Para todos o para nadieEscuchar artículo - Artikulua entzun

Imanol Zubero, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

¿Puede la libertad ser defendida utilizando tan sólo medios compatibles con ella? La cuestión no es en absoluto nueva. Hace referencia a una de las tensiones más intensamente presentes en el pensamiento y en la práctica política en Occidente: la tensión entre libertad y seguridad.

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Foto: www.editorabrasiliense.com

En las primeras páginas de su obra Liberalismo y democracia escribe Norberto Bobbio que, en contraposición con el Estado absoluto o autoritario, el presupuesto filosófico del Estado liberal se encuentra en la doctrina de los derechos humanos, de acuerdo con la cual “el hombre, todos los hombres indistintamente, tienen por naturaleza, y por tanto sin importar su voluntad, mucho menos la voluntad de unos cuantos o de uno solo, algunos derechos fundamentales, como el derecho a la vida, a la libertad, a la seguridad, a la felicidad”, derechos que el Estado debe respetar y garantizar. Quiere esto decir que en principio, en teoría, no existe contradicción entre esos dos bienes, la libertad y la seguridad. En teoría, libertad y seguridad se refuerzan mutuamente: soy más libre en la medida en que gozo de mayor seguridad. Y una sociedad de personas libres será, en principio, más segura.

Pero esto es cierto sólo en principio. Sin un mínimo suficiente de seguridad es imposible, en la práctica, la libertad. Por el contrario, la seguridad es, al menos durante un tiempo, perfectamente compatible con la ausencia de libertad. Pensemos en cualquiera de los muchos regímenes autoritarios que en el mundo son o han sido, y en cómo todos ellos han tenido a gala hacer ostentación de la situación de orden público característica de sus sociedades. Además, la libertad supone enfrentarse a determinados riesgos. La libertad es, en un sentido muy profundo, asumir importantes niveles de incertidumbre. De ahí que muchas personas manifiesten, en determinados momentos de su vida o en determinadas coyunturas históricas, un incontrolable miedo a la libertad. De ahí, también, que se muestren dispuestas a reducir los niveles de libertad de sus vidas a cambio de ver incrementados sus niveles de seguridad.

Tras los atentados contra las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, esa cuestión se ha planteado con una nueva y fundamental crudeza. Empezando por los Estados Unidos y la Patriot Act de octubre de 2001, se ha producido un giro en las legislaciones de diversos países, que han adoptado medidas en extremo restrictivas de algunos de los más elementales derechos. Uno de sus primeros campos de aplicación de tales restricciones ha sido el ciberespacio, exento prácticamente de regulación hasta entonces, con medidas como las siguientes: el acceso policial sin autorización judicial previa al correo electrónico y a los movimientos en Internet de los ciudadanos; la posibilidad de crear bases de datos de cada ciudadano que posea una cuenta en Internet, lo que supondría la eliminación de raíz del anonimato en el ciberespacio; la obligación de los proveedores de acceso a Internet de almacenar los registros de uso durante períodos de tiempo que van, según los Estados, de los tres meses a los dos años; la identificación obligatoria de cada usuario que quiera dar de alta un número de teléfono móvil con tarjeta de prepago; etc.

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Foto: www.nps.gov/remembrace/statue

Pero no sólo esto. Las personas inmigrantes en general, y aquellas procedentes de países islámicos en particular, se han visto convertidas en el objeto principal hacia el que se dirigen todas las medidas precautorias, defensivas o anticipatorias, en este nuevo contexto de terror(ismo) global. Sus derechos, ya de por sí minorizados, se han visto fuertemente afectados: pensemos en las masivas deportaciones de inmigrantes (alrededor de 10.000) ocurridas en Estados Unidos durante el 2003.

