Ana ZABALZA SEGUIN, Departamento de Historia. Universidad de Navarra
El estudio de la alfabetización en la historia es un tema tan apasionante como complejo. ¿Qué se entiende exactamente por alfabetización? ¿Dónde están sus límites? ¿Quiénes son sus agentes y cuál su grado de eficacia?
Si complejo es el análisis es tiempos recientes, la dificultad aumenta progresivamente a medida que retrocedemos en el tiempo para llegar a los siglos de la Edad Moderna. En esta época, salvo raras excepciones, las fuentes se vuelven opacas respecto a este punto. Nos encontramos en un mundo de personas iletradas, al que en general –o principalmente- sólo tenemos acceso a través de fuentes escritas redactadas por una selecta minoría que conoce los secretos de la lectura, la escritura y las categorías oficiales utilizadas en esos documentos. Estos redactores –escribanos y funcionarios- se convierten así en auténticos mediadores culturales, de manera más o menos consciente.
Esta situación es más aguda en las numerosas áreas de la Monarquía hispánica en las que la lengua hablada mayoritariamente por la población es distinta del castellano. Tal es el caso que analizamos en nuestro trabajo, el de Navarra en los siglos modernos.
Escuela rural, óleo de 1897 obra de Nicolás Esparza Pérez. |
Ninguna fuente se aproxima directamente al problema de la alfabetización de la población en el Antiguo Régimen. En el caso del estado español, hasta 1860 no hay un Censo que recoja la instrucción elemental de los individuos; además, como se ha señalado, lo hace de manera desigual.
Carolina Montoro ha subrayado en un reciente trabajo que “las áreas más estrechamente ligadas al nacimiento del castellano son las que presentan en 1887 los niveles más bajos de analfabetismo”. Por el contrario, y según esta misma interpretación, los niveles más altos de analfabetismo se observan en el sur peninsular en sentido amplio y en los dos archipiélagos, así como en aquellas regiones que tiene lengua propia: Galicia, Cataluña y Valencia. Sin embargo, se da una significativa excepción en el País Vasco y Navarra, donde, a pesar de hablarse una lengua distinta del castellano, los niveles de analfabetismo son muy bajos. Por último, a juicio de esta autora, “es posible reconocer una zona de transición entre las de bajo y alto nivel de analfabetismo, configurado por las provincias leonesas, aragonesas y del sur de la Meseta”.
¿Qué interpretación puede darse a este mapa de los niveles de alfabetización? Parece claro que esta distribución responde a raíces históricas hondas; como señala el artículo citado, se trata de fenómenos caracterizados por su inercia. “En este sentido, tiene un gran interés constatar que entre los siglos XVI y XVIII las áreas más intensamente castellanas o con menores porcentajes de analfabetos -sinónimo de saber leer y escribir castellano- son las que suministraban, casi exclusivamente, de funcionarios a la maquinaria del Estado. En otras palabras, en las regiones en las que el castellano era la lengua materna los individuos tenían ventaja para su promoción.” Es interesante contrastar este mapa con el del origen de los colegiales mayores en las grandes universidades castellanas entre 1500 y 1700: las diócesis que envían el mayor número de estudiantes, con gran diferencia, son aquéllas que coinciden con las regiones más intensamente alfabetizadas.
Como razones, puede apuntarse al menor tamaño de los núcleos de población, lo que favorece el más estrecho contacto con maestros y clérigos, agentes de la alfabetización; incluso el mismo clima puede aducirse como explicación parcial. Pero, siendo esto importante, es indudable que se trata también de una cuestión de valores: “qué importancia otorga la familia al hecho de saber leer y escribir.” La pregunta es por qué se valora de diferente manera. En parte puede explicarse por el impacto económico de la educación formal en la vida de una persona. Como se ha escrito, la demanda de los estudios de humanidades en Navarra durante los siglos XVII y XVIII es eco de lo que sucede en el resto de la sociedad de la Monarquía hispánica.
Sala de mi colegio, pastel de 1922 obra de Asunción Asarta. |
“Para autores como Reher, aquí radica el quid: se trata de una cuestión de valores. Al fin y al cabo, en España las entidades públicas tienen un papel secundario hasta fechas relativamente recientes, en pleno siglo XX, y es dentro de la familia donde se viven diferentes actitudes hacia el hecho de saber (y aprender) a leer y escribir. Esto permitiría explicar las diferencias en los porcentajes de niños que saben leer y escribir, los perfiles distintos de alfabetización, etc.” (Montoro, 2003).
