José María de Gamboa

Combatiente en la II Guerra Mundial

"Los Aliados no nos traicionaron. Era el deber de los vascos luchar por la libertad sin esperar nada a cambio"Escuchar artículo - Artikulua entzun

Juan AGUIRRE SORONDO
Itzulpena euskaraz

En los veranos de 1948 y de 1954 un importante número de vascólogos de todo el mundo se dieron cita en Biarritz y Baiona para celebrar sendos Congresos de Estudios Vascos. En un tiempo de persecución de toda actividad de pensamiento libre en la península, esos dos “Congresos del exilio” intentaron dar una continuidad a la labor que Eusko Ikaskuntza-Sociedad de Estudios Vascos venía ejerciendo desde 1918.

José María de Gamboa (Bilbao, 1926) participó en ambos Congresos. Pero el suyo es un testimonio que va mucho más allá. Hablando con él uno tiene la sensación de asomarse a la historia, trágica y esperanzada, de todo el siglo XX.

Los Gamboa son una familia vinculada con Filipinas

Sí, mi bisabuelo emigró a Filipinas allá por 1850-1860 y se instaló como hacendero. Sin embargo, mi familia no vivió en Filipinas sino que normalmente residía en el País Vasco. Por casualidad mi padre nació en Filipinas, pero vivió en Bilbao donde tenía diversos negocios. Y en Bilbao nací yo.

Cuando estalló la Guerra Civil usted tenía 10 años. ¿Qué recuerdos guarda?

Como todos los veranos, estábamos en Lekeitio. A mediados de agosto se oyeron los cañonazos de los primeros bombardeos navales, y poco a poco empezaron a verse milicianos ya uniformados. Recuerdo que un día un barco de guerra alemán rindió visita al alcalde de Lekeitio. Éste les recibió en el Ayuntamiento, les invitó a té con pastas y luego marcharon; sin duda, habían venido a informarse de cómo estaba la retaguardia republicana.

Ese mismo mes mi hermano marchó a Londres y mi padre, a solicitud del PNV, se puso al servicio de la marina mercante vasca. Más tarde, el Gobierno de la República le encargó la dirección de la Mid-Atlantic Shipping Company, una compañía con sede en Londres cuyo cometido era coordinar toda la flota mercante leal a la República.

El 1 de septiembre de 1936, mi madre, mi hermana y yo llegamos a San Juan de Luz a bordo de un destructor americano, y nos instalamos entre Biarritz y París, donde mi padre nos visitaba periódicamente.

Del dramático verano del 36 pasaron al no menos terrible verano del 40, cuando las tropas nazis invadieron Francia.

Sí, la entrada de los nazis en París nos cogió en Biarritz. Como mi padre había estado metido en política, pensó que lo mejor era marchar a Estados Unidos, donde ya estaba mi hermano estudiando en la Universidad de Harvard. Pero la cosa no resultaba tan sencilla, pues la única manera de abandonar Francia era atravesando España, algo en principio inimaginable para una familia de exiliados nacionalistas vascos. Afortunadamente, mi padre tenía pasaporte norteamericano que le fue concedido tras la pérdida de Filipinas por parte española en 1898, y eso nos permitió subirnos a un tren que el consulado de Estados Unidos en Burdeos fletó para repatriar a sus súbditos. En ese tren, en agosto de 1940, fuimos de Irun a Lisboa donde embarcamos con rumbo a Nueva York en el transatlántico Manhattan.

En Nueva York había una delegación del Gobierno Vasco, ¿verdad?

Así es, la dirigía Manu de la Sota, buen amigo de mi padre como también lo era el Lehendakari Aguirre, quien vino a vivir a Nueva York en 1941. En aquel tiempo el lugar de referencia para todos los inmigrantes vascos era el “Jai Alay”, un restaurante que era además hotel y agencia de viajes. Lo regentaba un personaje muy interesante llamado Valentín Aguirre, natural de Busturia, que desde que llegó a Nueva York en 1905 había sido policía, boxeador, de todo... Los vascos que pasaban por Nueva York eran sobre todo pastores con destino a Idaho. No sabían inglés, muchos de ellos ni tan siquiera castellano, pero eso no era problema: se presentaban ante Valentín quien les daba cama en su hotel, comida en su restaurante y un pasaje de autobús hacia su lugar de destino. También les entregaba 100 dólares, “y ya me los devolverás cuando puedas”. A la gente le extrañaba que Valentín fuese tan generoso (entonces 100 dólares era una cantidad importante), pero Valentín tenía un argumento de mucho peso: “En 25 años no ha habido nadie que me dejara de devolver esos 100 dólares”.

Cuando concluyó el bachillerato, ¿ingresó en la Universidad?

