La ciaboga infinita: Una visión política y jurídica del conflicto vascoEscuchar artículo - Artikulua entzun

Xabier EZEIZABARRENA SAENZ, Abogado. Doctor en Derecho (UPV/EHU)

  "Cuando en el más feliz de los pueblos del mundo se ve a tropas de campesinos arreglar los asuntos del Estado bajo un roble y conducirse siempre sabiamente, ¿puede uno impedirse despreciar los refinamientos de las demás naciones, que se vuelven ilustres y miserables con tanto arte y misterios?".
 
Jean Jacques Rousseau
Del Contrato Social, Libro IV, Capítulo I.

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  Portada del libro
Portada del libro.
arapetado frente al horizonte que puede dibujarse en la cima de Auñamendi, las tierras de Euskal Herria continúan declinando sus valles y pueblos, casi como si el tiempo no hubiera pasado por ellos. Desde los altos, tal vez así pudiera parecer, aunque valle abajo las cosas resultan bien distintas. Sentado en la cima, ha llegado a mis manos, y no por casualidad, el ultimo libro de José María Setién, cuyas páginas he consumido en el propio Auñamendi, mientras la Navarra Oriental y Occidental parecían declinar, igualmente, cada una de sus viejas heridas y llagas. Y es que el libro citado sugiere muchas cosas... a mí, como jurista que miraba a los vascos desde su gran montaña, el libro me ha vuelto a sugerir que el Derecho no puede seguir utilizándose tan torpemente como para no poder solucionar nuestro ya secular conflicto. Tal es, en buena medida, el objeto de mi último libro, aportando una visión jurídica y política del conflicto vasco, a cuyas paginas precede un generoso prólogo de quien fuera uno de los padres de la Constitución, D. Miguel Herrero de Miñón.

Parece claro que ningún objetivo político, por esencial que sea, puede considerarse, directamente, un fin en sí mismo. Tal y como se deduce de nuestra propia existencia como personas, y también como pueblos, seguimos formando parte necesaria de un proceso, de un proceso que nadie puede aventurar pues, como todo proceso, se va cimentando permanentemente. Ello implica que ni el mantenimiento del régimen vigente, ni la libre determinación o, incluso, la independencia pueden considerarse, por sí solos, objetivos últimos de un determinado proceso. Los procesos políticos democráticos, justo al contrario que en los regímenes totalitarios, siempre se encuentran vivos, abiertos y en permanente transformación. Es esa, justamente, la esencia de toda democracia; la constatación de una perenne invitación al diálogo, a la negociación y a la búsqueda de soluciones a los más diversos conflictos sociales. Ni las soluciones jurídico-políticas vigentes tras la segunda guerra mundial dan respuesta a la situación internacional actual, ni las diversas Constituciones aportan salidas permanentes a cada uno de los conflictos internos que seguimos viviendo. Es parte, de toda realidad democrática, la necesidad imperiosa de autotransformarse, de readaptarse a las nuevas situaciones y, evidentemente, de consultar para ello a quienes ostentan la única soberanía por encima de cualquier otra consideración: los ciudadanos.

En todo este complicado entramado que aquí se esboza, el Derecho constituye un elemento de fundamental importancia. Precisamente porque el Derecho es el mecanismo principal de resolución de los conflictos a través de fórmulas, no necesariamente de imposición, sino también de integración de voluntades e intereses contrapuestos. Esto se manifiesta, claramente, en todos los ámbitos en los que el Derecho está llamado a regular distintas relaciones sociales. Bien sea en el mundo de la familia, en las relaciones entre personas jurídicas, en la regulación del mercado y las relaciones comerciales o en las relaciones laborales. En todos estos ámbitos y en muchos otros, el Derecho tiene una evidente misión pacificadora y de resolución de conflictos o problemas jurídicos diversos. El ordenamiento, de hecho, no permite, en pura teoría formal, una utilización sectaria o partidista de sus resortes, que busque precisamente la perpetuación de un problema. Muy al contrario, cualquiera de sus criterios de interpretación pretende buscar soluciones que puedan satisfacer a varias partes y a la realización de la justicia. Este mismo fenómeno es perfectamente predicable tanto del Derecho Constitucional en el que se inserta el conflicto vasco hoy, en los niveles constitucionales de España y Francia, y en el nivel macro-constitucional que representa la UE. Lo mismo cabe decir del Derecho Internacional, imprescindible para abordar cuestiones como libre determinación y reconocimiento internacional de nuevas realidades, sea cual sea su peculiar naturaleza.

