Los misterios de ObabaEscuchar artículo - Artikulua entzun

Pablo BARRIOS ALMAZOR

La última novela de Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista, aspira a ser no sólo la culminación de una fase de su obra, sino a constituir la síntesis de todo lo que ha escrito hasta el momento (exceptuados tal vez sus inicios más vanguardistas), un hito que cierra definitivamente una etapa clave de su vida de escritor. El hijo del acordeonista une de un modo muy directo ese periodo más simbólico y fantástico que encarnan Obabakoak o Dos hermanos y las obras posteriores mucho más realistas como El hombre solo o Esos cielos.

Bernardo Atxaga.
Bernardo Atxaga.

El hijo del acordeonista supone, de algún modo, el desvelamiento de Obabakoak, la revelación de gran parte de sus secretos y sus misterios. Como al final de aquél maravilloso montaje de La tempestad de Strehler, el escenario se abre de par en par y uno descubre atónito toda la tramoya que ha permitido crear el ensueño a donde nos han transportado Shakespeare, el rey mago Próspero y Strehler durante dos horas. Lo inquietante y lo paradójico de esta excelente novela del maestro vasco es que, al final de El hijo del acordeonista se siente nostalgia de ese misterio siempre abierto de Obabakoak, de sus laberintos, de sus esperanzas y de sus pánicos, de sus revelaciones nunca finales.

PARAÍSO EN TIERRA

Obaba aparece ahora, de un modo transparente y bien circunscrito en el mapa, como el gran paraíso rural vasco, esa Arcadia que pinta Ramiro Arrúe, negándose hasta el final de su vida en 1971 a introducir fábricas, ferrocarriles, coches, en sus cuadros, de una hermosura inigualable y que ha conseguido mantenerse apenas contaminada por el paso del tiempo. País en el que se siguen practicando los mismos juegos infantiles representados en los frescos de Pompeya y en cuyo corazón, “en el bosque, era todavía posible encontrar gente del pasado”. Para el adolescente David, el hijo del acordeonista, la fuerza de un pasado milenario, perdido en la noche (o el amanecer) de los tiempos, ejerce una profunda fascinación, hasta el extremo de que como hace constar en su informe un psicólogo, al que le han obligado a visitar sus padres para tratar de corregir lo que ellos consideran su falta de sociabilidad, los viejos valores aparecen confundidos en su mente con los modernos. Al final de su vida en Estados Unidos, David sigue conservando esta misma fascinación por los tiempos pasados y es lo que le hace reflexionar de este modo en Sequoia Park, ante el “ser vivo más viejo del mundo”, la secuoya que según dicen tiene cerca de tres mil años:

“Da miedo pensar que vio la luz hace unos tres mil años y que por aquel entonces una cabra hubiese podido tragárselo entero, con sus hojitas tiernas. Pero él pudo más que las cabras y..., las heladas, los humanos. Y ahí está. Sigue creciendo. Bendita sea la tenacidad de los árboles”1.

El campo y las montañas de Obaba y su mundo de amigos (Lubis, Pancho, Ubaube, Martín, Adrián, Joseba) y amores (Virginia, Teresa...) constituyen, claramente, para David la representación del paraíso en la tierra. Aunque más adelante tenga la dicha de reproducir en el rancho de California, en compañía de su mujer Mary Ann y de sus dos hijas, la misma experiencia, Obaba sigue conservando para él esa expresión de la felicidad perfecta. El epitafio que lega David es el siguiente:

“Nunca estuvo más cerca del paraíso que cuando vivió en este rancho, hasta el extremo de que al difunto le costaba creer que en el cielo pudiese estarse mejor… Fue difícil para él separarse de su mujer Mary Ann y de sus dos hijas Liz y Sara, pero no le faltó al partir la pizca de esperanza para rogar a Dios que lo subiera al cielo y lo pusiese junto a su tío Juan y a su madre Carmen y junto a los amigos que en otro tiempo tuvo en Obaba”2.

En David se recoge esa clásica actitud extrema de la atracción del campo y del repudio de la ciudad. Nunca se siente cómodo en el colegio La Salle de San Sebastián, al que se ve forzado a ir. Las chicas del pueblo son las que verdaderamente le atraen: Virginia, “la paysanne (Atxaga revela a lo largo de toda la novela, esa influencia francesa tan característica del guipuzcoano) es su gran amor. Aún dentro del pueblo, David siempre prefiere alejarse hacia la zona más cercana al bosque, al barrio de Iruain, en donde se encuentra el caserón de su tío Juan, para estar allí al lado de sus amigos y de los caballos de su tío.

