Olga Macías, Universidad del País Vasco
Gatos y perros han sido siempre en Bilbao, al igual que en otras poblaciones, testigos de los cambios de las costumbres de sus habitantes. A las funciones propias y primarias de cada especie se fueron sumando nuevas modas que en mayor o menor medida terminaron por configurar un complejo sistema de relaciones de las que el hombre era el mayor beneficiario y, cuando no, también el mayor perjudicado. Los bilbaínos tenían en los gatos y en los perros una proyección más de sus distintas actividades laborales y lúdicas. Los gatos gozaban de su dominio particular en el interior de las viviendas. En una época en la que estos pequeños felinos eran la mejor arma para luchar contra las ratas y otras pequeñas alimañas que amenazaban con infectar no sólo las casas, sino también tiendas, almacenes y demás dependencias de uso humano, los gatos se convirtieron en aliados incondicionales de sus dueños. Por otra parte, los perros acompañaban al hombre en las más variadas actividades y para muchos bilbaínos estos animales ocupaban un lugar destacado en sus casas. Es más, se decía de Bilbao que era conocida la enorme afición que sus habitantes sentían por los canes y eran continuas las referencias al elevado número de perros que había en esta villa.
En cuanto a los gatos, por sus quehaceres domésticos, se podían considerar uno más de la familia y, por lo tanto, eran un baremo a tener en cuenta en las contingencias que se vivían en los hogares bilbaínos. En época de carestía de vida y de subida de los alquileres de las viviendas, muchos bilbaínos se veían obligados a cambiar con frecuencia de casa, buscando habitaciones más baratas. En estos traslados de familias completas, a muchos transeúntes les sorprendían por la calle los maullidos desesperados de los gatos que, encerrados en una cesta de mimbre, eran llevados a sus nuevas moradas. Estas mudanzas traían la chufla de los bilbaínos, para quienes el espectáculo del gato paseando las calles de Bilbao en la cesta era una cosa habitual, sobre todo, cuando escaseaban las habitaciones. Los peatones se volvían sonriendo cuando veían al portador de la cesta, generalmente una muchacha, aligerar el paso a medida que los maullidos de su contenido arreciaban. No faltaban tampoco los chiquillos que les seguían imitando el maullar del pobre gato con la aquiescencia del municipal de la esquina.
En otra escala de valores sociales, los gatos, como parte integrante de la unidad familiar, suponían un pequeño obstáculo para aquellos bilbaínos que pudiendo permitirse el lujo de irse de veraneo, no tenían con quien dejarlos a su cargo. Se buscaban soluciones a los que se consideraba un grave problema doméstico. Ante la creación de residencias de verano para los gatos caseros en otros países europeos, en 1928 se alzaban voces desde los periódicos bilbaínos pidiendo que se implantaran este tipo de instituciones en una ciudad como Bilbao, adalid de la modernidad y reflejo del buen gusto de sus habitantes. De este modo, los bilbaínos con haberes, podrían pasar la temporada veraniega en Biarritz, en San Sebastián o en Santander, sin olvidar algún pueblo de la costa, tranquilos sin preocuparse por sus gatos.
Al mismo tiempo, los gatos se convirtieron en un sinónimo del desarrollo urbano de Bilbao. En efecto, ante las afirmaciones de cierto visitante que en 1921 consideraba que Bilbao era una aldea en la que no se veía a las once de la noche ni un gato por las calles, la indignación de los bilbaínos era patente. Nadie podía creer que Bilbao fuese una aldea. Además de los adelantos urbanísticos y tecnológicos, se tenían censados a ciento veinticinco mil habitantes. Es más, si no había gatos a esas horas de la noche por el boulevard bilbaíno era porque éstos reducían sus andanzas a sus calles, sin necesidad de exhibirse ante los forasteros. Otra cosa era que se identificara a los gatos con los bilbaínos que, si se retiraban precisamente temprano a sus casas, queja reiterada por bastantes visitantes, era precisamente para dejarles sitio libre a éstos últimos.
Sin duda alguna, el gato más famoso para los bilbaínos fue el gato Federico. Este gato fue uno de los náufragos salvados del vapor Guipúzcoa que embarrancó en el abra de la ría de Bilbao el 25 de enero de 1910. Federico formaba parte, junto a un perro cuyo nombre desconocemos, de la tripulación de este buque perteneciente a la casa consignataria Sota y Aznar. Proveniente Gijón y sorprendido por una horrorosa tormenta, el Guipúzcoa tocó quilla enfrente del puerto viejo de Algorta. Tras un difícil conato de salvamento, marinos procedentes de este puerto lograron llevar a tierra a los supervivientes de siniestro. Dentro del público de esta pericia se encontraban los representantes de la naviera propietaria del buque y las principales autoridades de la marina mercante vizcaína. En el momento del salvamento, la tripulación no quiso dejar ni al perro ni al gato a bordo, por la sencilla razón que los adoraba, sobre todo al gato.
