“Mister Lincoln”, el asesino y el diputado. Los vascos ante la Guerra de Secesión norteamericana (1861-1865)Escuchar artículo - Artikulua entzun

Carlos RILOVA JERICO
Traducción: Carlos RILOVA JERICO
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Todo ocurrió hace exactamente 140 años, el 14 de abril de 1865 y los aficionados al cine sin duda lo recordarán perfectamente. Así, cualquier espectador de la recién remasterizada “El nacimiento de una nación” del director David Wark Griffith, habrá pasado varias veces ante sus ojos la escena en la que John Wilkes Booth, el asesino al que se alude en el título de este trabajo, dispara sobre Abe Lincoln, el magnánimo presidente de los recién restaurados Estados Unidos de Norteamérica, mientras éste estaba sentado pacíficamente en uno de los palcos del Ford Theatre de Washington D. C.

Monumento al General Grant en Washington D. C
Monumento al General Grant en Washington D. C.

Todos los libros de Historia coinciden en los motivos de ese asesinato que, según alguno de los más brillantes escritores norteamericanos, inaugura lo que él llama “el siglo americano”, que vendría a durar, quizás, hasta nuestros días. John Wilkes Booth, que iniciaba así una relativamente larga lista de atentados contra los presidentes de esos Estados que, en efecto, tras aquella guerra de cuatro años permanecían Unidos, era un fanático sureño que al igual que el narrador de cierta famosa canción de la época -“I’m a good old rebel”- no se había rendido en Appomattox junto con el grueso de lo que quedaba de los ejércitos de la Confederación, no deseaba ningún perdón por lo que había hecho y soñaba matanzas de yankees que alcanzasen a sumar, por lo menos, un millón más de ellos.

Como no hubo proceso contra él en el que pudiera explicar otros motivos para su conducta deberemos aceptar que, en efecto, esas fueron sus únicas razones para hacer lo que hizo. Así es: como buen actor, tras el magnicidio, John Wilkes Booth realizó un espectacular mutis por el foro saltando desde el palco presidencial al escenario desde donde huyo para no ser encontrado jamás. Ni por el recién creado Servicio Secreto de los Estados Unidos encargado -con bastante poco éxito- de evitar nuevos episodios como aquel ni, mucho menos, por la policía.

Ese acontecimiento, de manera sorprendente -o, tal vez no tan sorprendente-, no ha estimulado las consabidas industrias del Centenario Histórico a las que estamos tan acostumbrados desde hace ya años. Así es, el aniversario de esos 140 años ha pasado desapercibido para todos. El gobierno federal no ha realizado actos de conmemoración. No al menos alguno que haya tenido repercusión en el resto del mundo, como sucedió con los del bicentenario de la Declaración de Independencia en 1976. Algo chocante, más aún si se tiene en cuenta que ese gobierno está en estos momentos en manos del mismo partido republicano que Lincoln contribuyó a fundar. No se ha escrito ningún best-seller sobre la guerra de Secesión o sobre este asesinato con el que se cierra. El mundo editorial norteamericano (lo que es tanto como decir mundial) ni siquiera ha recurrido a la reedición de libros de autores consagrados como el ya aludido E. L. Doctorow y su “Arca de agua”, o los de eximios difuntos como William Faulkner o, con más razón aún, Gore Vidal. De manera aún más incomprensible Hollywood no ha querido oír hablar siquiera de una nueva producción sobre esa guerra que tan buenos resultados le ha dado desde la ya mencionada “El nacimiento de una nación” hasta la reciente “Cold Mountain”, sin olvidar, por supuesto, la faraónica “Lo que el viento se llevó”.

Una reacción verdaderamente curiosa, por no decir extraña. Sobre todo si la comparamos con la repercusión que aquellos hechos tuvieron en su momento a nivel mundial y, especialmente, en una Europa que miraba fascinada aquella guerra de la que tanto podría salir la desintegración como la consolidación de aquel gigante todavía dormido que vagamente la amenazaba.

Los habitantes del País Vasco, como conspicuos europeos, no constituyeron ninguna excepción a esa regla aunque hoy nos pueda parecer difícil de creer. Los documentos disponibles son extraordinariamente claros al respecto. No sólo el asesinato del señalado en los mismos como “Mister Lincoln”, sino toda la guerra que lo precedió afectaron notablemente al mundo urbano de las provincias vascas. Los papeles de Daniel Evans, el cónsul que representaba los intereses de Washington D. C. en el País Vasco, o algunos que obraban en poder del diputado guipuzcoano Fermín Lasala y Collado son buenos indicios del interés que despertó entre las clases medias y altas del País Vasco esa Guerra de Secesión.