SOMBRA DEL PARAÍSO

En ese lugar paradisíaco, anida, sin embargo, la huella omnipresente del sufrimiento humano, como consecuencia de un conflicto interno desgarrador, que gira en torno a la integración o a la exclusión en una comunidad, el tema atxaguiano por excelencia tanto en su primera etapa vanguardista como en la fase simbolista posterior. Esa fijación en la marginalidad y la exclusión –unidas en muchas ocasiones a la deformación física o mental–, con su desolador acompañamiento de crueldades y sufrimientos, que tanta perplejidad podría provocar en el lector de Dos hermanos y Obabakoak, podría ahora entenderse con mucha más claridad en El hijo del acordeonista.

Asteasu (Gipuzkoa).
Asteasu (Gipuzkoa).

En Obabakoak, que se ha presentado como el libro que recoge de algún modo los mitos del pueblo vasco, son recurrentes los relatos –sobre todo en la primera parte “Infancias” y en la narración intermedia, “Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana”– centrados en la problemática de la dolorosa experiencia de la marginación, vivida en el contexto de un dramático conflicto interno, por culpa de una personalidad dividida, que hace girar a los personajes entre la integración sometida a determinadas condiciones y la exclusión de la comunidad. “Esteban Werfell” se basa en el ingenioso empeño de un padre de excluir a toda costa la integración de su hijo en Obaba, que es el pueblo materno. “Exposición de la carta del canónigo Lizardi” describe la terrible historia del hijo ilegítimo del “chico de las zarzas”, perseguido y maltratado por el pueblo y que se transforma en un vengativo jabalí blanco. “Post tenebres spero lucem” se centra en la maldad de las gentes de Albania –el barrio más alejado de Obaba–, que se ceba, con la complicidad del criado Manuel, en la generosa maestra, víctima de la soledad en que vive. “Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana”, excursión castellana antes de iniciar el regreso a Obaba pone de relieve también todo un escenario universal de exclusiones y conflictos intercomunitarios: el aislamiento del enano Juan de Tarsis, la marginación de los habitantes de la casa alegre, de los pastores... En Dos hermanos –una de las cimas del arte de Atxaga–, Paulo se debate entre la integración a su comunidad, a través del sacrificio de su monstruoso hermano Daniel o la unión a él.

En El hijo del acordeonista el conflicto abstracto e imaginado, pasa a ser meridiano. David va poco a poco descubriendo la terrible verdad de que es su propio padre, Ángel, uno de los autores de las fechorías en que se ha basado la supuesta paz de Obaba en los años del franquismo. Durante la guerra civil, los franquistas y falangistas han fusilado a sus enemigos republicanos y nacionalistas y se han apropiado de gran parte de sus bienes, como el hotel Alaska propiedad del indiano don Pedro Sarasola, objeto del espléndido cuento que se inserta a la novela, “El primer americano de Obaba”.

La represión franquista –en la que ha participado activamente su padre Ángel–, ha impedido asimismo que David haya podido desarrollar una parte esencial de su personalidad, vinculada al País Vasco, a su lengua y su cultura. David ha tenido que esperar a los quince años para leer el primer libro de su lengua materna, Biotz-Begietan (“En el corazón y en los ojos”), el célebre poemario de Lizardi. Se ha visto obligado a leerlo a escondidas. Su tío le advierte, al regalarle el Dictionnaire basque-français de Pierre Lhande, S. J., que le sería más práctico un diccionario del vasco al castellano pero que “los militares que mandan aquí no dan permiso” y que puede ser denunciado si alguien se entera que está leyendo a Lizardi. La persecución del euskera es, para Atxaga, uno de los crímenes más imperdonables del franquismo y el escritor dedica al tema de la pérdida de la lengua en El hijo del acordeonista alguno de los más emotivos párrafos de la novela:

“Porque la verdad es que para entonces –1963, 1964–, aquella gente antigua que se reunía en Iruain ya estaba perdiendo la memoria. Los nombres que daban a las diferentes clases de manzanas –espuru, gezeta, domentxa–, o a las mariposas –inguma, txoleta, mitxirrika–, desaparecían con rapidez: caían como copos de nieve y se deshacían al tocar el nuevo suelo del presente. Y cuando no eran los nombres, eran sus distintos significados, los matices que habían ido tomando en el curso de los siglos. Y en algunos casos, no eran sólo las palabras o las acepciones: era la lengua misma la que se borraba”3.

