unibertsitatea
José Antonio de Aguirre Lecube. |
Mi padre murió en el exilio de París de un ataque al corazón a los cincuenta y seis años. Su muerte fue un terremoto político no sólo para muchos vascos (incluso no vascos) sino un desastre para su familia. Este hecho ha marcado toda mi vida.
Ahora que tengo cuatro años más que mi padre cuando murió y que vuelvo la mirada hacia atrás, no deja de aparecerme la figura de mi padre desde una cierta distancia, más aun a medida que pasa el tiempo. Cien años desde que nació (6 de marzo de 1904), cuarenta y cuatro desde que murió (22 de marzo de 1960).
Cuando digo que la figura de mi padre surge en mi recuerdo desde la distancia, quiero decir desde la distancia que separa naturalmente a una generación de otra —muy distintas entre ellas, en su manera de enfocar la vida, la historia, la política— pero, también, en razón del largo camino que ha seguido el mundo desde 1960.
Muchas cosas han cambiado en el mundo y en Euskadi desde entonces. Unas para bien, algunas para mal. Otras, en cambio, no han cambiado nada, desgraciadamente.
Desde la insalvable distancia temporal que nos separa de nuestros muertos más queridos, surgen incesantemente las paradojas que produce la historia.
El presente de Europa se parece mucho más a la época de los primeros años de la actividad política de José Antonio Aguirre y de su lucha a favor del autogobierno vasco (1930-1935) que a los años que siguieron inmediatamente, de guerras y de exilio (1936-1960).
El joven líder nacionalista vasco de la campaña pro-Estatuto que arrancó el 14 de abril del año 1931 parece permanecer eternamente joven en la memoria histórica. De esa época datan algunos de sus más brillantes y memorables discursos en toda Euskal Herria y en las Cortes de la República en Madrid.
Sin embargo, los recuerdos que más vivos guardan los supervivientes de aquella época son los de la guerra o los inmediatamente posteriores, porque fueron los más duros para todos.
Yo no conocí a mi padre en sus años de la Guerra Civil que tuvo que enfrentar a la cabeza de un Gobierno Vasco Provisional, leal a la República, y que lo convirtieron, contra su voluntad, en Jefe de Guerra. Ni tan siquiera en los años más novelescos de su odisea clandestina, en los inicios de la Segunda Guerra Mundial, a través de la Europa nazificada hasta llegar a América (1939-1941). América donde nacería yo dos años después.
José Antonio Agirre junto a el diputado nacional uruguayo Iturbide, el Consul del Uruguay en Rio Grande y el Señor Uriarte, en representación de los vascos de Montevideo, probablemente en Río Grande do Sul, en Brasil. 1941. |
El José Antonio Aguirre que yo conocí con edad de razón, aunque por demasiados pocos años, fue el del exilio europeo de postguerra (1946-1960). Sobre todo el de los últimos años de su exilio en Francia. El del interminable, tedioso y gris exilio forzado en razón del abandono de las democracias a quienes lucharon, como los vascos demócratas y antifascistas, codo a codo, con ellas para derrocar al nazismo, al fascismo y a la dictadura de Franco, entre otras.
Sin embargo, el rostro de mi padre surge hoy para mi en mi memoria no sólo desde la distancia temporal insalvable sino, también, desde la altura. Es decir desde una dimensión que no guarda relación con el tiempo y que subvierte toda distancia o toda proximidad, como lo ha pensado y escrito, en su sentido ético más radical en cuanto a la relación con el Otro se refiere, el filósofo Emmanuel Levinas, coetáneo de mi padre y que, como él, vivió, en carne propia, las vicisitudes de Europa y de sus gentes, desde su propia fe.
Esa altura (esa forma de distancia que encierra, a veces, la más intima proximidad) es para mí, en el caso de mi padre, de carácter no sólo moral sino político.
En efecto, mi padre no dejó nunca de ser, para mi, no sólo quién era, es decir, José Antonio Aguirre, el protagonista de una aventura tanto pública como privada fuera de lo común, sino también lo que era y sigue siendo para la historia, es decir el primer Lehendakari de Euskadi.
En José Antonio Aguirre, el quién era y lo que era se confundían indisolublemente en su forma de ser pública y privada y contribuían —incluso para su hijo— a forjar, como se suele decir, su leyenda. Leyenda, del latín legenda, es decir lo que debe ser colegido, o recogido en común, como si de un legado obligado se tratara para los que seguimos en la historia.
He dicho antes que hay cosas que no han cambiado entre el tiempo que le tocó vivir a mi padre y hoy. Lo que no ha cambiado, desgraciadamente, desde entonces es el terrible y mortífero potencial de odio que encierra el pleito histórico-político interminable entre España y Euskadi.
Es, por ejemplo, hoy, el repugnante, agobiante y también sangriento doble acoso que está sufriendo el pueblo vasco en su conjunto. Doble y oscuro ataque, desde dentro como desde fuera, a la vez terrorista, mediático y político, a la legítima vigencia de un proyecto democrático interterritorial vasco, pero también europeo y universal, que la generación de José Antonio Aguirre ideó para su pueblo y logró, aunque de forma parcial, plasmar políticamente por primera vez en la historia vasca moderna y en la que logró aunar esfuerzos de vascos nacionalistas y no nacionalistas.
Pero, no nos engañemos, la traición interna ha sido siempre más letal para la causa política democrática de cualquier pueblo del mundo y para su propia supervivencia que cualquier previsible agresión externa. Como lo fue, bajo otros signos ideológicos, en tiempos de José Antonio Aguirre.
Del resto, ¿que he de decir? Por ejemplo, de la fe más fuerte que la derrota, de las convicciones políticas comunicadas, de la emoción que me embarga en el recuerdo, incluso de las anécdotas más banales vividas junto a mi padre que no tienen mayor interés excepto, quizás, para mi.
Todo esto (lo próximo, lo íntimo, lo familiar) debería pertenecer, creo yo, a lo que otro coetáneo estricto de José Antonio Aguirre y, como él, combatiente contra todos los totalitarismos, el filósofo, sociólogo y politólogo, Raymond Aron (1905-1983), hubiera llamado, el "jardín secreto".
Ese jardín secreto es el lugar de lo muy hondo —como es la relación de un hijo con su padre— cuya llave no está en poder de nadie y que debería mantenerse en el silencio de cada uno, si así es su deseo. Algo que no parece posible en la civilización del impudor, de la mentira y de la publicidad desmedida, de la invasión de lo privado por lo público, como es la de hoy. No creo que le hubiera gustado vivir este tipo de civilización a mi padre.
En cambio, la reserva que quisiera mantener, si con algo ha de coincidir sería con el estilo más propio de José Antonio Aguirre.
Con el silencio que a menudo guardaba, prefiriendo escuchar a los otros más que hablar él mismo. O con la exquisita discreción que mantuvo personalmente —incluso en circunstancias extremas— con todo lo que a asuntos o problemas privados de los demás se refería.
Eran, sin duda, otros tiempos. Y eran, también, otras gentes.
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