No, porque mi idea desde que llegué a América era volver a Europa como soldado. Al acabar el bachillerato en el Liceo Francés hablé con el Lehendakari Aguirre, le dije que quería ponerme al servicio de Euskadi. José Antonio me escuchó con aquella atención tan típicamente suya, con sus ojos marrones clavados sobre los míos: “Ingresa en el ejército americano, y cuando haga falta te llamaré”. Para él estaba claro que la guerra en curso era nuestra guerra, y que los vascos debíamos ayudar a Estados Unidos contra el nazismo.

Y usted siguió su consejo.

Sí, me alisté como voluntario a principios de 1944, y después seguí cuatro meses de instrucción en Alabama…

Comité de recepción del Congreso de Biarritz de 1948.
De izquierda a derecha: 1era fila: Román Arruza, Ramón Villalonga Sota, José antonio Durañona Aberasturi, Jacques Sabarros. 2ª fila: Patrick Sota Mac Mahon, Pepe Villalonga Sota, José María Gamboa Ibargarai, Philippe Harriague.

¿Fue como en las películas, con el típico “sargento de hierro” haciendo la vida imposible a los reclutas?

Como en las pelis, exactamente igual… ¡pero multiplicado por cien! Todo lo que hemos visto tantas veces en el cine se queda corto. El caso es que en primavera, a bordo de un viejo trasatlántico de nombre Aquitania, nos llevaron a Inglaterra. Allí supimos que seríamos suplentes de alguna de las divisiones que intervendrían en el inminente desembarco sobre las costas de Francia.

¿De modo que participó en el Desembarco de Normandía?

No en el desembarco inicial, sino que nuestra unidad entró en línea para ampliar hacia el Oeste la zona ya liberada. Ahí fue cuando empezó para mí la guerra de verdad…

Supongo que guardará recuerdos inolvidables.

Bueno… ¿Qué se puede decir de la guerra? Son una serie de flashes, de momentos únicos, irrepetibles, y en cierto modo... intransmitibles. Está el cansancio, la muerte, la soledad, el compañerismo... detalles... En la infantería la veteranía llega pronto... o la herida y la muerte. Al de quince días el soldado ya está al tanto de lo esencial y dura un par de meses en estado de máxima eficacia. Después de ese período comprende que la cuestión ya no es si le pasará algo o no, sino cuándo ocurrirá y qué es lo que le ocurrirá...

¿Y a usted le ocurrió?

Fue en la Batalla de las Ardenas, en Luxemburgo. El 10 de enero de 1945. Un mortero estalló cerca de mí mientras conducía a unos prisioneros alemanes por un bosque. Pero afortunadamente pude contarlo, y en cuanto me recuperé solicité retornar con mi regimiento. Me llamaron loco. Por aquel entonces ya se olía el final de la guerra y el temor de todos era morir en las postrimerías de la violencia. El 8 de mayo nos tocó cerca del río Elba, con los rusos enfrente.

El final de la guerra habrá sido uno de los momentos más emotivos de su vida, ¿verdad?

Ya lo creo. En agosto de 1945 fui con un permiso a París y me pasé por la Delegación de Euskadi. Agustín Alberro y Javier Landaburu me llevaron a almorzar a un suntuoso restaurante, aún me acuerdo de la comilona que nos dimos. Era un momento casi irreal, como de sueño: herido, superviviente a una guerra que habíamos ganado y Euskadi… Euskadi nos parecía ya al alcance de la mano.

Pero, en contra de lo que pensaba Aguirre, los vascos no sacamos nada de la victoria aliada.

Es verdad. Pero no hubo traición, ni pactos incumplidos por parte de los Aliados. Los Aliados no hicieron jamás promesa formal o informal de acabar con el régimen de Franco…

Quizás si Eisenhower no hubiese venido en apoyo de Franco las cosas hubiesen sido distintas.

Hay que entenderlo en su contexto. Estados Unidos no ayudó a Franco por maldad ni como traición, sino porque necesitaba una base americana para defender a Europa de la amenaza comunista. Con Alemania destruida, Francia exhausta y todo el continente muy debilitado tras años de guerra, Estados Unidos no podía correr riesgos. La democratización de España quedó aplazada hasta que las circunstancias fuesen más favorables.

Debo decir que a mí, como a muchos otros, los acuerdos Washington-Madrid de 1953 que afianzaron la dictadura franquista me causaban serios problemas intelectuales. Igual que diez años antes, en 1953 me acerqué al Lehendakari Aguirre y le pedí su parecer sobre la situación. Con gesto algo triste y fatigado pero con la misma convicción y sinceridad de siempre me dijo: “Era el deber de los vascos luchar por la libertad. Cuando la casa de tu vecino está ardiendo te corresponde ayudarle, sin discutir las condiciones de tu ayuda”. No hubo traición. Era nuestro deber luchar sin esperar nada a cambio.

Tras la guerra, ¿volvió al País Vasco? ¿Cómo lo encontró?

Mi primer viaje lo hice en julio de 1946. Fue un impacto tremendo. Me encontré con un país paralizado en el tiempo, poblado por gente aterrorizada (las cárceles estaban llenas, las represalias eran feroces), vigilada por miles de policías y soldados que ni siquiera ellos tenían un calzado adecuado. El desabastecimiento era total, no había de nada. “Este no es el país que yo conocí de pequeño”. Eso es lo que pensé.