Sin embargo, persisten las lecturas torticeras en estos ámbitos, con una tendencia a la descripción del Derecho, como un ordenamiento informe, sin ninguna característica u objetivo finalista para la resolución de los problemas. Desde la perspectiva de algunos Estados y Gobiernos, el ordenamiento parece constituir una mera masa normativa estática que sólo encuentra explicación política y social en sí misma, sin reparar en sus respectivos contextos políticos, territoriales y sociales. Esta perspectiva violenta claramente los postulados de interpretación jurídica más elementales. El Derecho no es, ni puede ser interpretado, como una masa informe de normas inconexas sin objetivos; al contrario, cada una de sus normas individualmente consideradas, así como sus distintos cuerpos normativos, buscan la realización de un fin; éste no es otro que la resolución de los conflictos y la búsqueda de la paz social. Tampoco el Derecho ha sido ni será nunca una estructura estática que se basta a sí misma; justamente al contrario, el Derecho es fuerza dinámica, fuerza dinámica que, en función de sus objetivos pacificadores, se adapta sistemáticamente a las distintas realidades sociales, históricas y políticas, incluidos sus eventuales, pero seguros, cambios en el tiempo.

En el caso vasco, la manifestación práctica de todas estas reflexiones no puede ser más evidente. Ni el Derecho, ni el sentido común permiten considerar, en la actualidad, que el problema vasco sea exclusivamente vasco, ni, del mismo modo, que el problema del terrorismo de ETA no sea un problema español, además de vasco. Ninguna de las figuras o elementos que intervienen, de una u otra manera en el conflicto vasco, pueden ser patrimonio exclusivo de nadie, dado que dicha lectura supone una distorsión radical del propio conflicto y sus diferentes vertientes.

Tampoco resulta en absoluto constructivo condicionar cualquier escenario político o cualquier modificación jurídica sustancial a la lamentable pero perenne existencia de la organización ETA. Es un hecho suficientemente demostrado que, pese a la existencia de la misma en el pasado y con una manifestación diaria mucho más virulenta, se ha procedido históricamente, sin grandes fisuras, al tránsito en España hacia un régimen democrático, al referéndum sobre el mismo con resultados claramente diferentes en Euskal Herria con respecto al resto de España, y, por tanto, en suma, a la definición ordinaria de fórmulas políticas y jurídicas que no se han visto coartadas por la existencia de ETA ni, por cierto, por la existencia, en su momento, de otra organización terrorista denominada GAL y apadrinada por las más altas instancias del Gobierno central. Esta última situación presenta el agravante adicional de condenas penales a dichos responsables políticos, incluido el rango de ministro, habiéndose procedido al indulto de los mismos.

El Derecho actual ofrece soluciones posibilistas y ágiles para cualquier tipo de conflicto, siempre y cuando se contrasten adecuadamente los criterios interpretativos y teleológicos de las normas vigentes. Quiere esto decir que el Derecho, una vez más, no es una figura casual o inerte, carente de diferentes valores y objetivos. El Derecho se busca constantemente en las relaciones sociales y políticas, a través de las cuales, necesita igualmente adaptarse y mostrar toda su fuerza y virtualidad. En ellas reside, desde esta perspectiva, "la fuerza del Derecho" que postulaba IHERING. Precisamente en la virtualidad y en la fuerza que le otorga una sociedad, como fórmula esencial e inequívoca de resolución de los conflictos de toda naturaleza. Una utilización del Derecho ajena a esta premisas abandona literalmente todo valor o fuerza, para situarse en una posición de debilidad e impotencia frente a los factores exteriores que también condicionan, evidentemente, el mundo de los juristas. El Derecho tiene la obligación innata de resistir y salvaguardar sus objetivos frente al poder económico, el poder político, las formas de manipulación o, en su caso, el poder religioso. De lo contrario, nunca sería sistema suficiente como para regular los conflictos que se suscitan en tales ámbitos. La legitimidad para ello es, precisamente, la que emana de la propia democracia como fórmula abierta de convivencia y en permanente construcción evolutiva.

Si el Derecho no resiste los embates externos, cualquiera que sean sus naturalezas, el sistema se resiente de sí mismo y la sociedad desconfía abiertamente de su funcionamiento y hasta de su propia legitimidad. Más aún, si el Derecho se deja llevar o absorber por los factores externos, el sistema democrático tiende a desaparecer en beneficio de otras formas de gobierno o convivencia, que la sociedad explorará en busca de la paz social.

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