Bandas de los barrios altos de Nueva York, magnates del ferrocarril y buscadores de oro de California. Las manos vascas que construyeron América (1814-1851) (II de II)Escuchar artículo - Artikulua entzun

Carlos Rilova Jericó
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Cuando conté la historia de Juan Bautista Lasala, aquel extraño emigrante que vino a Nueva York primero como inversor para después convertirse en magnate de los ferrocarriles, comparé los episodios de su vida con algunas ficciones literarias y cinematográficas.

Joaquín Lavie, un sobrino de Juan Bautista, y sus aventuras -pues no otro nombre cuadra a aquellos hechos- fueron también buen material para una novela o una película del Oeste.

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Cartas escritas por Joaquín Lavie y enviadas desde California a Madrid. Fuente, Archivo General de Gipuzkoa, AGG-GAO DM 21, 7.

En efecto. Él, como los personajes creados, y re-creados, por Isabel Allende en "Hija de la Fortuna" fue a California para encontrar un mejor futuro que le era negado no sólo en la vieja Europa sino en Nueva York. A pesar de que era dueño de uno de los entonces nuevos revólveres -él y sus amigos los llamaban "pistolas de seis tiros"- no era un pistolero, pero como el arrepentido William Munny interpretado por Clint Eastwood en su magnifica película "Sin perdón", trató de obtener su fortuna comerciando en aquel -según sus propias palabras- nuevo El Dorado.

Sin embargo la historia de Joaquín era la historia de otros tantos miles en la Europa victoriana. Él, como muchos otros parientes pobres de familias pudientes, dependía, enteramente, de la deferencia y del dinero de los miembros más ricos del clan, que pagaban sus ropas, educación y el resto de su manutención.

Alrededor del año 1846, según parece, Joaquín se rebeló contra ese sistema, embarcó en Europa y fue a Nueva York para conseguir una fortuna nueva, de su propiedad. Su meta era liberar a su madre y hermanos de las cadenas de oro que los ataban a la tutela de Fermín Lasala y Urbieta. El hermano de Juan Bautista, el extraño magnate llegado a Manhattan con suficiente dinero para invertir en el desarrollo de aquellos ferrocarriles estadounidenses que permitieron al nuevo país convertirse en la todavía no completamente exhausta superpotencia económica -y militar- de nuestros días.

Allí ofreció sus servicios como trabajador a su rico y poderoso tío y comenzó la misma carrera de cualquier otro de esos genuinos "amerikanuak" descritos en el excelente trabajo de William A. Douglass y Jon Bilbao sobre los emigrantes vascos en Sudamérica y Norteamérica.

Es difícil saber qué hizo en Nueva York. Indudablemente era un hombre de agudo intelecto tal y como podemos descubrir leyendo, por ejemplo, la carta que envió a su tío Fermín desde Nueva York el 24 de octubre del año 1846. En ella analizaba, con tanta exactitud como cualquier sociólogo o historiador actuales, la guerra entre México y los Estados Unidos, el coste del conflicto -más de lo que esa potencia podía pagar-, el modo en el que la guerra de corso afectaría al comercio entre América y Europa y también cómo la boda de la reina Isabel II de España podría reactivar al derrotado partido del pretendiente carlista.

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Cartas escritas por Joaquín Lavie y enviadas desde California a Madrid. Fuente, Archivo General de Gipuzkoa, AGG-GAO DM 21, 7.

Sin embargo, a pesar de su bien probada inteligencia, los documentos de los archivos guipuzcoanos revelan que Joaquín no encontró su fortuna en Nueva York. Cuatro años después de su llegada dejó la ciudad y fue a San Francisco. Otra carta, enviada desde el principal emporio de California a Europa, transportada por el vapor Panamá, explicaba a Fermín Lasala y Urbieta las razones para emprender ese viaje peligroso e incierto. El joven esperaba encontrar en esas "tierras de oro" la fortuna necesaria para mantener decentemente a su familia. El "honor" y la "virtud" serían los únicos limites a ese propósito insatisfecho en las calles de Nueva York.