Era habitual que en los buques se llevaran a bordo perros y gatos que, además de compañía, también contaban con un que hacer dando cuenta de las ratas que pudiese haber. En el caso que nos ocupa, la tripulación procedió al salvamento de sus compañeros cuadrúpedos. Metieron a ambos animalitos juntos en un saco para poder meterlos en la lancha salvavidas, donde les sacaron de su encierro. En cuanto la lancha tocó tierra el perro desapareció por el momento. Sin embargo, el gato un hermoso felino pardo, gordo y lustroso, permaneció a bordo del salvavidas del que salió sobre el hombro del fogonero. Éste llevó a Federico a la fonda donde habían llegado los náufragos, quienes llenaron al gato de caricias. Tal era el afecto que estos tripulantes sentían por Federico que, antes de cuidarse de sí mismos, hicieron preparar una cama para el gato, en la cual le acostaron, arropándolo cariñosamente. Estos avezados marinos contaron que Federico nunca dormía a bordo en el suelo, que siempre dormía en la cama con alguno de los tripulantes. Por no estar acostumbrado a dormir en el suelo, por eso le habían preparado, como en el barco, un lecho mullido. Dos médicos de Algorta reconocieron a la tripulación, de la que tan sólo uno de ellos necesitaba auxilio facultativo. Este marino se encontraba bajo los efectos de una gran depresión nerviosa y cuando se reanimó un poco pidió que le llevaran a Federico. Así lo hicieron sus compañeros, y mientras uno de los médicos administraba algunas inyecciones al maltrecho tripulante, el gato se paseaba tranquilamente por la cama. Al poco tiempo recibieron los tripulantes, y con ellos Federico, la visita del Gobernador Civil de Vizcaya y de numerosas damas algorteñas, éstas últimas con ropas y calzado para que los marinos se cambiaran.
En cuestión de perros, los bilbaínos eran más viscerales, o se les amaba o se les detestaba. En los periódicos bilbaínos aparecían continuas referencias a casos de fidelidades perrunas y canes heroicos de otras latitudes. De este modo, se hablaba, por ejemplo, de la perra nodriza de Francia que hacía de niñera de los vástagos de su dueña y les protegió de una ataque de las alimañas; del perro que salvó a un niño de un incendio en Baza; de la muerte de la perra del rey Alfonso XII que no abandonó el lecho de muerte del monarca; e, incluso, se recogió el fallecimiento del perro inglés que participó en un mayor número de expediciones al ártico y, también, el de Mabel, la perra que acompañó a Livingstone en sus andaduras. Sin duda alguna, Bilbao era un campo abonado para recibir este tipo de noticias. Pero no todos eran parabienes para con los perros en la invicta villa. En el año 1869 el rotativo Irurak Bat comenzó una campaña en la que criticaba duramente el constante aumento de los perros en Bilbao y el comportamiento de sus dueños. Estos últimos eran contrarios a cumplir las ordenanzas municipales que obligaban al uso de bozal de los perros en el recinto urbano.
Las duras críticas que desde el Irurak Bat se hacía a los propietarios calaron pronto en la opinión pública. Desde este periódico se acusaba a los dueños de los perros de egoístas: por acusar a su vez de egoístas a los que se quejaban de las mordeduras de sus animales; por mandar a sus perros a que fuesen a ensuciarse a la puerta del vecino; por echarlos de casa a la hora de comer para que se llenasen la panza merodeando por el mercado, carnicerías…; y, finalmente, por preferir que sus perros derribasen a una criatura, mordiesen a otra, o asustasen a ambas, antes de ponerles un bozal. Las acusaciones llegaron al extremo de proclamar desde las páginas de este periódico ¡Mueran los perros! ¡Vivan los bozales! Nuevos argumentos en contra de los perros: atentaban contra la vida del hombre por la hidrofobia, la rabia, mordeduras, serenatas nocturnas y resbalones. En efecto, se permitía a los perros hacer descaradamente en medio de la calle lo que un niño no podía hacer ni en un rincón de ella, sin exponerse a una multa. Además, los ladridos melancólicos que lanzaban los perros que trasnochaban, parados en la esquina de una calle, atentaban contra la salud de aquellos vecinos que salían una y otra vez a la ventana con el propósito de dar por finalizadas semejantes serenatas, y que corrían el peligro de acatarrarse.