Efigie de Lincoln y Fermín Lasala y Collado
De izquierda a derecha: Efigie de Lincoln sacada de una moneda de un céntimo de dolar. Fermín Lasala y Collado.

Ya que el servicio de microfilmación de la UPV la ha puesto a nuestro alcance comencemos por husmear un poco en la valija diplomática de Daniel Evans, para después dar un nuevo paseo por el archivo personal de Fermín Lasala junior a quien, como se puede deducir de números anteriores de esta misma revista, la cuestión de la guerra civil entre los estados de la Unión no podía pasar desapercibida.

La información que contiene ese legajo de correspondencia guardado en los archivos nacionales de Estados Unidos es relativamente breve. Se trata de un puñado de cartas e informes remitidos por Evans al honorable William Seward, el secretario de estado de Lincoln al que Gore Vidal retrató tan despiadadamente. Sin embargo a través de ellas se pone en evidencia cuál era el estado de ánimo imperante en algunos de los principales puertos vascos -Bilbao y San Sebastián en este caso- tanto hacia los yankees como hacia sus enemigos.

Así, Daniel Evans, cumpliendo con la rutina de cualquier diplomático -es decir: observar y sacar conclusiones útiles para su gobierno de esa vigilancia-, ofrece un cumplido retrato del impacto que causó entre los vascos la Guerra de Secesión.

La primera de las comunicaciones que remitió iba fechada en 1 de octubre de 1862, cuando el conflicto había pasado ya el primero de sus cuatro años. En ella se daba cuenta de cierto rumor que indicaba que en agosto de ese año un barco de los estados rebeldes había llegado a San Sebastián. Sus contactos en la capital guipuzcoana le aseguraban que no había nada cierto a ese respecto, pero eso no impidió al cónsul redoblar la vigilancia en ese puerto para evitar esos sedicentes contactos de la Confederación con aquel emporio vasco. Un hecho que preocupaba extraordinariamente a Daniel Evans, pues, tal y como contaba al honorable secretario Seward en esa misma carta, temía que la costa vasca y lo que el llama su “sentimiento popular” fueran ganados para la causa confederada como ocurría con el del resto de Europa.

Y es que curiosamente esa opinión pública vasca, tal y como constataba Daniel Evans, estaba mucho menos predispuesta a favorecer a los confederados de lo que lo estaba la de cualquier otro lugar de Europa. Él achacaba esa atípica reacción a la lealtad hacia el gobierno de Lincoln de los clérigos católicos en los estados fronterizos de la desunida Unión, que habían procurado ganar para la causa yankee a todos sus colegas del otro lado del Atlántico. Un número en el que, como podemos ver, había que incluir a los sacerdotes vascos de ese año de 1862.

Sin embargo el cónsul temía que ese estado de opinión favorable fuera hecho variar por otros medios de comunicación que nada tenían que ver con la eficaz red mundial vaticana. Aludía concretamente al famoso “Times” de Londres. Periódico leído en todos los clubes de Europa y que, en su opinión, constituía un ilimitado campo de influencia a favor de los sureños. Desagradable efecto que aconsejaba contrarrestar por medio de la difusión de “algún” periódico de Nueva York que así equilibraría la mala prensa con la que la mayoría de las redacciones europeas castigaban a la Unión.

Estatua del general Sherman en Nueva York
Estatua del general Sheridan en Nueva York.

Al margen del éxito que esta primera campaña de imagen estadounidense alcanzó en tierra vasca, no cabe duda de que el enemigo confederado continuó acechando los dominios consulares de Daniel Evans prácticamente hasta el final de la guerra. Así, otra de sus cartas, ésta fechada en 1 de abril de 1864, revelaba que los sudistas seguían paseándose por toda la extensión del País Vasco con una soltura que hacía algo más que incomodar al cónsul y a los que él llama “americanos leales”.

En efecto, según esa minuta los barcos piratas -ese es el adjetivo que reserva para ellos- de la pretendida Confederación, no han recalado en los puertos vascos para repostar carbón o adquirir otros materiales. Le consta que el Florida pasó en otoño frente a la costa vizcaína en su viaje a Brest, pero, como el resto de los barcos sudistas, no recaló. Los datos que ha obtenido en San Sebastián, ciudad sobre la que sigue ejerciendo una estrecha vigilancia, arrojaban un saldo muy similar: esa bahía que él califica de “muy buena” no ha servido de refugio a las naves confederadas que han burlado el bloqueo con el que la Unión trataba de doblegar a los rebeldes. Él, por su parte, había procurado hacer todo lo posible para que el tráfico comercial que pasaba por Bilbao y San Sebastián -y del que ofrece una completa estadística- se desviase hacia la Unión. Su carta del 30 de septiembre de 1864 constataba con satisfacción que barcos de Nueva York con carga de bacon y petróleo habían llegado a Bilbao y se podían prever nuevos negocios de esa clase con casas de comercio de esa villa.