¿Y qué decir de la situación de aquellas personas acusadas, o simplemente sospechosas de relacionarse con organizaciones o actividades terroristas? Guantanamo, ese agujero negro absolutamente opaco a cualquier forma de control judicial, es el paradigma. Y digo paradigma, pues en absoluto se reduce a una cuestión “idiosincrática” norteamericana. El informe de Amnistía Internacional titulado Rights denied: the UK's response to 11 September 2001 [Derechos negados: La respuesta de GB al 11-S] denuncia la “guantanamonización” de la lucha contra el terrorismo en Gran Bretaña. El informe desvela el trato y las condiciones de reclusión que padecen las personas detenidas en ese país tras los sucesos del 11 de septiembre, sometidas a aislamiento en pequeños grupos, recluidas en sus celdas 22 de las 24 horas del día, sin cuidados médicos adecuados, con importantes restricciones del derecho a practicar su religión o a recibir visitas de sus familiares. Hasta el 17 de julio del 2002, ninguna de las personas detenidas en virtud de la Ley sobre Antiterrorismo, Delincuencia y Seguridad (ATCSA) del 2001 había sido interrogada por las autoridades británicas.

Y el caso es que el desarrollo de la libertad precisa, ya lo hemos dicho, de una seguridad básica, tanto individual como social. Como señalara Aldous Huxley, “la libertad, como todos sabemos, no puede florecer en un país que esté permanentemente en guerra o aun en pie de casi guerra”. Si reducimos la seguridad a su dimensión más fáctica, a la ausencia de violencia física, armada, organizada o no, legalizada o no, entre grupos sociales o entre naciones, debemos reconocer que esta ausencia es una condición absolutamente necesaria, aunque no suficiente, para el desarrollo de la libertad y los demás derechos humanos. ¿Me equivoco si afirmo que en muchas ocasiones se recurre a la distinción entre paz negativa y paz positiva con la intención, explícita o implícita, de establecer una suerte de jerarquía entre ambas, como diciendo que la primera es una paz entre comillas, una paz pobre, de baja calidad, que sólo la segunda puede ser considerada como una auténtica paz? Creo que no. Y me parece que la historia más reciente, los últimos años del pasado siglo XX sin ir más lejos, nos ha enseñado (en Somalia, Bosnia, Ruanda, Congo, Kosovo, Afganistán) lo que supone la guerra, en particular esas “guerras harapientas” (tal como las ha definido Ignatieff) en las que se violan hasta las más básicas leyes de la guerra. Cuando la guerra estalla todo lo demás queda necesariamente en suspenso. De ahí el valor intrínseco de la ausencia de guerra, de la seguridad.

Sin embargo, el énfasis excesivo en la seguridad (¡ojo!, carecemos de una escala que permita definir cuando este énfasis es excesivo; sólo podemos tomar decisiones ad hoc, en cada situación) puede acabar, paradójicamente, amenazando no sólo a la libertad sino a la seguridad misma.

“Los seres humanos que habitamos el mundo global somos como aquellos desgraciados que trabajaban en las torres y que cinco segundos antes del impacto del primer avión creían que el conflicto entre israelíes y palestinos era una imagen más en las pantallas de la CNN que sólo les concernía indirectamente” (F.A. Iglesias, Twin Towers. El colapso de los estados nacionales). Así es. El 11-S fue el más espectacular ejemplo de que la suerte de la humanidad no se dirime ya en los estrechos márgenes de los estados nación. Sin una visión integral, sin una conciencia de responsabilidad universal, cada vez más viviremos en una situación de riesgo global. Pensar que nuestra seguridad puede construirse al margen del destino del resto de la humanidad no es más que una falacia. Los aviones del sida, el hambre, la guerra y la injusticia despegan del Sur y vuelan imparables hacia el Norte.

La libertad, nuestro bien político más preciado, depende de que todos gocen de seguridad suficiente. En un mundo global, la libertad y seguridad de unos resultan inviables sin las de todos los demás. Esta es la lección que deberíamos aprender.

GAIAK
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2004/05-28/06-04