Dr. César Manzanos Bilbao, profesor de Sociología en la UPV, especialista en Sociología del Delito, representante de Salhaketa-Araba
Según los datos oficiales hechos públicos (Interviú, 24 de Junio de 2002) durante los últimos 12 años en España, más de 4.000 personas presas han muerto en prisión, o nada más ser excarceladas. La gran mayoría de esas muertes pudieron y pueden ser evitadas, pues se deben a la falta de un tratamiento médico especializado a tiempo y en las condiciones adecuadas, o al mantenimiento de personas enfermas en las cárceles o en enfermerías precarias cuando habrían de estar hospitalizadas.
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Efectivamente si durante los últimos 20 años la Administración Penitenciaria, dependiente del Ministerio del Interior, se hubieran tomado las medidas básicas para garantizar la obligación que tienen de protección del derecho a la salud, la gran mayoría de esas miles de víctimas mortales a las que se ha aplicado la pena de muerte extrajudicial hoy estarían vivas. Y si además, los 30.000 euros, es decir, los más de 5 millones de pesetas que hoy nos cuesta cada plaza carcelaria por año y que se destina a pagar a vigilantes, a remodelar prisiones obsoletas y a construir macrocárceles, se invirtieran en atención medica, terapéutica y social, esos muertos podrían llevar hoy una vida normalizada como cualquier ciudadano sin recurrir al delito.
Pero no nos engañemos. Claro que se transgreden los derechos a la vida, al trato digno, a la salud de las personas encarceladas, pero es que esta trasgresión es necesaria y consustancial a la propia gobernabilidad de la cárcel y a la necesidad de esa corporación de someter a los reos para garantizar el “orden y buen funcionamiento del establecimiento” que en realidad es el objetivo primordial de la cárcel como estructura encargada de materializar la ejecución penal fundamentada en la privación de libertad. Dicho de otro modo, el sistema carcelario no tiene como objetivo la resocialización de las personas presas, sino como todo sistema, su objetivo es autorreproducirse, perpetuarse y para ello se alimenta de sus propias paradojas y autojustificaciones.
Por tanto desde esta perspectiva la cárcel no puede funcionar sin administrar la privación de esos derechos. El discurso sobre la trasgresión de derechos en la cárcel y sobre la necesidad de arbitrar mecanismos garantistas para que esta funcione de acuerdo con la legalidad no sirve, es excesivamente simplista y nuevamente relegitimador. Por tanto la crítica a la cárcel no ha de quedarse en la perspectiva de reivindicar el respeto a los derechos fundamentales de las personas presas ante la perversa e intolerable devaluación de los mismos, sino directamente frente a una institución formalmente construida para garantizar el respeto a los derechos y libertades que hace de la suspensión de los derechos y gestión de la privación de los mismos su garantía de continuidad y la condición imprescindible para seguir existiendo.
La cárcel funciona a golpe de circulares administrativas, de circulares internas de carácter anónimo para sus destinatarios, privadas e invisibles hacia fuera de ella, y ocultadas para favorecer el funcionamiento de una institución pública al margen de la ley. La Ley Orgánica General Penitenciaria es una de las leyes más violadas e incumplidas de todo el ordenamiento jurídico del Estado hasta el punto de que todas las reformas legislativas operadas desde que se sancionó han sido claramente involucionistas con respecto a las proclamaciones programáticas de las ideologías jurídicas que buscaban la humanización y democratización del sistema punitivo en el caso español. Hoy, hacer que se cumplan escrupulosamente los artículos contenidos en dicha ley, posiblemente supondría la inmediata abolición de la gran mayoría estructuras carcelarias existentes.
Después de más de veinte años de la llamada “Reforma Penitenciaria”, la realidad de la cárcel no ha sido modificada o construida conforme a las pautas que establece la ley, no ha habido evolución, sino involución (la legislación se ha adaptado a una realidad que se impone) e incluso se ha reformado para la institucionalización de situaciones de restauración de las penas corporales, como por ejemplo el citado caso de los FIES (Ficheros de Internos de Especial Seguimiento) que restaura el régimen de reclusión en condiciones de máximo aislamiento, cuando antes de la última reforma del Reglamento Penitenciario en el año 1995, estas situaciones eran irregulares. Otros ejemplos evidentes son las últimas modificaciones del Código Penal que han supuesto el reforzamiento de las jurisdicciones especiales en materia de vigilancia penitenciaria para limitar derechos penitenciarios o el alargamiento y cumplimiento integro de las condenas, entre otras medidas desgraciadamente conocidas y copiadas miméticamente de las políticas de ley y orden de los EEUU.
Desde aquí podemos entender el verdadero genocidio encubierto mediante la negación de las víctimas que se ha producido y se está produciendo en las cárceles españolas. La situación de emergencia y de verdadera preocupación por el estado de salud de muchas personas presas con graves padecimientos o enfermedades incurables en contra de lo que dice la ley que exige su excarcelación, nos hace lanzar una reflexión: cada día que pasan en prisión es un día menos de esperanza para que puedan tener una recuperación satisfactoria de su enfermedad. Y no sólo eso, sino que en multitud de casos su estado se va acercando al punto de preocupación por su vida, de tal modo que si no se pone remedio de inmediato el resultado que se produce es la cronificación de su enfermedad o la muerte. La pregunta es obvia: ¿Tienen que estar agonizando para que se le aplique el artículo 92 de Reglamento Penitenciario?
La macabra respuesta es sí. Se les excarcela cuando les quedan pocos días de vida o cuando las consecuencias de su enfermedad son irreversibles. Esto es tortura institucional, medida, calculada, precisa, como quien dispara un tiro en la sien a su víctima con un arma muy sofisticada. Sin hacerlo público, negando su crimen, negando a las víctimas, con un enorme silenciador.
Esta es una parte de la situación actual de muchas personas presas anónimas, cuya situación es invisibilizada por la administración para eludir sus responsabilidades. Porque las consecuencias de la inflación punitiva, de las políticas de encarcelamiento, es que está acarreando violación sistemática de derechos fundamentales (hacinamiento, conflicto y violencia en la convivencia dentro de los recintos penitenciarios, muertes evitables, infecciones infecto-contagiosas, etcétera). Estas situaciones son el resultado inevitable la apuesta de los actuales gobiernos por mantener la centralidad de la cárcel como forma de sanción, extendiendo sus funciones coercitivas y materializando su papel en los procesos de criminalización y de violación de derechos fundamentales (victimización secundaria).
La gran pregunta queda en el aire: ¿qué se puede esperar de unos responsables políticos que violan la ley con quienes encarcelan por violar la ley? ¿qué clase de justicia es ésa? Si es la justicia de la venganza, la clase política ha de saber que las gentes que nos partimos el pecho por sobrevivir día a día, no creemos en esa justicia que no es sino una máscara de la más profunda injusticia. Desde aquí la más absoluta reprobación a quienes han convertido las prisiones en un rentable negocio que consiste en fabricar y administrar sufrimiento y muerte a costa de sacrificar e ir recortando los derechos y libertades que tanto nos ha costado conquistar mediante las luchas sociales.
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