Vayamos con el VII Congreso de Estudios Vascos, celebrado en septiembre de 1948 en Biarritz, en el que usted participó en labores organizativas.

Por entonces yo estudiaba Historia y Ciencias Políticas en la Universidad de Cornell, pero los veranos venía a Biarritz a pasar las vacaciones con mi familia. José Antonio Durañona, hombre de gran inteligencia y coraje que dirigía el gabinete del Lehendakari Aguirre, nos captó a unos cuantos jóvenes para que formáramos el Comité de Recepción del Congreso. Nuestra labor consistía en llevar y traer a los congresistas, y asistirles en cuanto fuera menester.

¿Fue un Congreso ideológicamente plural?

Dentro de las circunstancias, puede decirse que sí. Hay que darse cuenta de que pocos vascólogos del otro lado del Bidasoa pudieron venir. Los participantes eran, fundamentalmente, refugiados, gente de la órbita del Gobierno Vasco en el exilio, simpatizantes de la causa vasca en Francia y otros países, intelectuales y profesores… Ah, bueno y el poli.

¿El poli?

Era la broma del Congreso: “¿Has visto al poli?”, nos decíamos unos a otros. Porque todo el mundo daba por hecho que habría un policía español infiltrado entre los participantes. Aunque vete a saber…

Seis años después, en el VIII Congreso en Baiona y Ustaritz, usted actuó como Secretario.

La verdad es que me designaron para este cargo por dos razones: primero, porque tenía pasaporte americano y eso me permitía pasar la frontera cómodamente; y segundo, porque disponía de coche para traer y llevar a los congresistas. Era un MG biplaza y descapotable, un coche muy juvenil para la época. Recuerdo que fui a Fuenterrabía a buscar a un obispo y en la frontera el policía no daba crédito al ver a un obispo en ese descapotable tan pequeño y moderno.

¿Tan pobre de medios estaba la organización?

Para que te hagas idea: la financiación del Congreso se hizo mediante “postulación”. Yo conseguí que un comercio de Biarritz, Aróstegui, pusiera un anuncio en el programa. Fue un Congreso pobre pero muy emotivo. También contribuí al mismo con dos comunicaciones. Una, con un censo de vascos en Filipinas, adonde había viajado dos años antes. Y otra comunicación sobre el tema que desarrollaría en mi tesis de carrera: los Fueros vizcaínos comparados con el derecho tradicional anglosajón y latino. Al respecto mantuve algunas conversaciones muy instructivas con Jesús de Galíndez, que era especialista en la materia.

Años después usted fundaría el Instituto de Historia Contemporánea “Bidasoa”, para la recuperación de la memoria.

Hacia 1962, Txomin Epalza, Eugène Goyheneche y yo pensamos que era imprescindible recuperar la historia oral y documental de la Guerra Civil en el País Vasco con vistas a salvarla del olvido o la destrucción y ponerla en manos del Gobierno Vasco cuando concluyese la dictadura. Así fue como iniciamos la recogida de documentación y la toma de entrevistas. Últimamente hemos publicado varios libros (El hospital de La Rosearaie (1937-1949); Manuel de Ynchausti, un mecenas inspirado), y ahora estamos embarcados en otros planes…

¿Por ejemplo…?

Es curioso pero en toda Euskadi no hay un solo monumento a las víctimas de la Guerra Civil. Parece como si los vascos sintiéramos poco apego hacia nuestra Historia. Por eso, el Grupo “Bidasoa” está impulsando la iniciativa de que en el cementerio de Hernani, lugar donde hay 200 personas enterradas víctimas de los fusilamientos del 36, se levante un monumento conmemorativo. Vamos a ver si es posible…

Ojalá tengan suerte, señor Gamboa.

Eskerrik asko.

José María de Gamboa (Bilbao, 1926)

José María de Gamboa es hijo de Marino de Gamboa, empresario y director durante la Guerra Civil de la Mid-Atlantic Shipping Company, compañía responsable de la flota mercante de la República y de Euskadi. En 1936 la familia se exilió en Francia y con la invasión nazi marchó a Estados Unidos. Al alcanzar su mayoría de edad, José María se alistó en la US Army y participó en el desembarco sobre suelo francés en junio de 1944 enrolado en una división de infantería perteneciente al III Ejército del General Patton. Herido en la Batalla de las Ardenas, pidió su reintegro a filas y asistió al final de la contienda en el mismo frente.

Licenciado en Historia y Ciencias Políticas por la Universidad de Cornell, desarrolló su tesis de carrera con un trabajo comparativo sobre el derecho vasco respecto al anglosajón y al latino.

Por un azar, a partir de mediados de los cincuenta entró en el negocio de la industria de componentes de automoción, sector en el que se jubiló como alto directivo de una multinacional norteamericana.

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2005/01/14-21