El encabezamiento de la novela es un poema, “Muerte y vida de las palabras”, que lamenta la pérdida de las cien maneras de decir mariposa de la lengua vasca, aunque reconoce en sus versos finales, esperanzadamente, que nuevas palabras van surgiendo y “nevando hacia arriba”.

Atxaga constata, por consiguiente, en El hijo del acordeonista, una nueva situación, en la que no sólo se ha detenido el proceso de lenta desaparición de la lengua, sino que se ha iniciado una clara recuperación del euskera, que cuenta ya con una notable obra literaria, a sumar a la suya propia (Aresti, Jon Mirande, Saizarbitoria, Sarrionandia, Lertxundi, Elorriaga, etc...)

AMOR Y PAZ

A diferencia de El hijo del acordeonista Obabakoak describía en la segunda parte del libro –“En busca de la última palabra”–, todo un desesperado proceso de búsqueda de la identidad literaria vasca, que se resistía a la fijación. En Método para plagiar, Axular, el párroco de Sara, el primero de entre todos los grandes autores vascos, muestra la isla-euskera en soledad, lugar árido y muerto, rodeado de todo tipo de enemigos. Atxaga se esfuerza en llevar de un modo magistral a la literatura vasca a un diálogo con toda la literatura universal pero al final, sigue constatando que, aparte de la vuelta a Obaba y el enloquecimiento del narrador, hay que seguir avanzando.

La nueva novela parte en cambio de la base de que, aunque no se podrá abandonar totalmente la búsqueda de la última palabra, una época de grandes transformaciones ya ha terminado y se ha entrado en una nueva dinámica en la que la lengua y la cultura vascas están dotadas de una sólida vitalidad y en la que, además, el imperativo de la paz se ha impuesto prácticamente a la casi totalidad de la población. Tras un largo proceso de concienciación y de rebeldía, que le lleva a descubrir los crímenes del pasado y a reconocer plenamente la represión que se ha estado ejerciendo sobre su lengua y su cultura, David, en compañía de su íntimo amigo Joseba, entra a militar en un grupo revolucionario a finales de los sesenta, pero ambos renuncian pronto a la violencia, en los comienzos de la transición. Para David, es determinante un encono del enfrentamiento que no puede aceptar. El protagonista toma como ejemplo el zulo o escondrijo del caserío de Iruain:

“Durante más de un siglo” –le habla la voz del tío Juan–, no tuvo otra función que dar cobijo a los perseguidos pero tú y tus amigos lo habéis desvirtuado al usarlo para lo contrario, para esconder a personas secuestradas...”

“Porque Papi” –su jefe en la organización– “no cumplió su palabra, tío –pensé–. Me prometió que solo lo utilizarían para ocultar a compañeros en apuros y al poco tiempo encerró allí a un industrial que no pagó el impuesto revolucionario”4.

La muerte de su madre y la vuelta al pueblo, en contra de las órdenes de la organización, le colocan ya en una situación de ruptura. David piensa que al trasladarse a Francia para preparar desde allí los atentados, ha abandonado a los suyos y que “la vida es lo más grande y que hay que tomársela muy en serio, “igual que lo hace una ardilla”, según escribió Nazim Hikmet”5.

La transformación de Joseba es más radical:

“De la noche a la mañana, empecé a aborrecerlo todo: mi militancia, las canciones sentimentales y muy en especial, algunas palabras de nuestro léxico habitual, “pueblo”, “nacional”, “proletariado”, “revolución” y otras por el estilo. A partir de este momento, los comunicados de la organización me parecieron absurdos, más absurdos aún los atentados, mis compañeros, ajenos y antipáticos”6.

David, Joseba y el mismo Triku, que proviene directamente de la organización, piensan que los militaristas se van a imponer, con lo que la lucha armada se prolongaría inútilmente. El hijo del acordeonista se afirma en un neto reconocimiento de la superación del conflicto armado o violento, que debería haberse cerrado hace ya muchos años y todo el libro destila un rotundo acento de paz, de reconciliación, de amor por el país y por los demás.