La campaña contra los canes de Bilbao desde el rotativo Irurak Bat continuaba poniendo en evidencia los privilegios con que contaban los perros en esta villa. Los perros no pagaban contribución mientras que otros animales de mayor provecho si que lo hacían; los dueños de los perros despilfarraban un dinero en sus comidas y vestido que bien podría emplearse en socorrer a familias necesitadas; los perros no pagaban multas por las tropelías que pudieran hacer, mientras que, por ejemplo, una aldeana por llevar una carga a la cabeza debía de pagar la sanción correspondiente; los perros eran los únicos que entraban en los Jardines del Arenal; también eran los únicos que pasaban gratis los puentes de la villa; y, por último, se les consentía desobedecer el Bando de Buen Gobierno del Ayuntamiento de Bilbao.
Ante tales despropósitos de los dueños y de la autoridad competente los gacetilleros del Irurak Bat llegaron a proponer que se creara en Bilbao una religión que adorase a los perros, con reseña completa de la ceremonia del rito y construcción del templo correspondiente presidido por la estatua de un perro de chimbos. No se descartaba tampoco utilizar la táctica utilizada en la Guerra de Secesión Americana de utilizar perros en la batalla, e inmersos como estaban en el conflicto de Cuba, no sería mala idea librarse de los perros de Bilbao mandándoles a esta isla a luchar, para mayor gloria de todos, perros, dueños y Ayuntamiento.
Una y otra vez desde el periódico anteriormente citado se recogían las quejas por las andanzas de los perros de Bilbao y por la dejadez de sus dueños, amparados por un relajo en el cumplimiento de las normas municipales. Una y otra vez, desde este rotativo se reclamaba la aplicación del bando que exigía el uso del bozal por los perros, y para muestra un botón, publicaron el bando del alcalde de Madrid, por el que se exigía: Los perros alanos, mastines, y en general todos los de presa, no serán consentidos dentro de la población; y en el caso de tener que atravesarla, serán conducidos con cordel y bozal. Los de las demás clases llevarán bozal o bien sujetos por un cordel. Los del tabloide trasladaban esta información a quien correspondiese.
En efecto, la campaña del Irurak Bat no hacía más cargar las tintas sobre una realidad que desde otros rotativos se llegó a considerar como una lacra social. Las denuncias por los espectáculos nada edificantes que se ofrecían en Bilbao a cuenta de la desidia de los propietarios de los perros eran continúas. En 1879 se instaba a la autoridad a que no permitiese que los perros condenados a muerte por sus dueños fueran echados a la ría. A la cruel agonía de estos pobres animales, se añadía el espectáculo más repulsivo aún de los muchachos que arrojaban piedras a estos perros cuando luchaban por salvarse. Los denunciantes de estas actuaciones proponían que se echara a los perros a la ría de noche y con algún peso al cuello que hiciese menos cruel y dilatado su desenlace.
En 1882 en Bilbao, según palabras de algunos de sus vecinos, la impunidad de muchos de los propietarios de los perros llevó a una situación insostenible en la villa. Al elevado número de canes, se añadía el poco celo de sus amos en su cuidado. Era habitual que los perros anduviesen sin bozal por las calles y, no era raro tampoco, que por cualquier desencadenante un perro la emprendiera a dentelladas con cuantos se encontrara en su camino. Se solía pensar, en estos casos, que era un perro rabioso y, entonces, por una cuestión de salud pública, intervenían las autoridades. Se recogía al perro y se le llevaba a la perrera situada en el barrio de San Francisco. Urgía disminuir el número de perros que pululaban en las calles de Bilbao. Además de llevarlos a la perrera, otro recurso habitual era el de envenenarlos en la calles, acción que desde algunos sectores de la villa se consideraba repugnante.
Número del 10 de agosto de 1879 de El Noticiero Bilbaíno. |
Las autoridades se fueron concienciando del problema y poco a poco fueron desapareciendo las denuncias generalizadas por la dejadez en la que se encontraban los perros que pululaban por Bilbao. También es cierto, que las circunstancias económicas y sociales mejoraron y permitieron una mayor concienciación de los propietarios de los perros hacia el cuidado de sus animales. Con el tiempo, las denuncias de los bilbaínos frente a los desmanes de los perros se fueron centrando en aquellos perros de las zonas rurales que rodeaban la villa. Parecía que ninguna ordenanza municipal regía sobre estos perros que entraban y salían sin bozal alguno del recinto urbano, después de haber hecho alguna tropelía. Tales eran los desmanes de estos perros que en 1925 se dio órdenes tajantes a los municipales para que actuaran con contundencia ante el problema. En 1932 la situación que se denunciaba era la contraria, la de aquellos bilbaínos que en cuanto salían de la población al campo con sus perros, les quitaban los bozales. Los altercados entre los dueños de los perros y los caseros eran continuos por los daños que estos animales cometían, sin que los propietarios hicieran nada para reducirles. De nuevo, las autoridades bilbaínas se vieron reclamadas para actuar en consecuencia.
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