Educar y enseñar
La documentación notarial y procesal, tan abundante para los siglos modernos, es rica en información acerca de los bienes y las obligaciones económicas de las familias: contratos matrimoniales, testamentos, inventarios, cartas de pago, nos describen de manera pormenorizada los haberes y deudas de las casas, las obligaciones contraídas por o con sus miembros. Pues bien, la conclusión a la que se llega es que la educación no era una partida en la que las familias invirtiesen, aun tratándose Navarra de una región con tasa de alfabetización relativamente alta. La única excepción es la inversión en la formación de un hijo sacerdote.
Antes de seguir, es necesario realizar alguna matización. Tras la incorporación de Navarra a la Corona castellana en 1512, algunos naturales de este Reino se habían dedicado, en bastantes casos con éxito, a las carreras exteriores, bien en la Corte o en las Indias; sin descuidar la dedicación al comercio y a otras actividades económicas. Esto requería la necesaria preparación de estos individuos, que pertenecían por lo general a los grupos sociales superiores. Tal proceso, que no hará sino desarrollarse a lo largo de la Edad Moderna, irá en paralelo con otros que confluyen en una más clara distinción entre el espacio doméstico y el –por llamarlo de alguna forma- laboral; entre lo público y lo privado. Estas tendencias, unidas al proceso de urbanización, terminarán por delimitar más netamente los papeles adjudicados a cada sexo: el varón desempeñará la parte principal de su actividad en el exterior de la casa, mientras que la mujer quedará confinada al espacio doméstico en una acepción cada vez más limitada.
Estos procesos siguen un ritmo ralentizado entre los campesinos cuyos horizontes cotidianos estaban alejados de estas brillantes trayectorias. En lo que podemos considerar la cultura pirenaica, en sentido amplio, lo que preocupa es el “aumento y mejora” –como se dice en los documentos- de la “casa”, la institución central del sistema y objeto de las preocupaciones de sus dueños. Con una concepción más vertical que horizontal del tiempo, los campesinos modernos organizados en torno a esta institución se sienten eslabones de una larga cadena, de la que ellos forman parte en la misma medida que los que les han precedido y los que les sucederán. Por ello, la formación de los hijos es una cuestión clave.
Sin embargo, es precisamente en estas familias, el campesinado navarro dueño, en general, de pequeñas propiedades agrícolas, donde no encontramos apenas referencia a gastos educativos; no se advierte tampoco una evolución en este aspecto. Creemos que es el momento de establecer una diferenciación, no tanto entre enseñanza formal o informal, sino entre enseñanza y educación. Enseñar es hacer que alguien aprenda algo: una técnica, una habilidad, un hábito. Educar es “preparar la inteligencia y el carácter de los niños para que vivan en sociedad. […] Preparar a alguien para cierta función o para vivir en cierto ambiente o de cierta manera” El patrimonio fundamental de valores que cada generación recoge y transmite a la siguiente, se inculca dentro de la casa. Fuera, en la enseñanza formal, los niños aprenderían las nociones básicas: leer, escribir, contar, la doctrina cristiana y, en particular, el instrumento clave para hacer una carrera exterior: la lengua castellana.
Niños recibiendo alimento en el monasterio de La Oliva. |
Desde este punto de vista, se advierten significativas diferencias en el tratamiento de hombres y mujeres a la hora de establecer las obligaciones de la casa respecto a sus hijos. En la documentación, al referirse a los hijos varones, se habla genéricamente de “dotar”, “alimentar”, es decir, proporcionar una mínima base material para situarse en la vida. En el caso de las mujeres las obligaciones son más amplias y específicas: “remediar”, “dotar”, además de todo lo que también se establece para los varones. Por otra parte, como también queda patente en la documentación, las dotes femeninas son superiores a las masculinas, en no pocas ocasiones el doble, lo que también está en consonancia con la pauta dominante en buena parte de la región en el siglo XVI, que es elegir como heredera a una mujer, aunque ésta tenga hermanos varones.
Desde el punto de vista que aquí nos interesa, el hecho de que los padres elijan libremente a aquél de sus hijos o hijas que consideren más idóneo para el “aumento y mejora” de la casa, hace que la asimilación por parte de éstos de los valores transmitidos en la casa se convierta en un factor determinante en esta decisión. Los mecanismos internos del sistema no tienen en cuenta la enseñanza formal, encaminada hacia las carreras exteriores, sino la educación, la trasmisión de los valores de la casa.
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