La novela, escrita desde el exilio norteamericano del protagonista, al que se ha visto obligado por su pronta salida de la organización armada, está envuelta en un aire de poética evocación del idílico lugar al que David sigue aferrado hasta su muerte. Este distanciamiento físico y temporal de los acontecimientos que se describen en la novela acentúa un inevitable embellecimiento del pasado que indiscutiblemente elude todos los dramas y sufrimientos vividos en el País Vasco en el último cuarto de siglo y hasta nuestros días.

La cronología de la historia –David parte a mitad de los setenta a los Estados Unidos–, la opción política e ideológica del protagonista, el alejamiento en el espacio y en el tiempo de los hechos narrados, conducen a un texto en el que solo se resaltan las sañudas persecuciones y fusilamientos de la guerra –descritos con el nuevo realismo rosselliniano de Atxaga–, la represión del franquismo que lleva a la muerte de uno de los mejores amigos de David en el pueblo por la policía en el contexto de las primeras acciones violentas de los grupos revolucionarios y en el que se subraya, sobre todo, el idealismo de los primeros tiempos de la rebeldía nacionalista y la rápida transición a unos nuevos planteamientos que excluyen la violencia.

Lo que interesa, no obstante, de la novela, no es la ausencia de una descripción completa del conflicto vivido en el País Vasco durante estas últimas décadas –que Atxaga ha optado por no abordar–, sino su decidida apuesta por poner un punto final a una situación de conflicto candente y de dolor en el País Vasco y a seguir un nuevo camino en el que superada la ignorancia, origen de tantas crueldades y sufrimientos en Obabakoak, se pueda restablecer la solidaridad y reafirmar el amor entre los hombres.

NOVELA Y POESÍA

A pesar de todo su lirismo, Atxaga mantiene en su última novela la línea realista de El hombre solo o Esos cielos. Se detectan en El hijo del acordeonista muy pocas rupturas de ese estilo: los Primeros y Segundos Ojos de David, con que se describen algunos cambios anímicos del protagonista, nueva expresión de esas voces interiores que acompañan también al protagonista de El hombre solo: la Rata, si hermano Kropotky, su amigo Sabino... La revelación de estas leves fisuras nos vuelve a acercar a esa gran paradoja de la superioridad creativa de Obabakoak, una obra infinitamente más difícil y laberíntica pero también mucho más sobrecogedora y más humana, que se intuye más próxima a una realidad inevitablemente confusa.

Tal vez el problema de El hijo del acordeonista, que sigue siendo una novela de la talla de ese gran escritor que es Atxaga, es esa hermosa tentativa de llegar a la gran síntesis, a la gran comprensión –que rige el designio poético–, y que involuntariamente cierra la puerta al misterio y a la complejidad.

Y, ahora, ¿qué? Atxaga ha proclamado su claro deseo de poner punto final a una etapa, de pasar incluso a ser un perdedor...

“Estoy cansado, pero de determinado mundo y del papel que yo he desempeñado a gusto o a disgusto en él” –afirma recientemente el escritor–. Ha sido una época muy animada, qué duda cabe, pero esa vida ha llegado a un punto muerto, sin salida. ¡Qué quiere que le diga! Uno cambia. Ya lo expresé en Gizona bere bakardadean de alguna manera: escribí que con los sentimientos y con las maneras de pensar sucede como con las entrañas, te levantas una mañana y te das cuenta que el cambio ya se ha producido, que no quieres volver a ver a mucha gente que solías ver en el pasado. Que no quieres repetir ciertas discusiones del pasado; que algunos tonos, algunos gestos, una cierta manera de hablar, te son completamente ajenos ya. Y, sobre todo, que renovarte no te parece ya una misión imposible. Así que quiero hacer también como con el juguete: darle al botón rojo y saltar al espacio exterior”7.

Nadie puede poner en duda que esa nave de juguete a que se refiere Atxaga es capaz de sortear todos los peligros y surcar espacios infinitos.

1 Bernardo Atxaga: El hijo del acordeonista, Alfaguara, Madrid, 2004, pág. 395ª.

2 B. Atxaga: Pág. 10ª.

3 B. Atxaga: Pág. 82ª.

4 B. Atxaga: Pág. 459ª.

5 B. Atxaga: Pág. 461ª.

6 B. Atxaga: Pág. 462ª.

7 Entrevistas de Hasier Etxeberría: Cinco escritores vascos: Alberdania, Irún, 2002, págs. 357ª-358ª.

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