Joaquín no tenía suerte pero no era un ingenuo o un iluso. Lo primero que descubrió después de su viaje de cuarenta días a través del estrecho de Panamá, era que necesitaba cantidades ingentes de ese dinero del que carecía por completo para explotar una mina de oro. Así se decidió a establecerse como comerciante, tratando de obtener sus beneficios directamente de las necesidades más o menos básicas de los mineros. Nuevamente su aguda mirada descubrió todos los detalles relacionados con el comercio en California. Tal y como él mismo dice a su tío Fermín, aquel año de 1850, el valor de una pequeña cabaña era de mil a mil cien dólares. Los terrenos necesarios para edificar las casas eran también otra fuente de dinero mejor que la mejor mina. Y los sobreabundantes salones y casas de juego pagaban de 100.000 a 120.000 dólares a los propietarios de sus hipotecas. La harina, uno de los negocios de su tío, estaba perdiendo valor. Meses atrás el precio de un barril era de sesenta dólares, pero cuando él llegó a San Francisco era de sólo 15. En cualquier caso, como el precio del dinero era del diez al doce por ciento cada mes, esperaba hacer buenos negocios en aquel mercado enloquecido.

Sin embargo algo se torció en aquellos planes. Un año después, exactamente el 26 de enero de 1851, Joaquín envió otra carta a Madrid. Esta vez informaba a su tío desde Empire City. La fiebre del oro había prendido en él. Así, él y algunos otros se dirigieron a Fresno pertrechados con herramientas de minero. Allí la Fortuna se burló una vez más de los nuevos argonautas. Los indios les robaron parte de su equipo. Después, cuando su campamento estaba más o menos firmemente asentado y habían logrado convencer a algunos indios para que fueran sus criados, uno de los compañeros se hirió mientras limpiaba su revolver. Joaquín fue enviado a buscar un médico que vivía a cincuenta millas del campamento. Esa fue la única suerte que encontró en la tierra de las oportunidades. Tal y como cuenta a su tío, cuatro días después de su partida para buscar al médico y algunas mulas, los indios que trabajaban en los campamentos del río Burns se rebelaron, principalmente instigados por los que habían trabajado para Joaquín y sus amigos, y asesinaron a tres mineros estadounidenses.

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El mundo que conoció Joaquín Lavie. La fiebre del oro en California.

Tras esa primera matanza los indios "han declarado la guerra a los blancos" y saquean el país. Incluso se rumoreó que el nuevo campamento de Joaquín cerca del río Burns era objetivo de la cólera de los nativos. Miedo, el que obligó a Joaquín y al resto de su cuadrilla a abandonar sus tiendas algunas noches para evitar un ataque inminente, fue la única ganancia producida por el viejo río aurífero. Eso y las muertes y saqueos continuos perpetrados por bandas de indios desde San Luis Obispo a San José y las restricciones contra los mineros no estadounidenses acabaron con las esperanzas de Joaquín completamente.

Otra carta, enviada desde Nueva York el 27 de octubre del año 1851, hablaba de una triste derrota. El tío Juan Bautista había mandado a Joaquín volver a Nueva York, seguro de que lo único que le esperaba en las revueltas tierras de California era una muerte segura. Él había obedecido como hombre sin alternativas. Lo único que esperaba ahora era un trabajo decente que mendigaba tanto a su tío Juan Bautista como al tío Fermín. Nuestro hombre, dueño de dos manos que habían construido los Estados Unidos, estaba atrapado de nuevo por el oscuro destino de los parientes pobres de la Europa victoriana: su vida pertenecía a los miembros más ricos del clan y era dirigida por éstos. Eso o la ruina. En Europa, en Nueva York o bajo la sombra de los tomahawks indios en la no tan áurea California.

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