Pero nada de eso había impedido a destacados rebeldes disfrutar de las exquisiteces de esa Costa Vasca que ya había empezado a convertirse en un codiciado lugar de veraneo. Era el caso del que Daniel Evans calificaba como “ministro -es decir, embajador- de los pretendidos estados confederados”. Durante el último verano se le vio en Bayona y, cómo no, en Biarritz. Iba acompañado de su familia y de otros americanos en absoluto leales a la Unión.

Una problemática cuestión, a pesar de que el embajador sudista optase después por Pau, separada de Bayona por tan sólo tres horas de tren, ya que ambas localidades -como no se olvida de señalar el cónsul Evans- estaban muy próximas a San Sebastián. Una no muy buena noticia para la Unión, ya que Bayona estaba sometida a una fuerte influencia de los rebeldes que tal vez podría acabar contagiando al resto de los vascos, empezando por la capital guipuzcoana que, así las cosas, ofrecería un nuevo y excelente puerto a los confederados.

Aunque éste era un temor quizás exagerado, cargado de un exceso de prudencia, ya que, en contra de todos los recelos del cónsul, el estado de la opinión pública vasca -al menos el de la situada al sur del Bidasoa- no se alteró en absoluto, permaneciendo en conjunto favorable a la Unión durante toda la guerra, como el mismo Evans reconocería en otra de sus cartas, fechada ya hacia el final de la guerra, en 2 de enero de 1865.

Según el cónsul además del clero católico el periódico “Irurac-bat” -editado con mucha habilidad y dueño de una considerable influencia- constituía, al parecer, el principal responsable y órgano oficial de ese estado de ánimo tan cordial -extremadamente notable en Bilbao sobre todo- ya que desde sus páginas siempre se había sostenido que la victoria de la Unión era lo mejor para “los intereses materiales europeos y los morales de la Humanidad”.

Lo mismo parecía pensar el diputado a Cortes Fermín Lasala y Collado. No puede decirse, como ya notó en su día el profesor Mikel Urquijo, que este magnate donostiarra fuera precisamente un antiesclavista. No al menos cuando se habló en el Parlamento de Madrid de suprimir esa institución nefasta en las colonias españolas del Caribe. Sin embargo esa opinión no le impidió pronunciar un discurso, breve pero muy intenso, en esa misma cámara baja del Parlamento durante la sesión del uno de mayo de 1865 para exigir al gobierno, desde la oposición liberal progresista en la que militaba entonces, noticias acerca de las medidas que había adoptado para expresar adecuadamente el pésame de la nación española ante la muerte del que él llama “Presidente de los Estados-Unidos”, que -también en sus propias palabras- había caído “bajo la bala de un asesino” para coronar, tristemente, la “inmensa pirámide de cadáveres” con la que se había saldado esa Guerra de Secesión que él califica de “titánica” .

La respuesta del presidente del gobierno resultó satisfactoria para el diputado donostiarra que, sin embargo, también exigió y logró un voto unánime del Congreso para unir el pésame de esa cámara a las expresiones de duelo que ya había enviado el gobierno de la reina Isabel a Washington D. C. Una enérgica propuesta que hizo eco dos días después en el Senado, donde el conde de Vistahermosa hizo suyas las palabras de Fermín Lasala hijo y obtuvo otro voto unánime de pésame por la muerte de “Mr. Lincoln”, firmado ahora por la cámara alta española.

Parte del monumento a Grant en Washington
Parte del monumento a Grant en Washington.

El espíritu de “Mr. Lincoln” sin duda debió encontrar nuevos motivos para descansar gracias a esas muestras de pésame alentadas por Fermín Lasala junior. No puede decirse otro tanto de algunos episodios de aquella Guerra de Secesión cerrada por su asesinato, que se manifestaron en algún que otro libro de Historia redactado por este diputado vasco, empeñado en sacar alguna lección valiosa del hundimiento del celebre transporte confederado Alabama ante las costas de Inglaterra, de los combates en torno a Frazier’s farm o de la derrota confederada que él comparaba a la que él mismo, con las armas en la mano, ayudaría a infligir a los carlistas en el año 1876 tras una guerra civil que, ciertamente, a veces resultó ser muy similar a la que ahora hace 140 años se saldó con la, para muchos, olvidada muerte de Abraham Lincoln.

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