Cosas raras y curiosas que ocurrían en Buenos Aires. Los vascos y sus visiones de lo cotidiano en el siglo XVIIIEscuchar artículo - Artikulua entzun

SIEGRIST DE GENTILE, NoraNora SIEGRIST DE GENTILE, Investigadora Carrera Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Argentina

Varios Bandos de los Gobernadores y Virreyes del Río de la Plata1, curiosos, expedidos en el Buenos Aires del siglo XVIII, permiten brindar una información poco conocida. Se trata de las disposiciones que trataron de regular la conducta de los habitantes establecidos en Buenos Aires, legislando asimismo sobre la ciudad en un marco en donde la población iba en continuo aumento. Al respecto, el estudio y transcripción de Víctor Tau Anzoátegui sobre los Bandos de Buen Gobierno del Río de la Plata, Tucumán y Cuyo, expresa:

“…entre otros perfiles socio-jurídicos nada desdeñables, se esconde aquí la raíz de la moderna noción de policía, que constituye uno de los elementos más activos y dinámicos en la organización de la sociedad y en la formación del Estado contemporáneo”2.

Cabe destacar que como verdadero “defensor del pueblo”, se encontraban en igual entorno el Procurador. Toda una serie de mandatos surgen conformando una disposición tras otra, en donde aparece la realidad de una urbe que emergía a la culturalización de conceptos, formas y preceptos morales a cumplir. En torno de los dichos preceptos, Buenos Aires era vista –y asistida- por sus Procuradores, funcionarios del Cabildo que estaban en estrecho contacto con la vida en ella, “de la que pretendía[n] ser portavoz”, “cuyo objetivo fundamental era bregar por el pro y utilidad de la ciudad, sus vecinos y habitantes”3.

La unión de la documentación de los Bandos y la que proviene de los Procuradores permite reconstruir una parte de la vida cotidiana; en este caso, bajo la visión que tuvieron los vascos. Muchos, fueron los que ocuparon los puestos de Procuradores; otros, sin ejercer función en la administración del centro porteño, asistieron a las ordenanzas que reglaban los hábitos de las personas durante la centuria decimoctava.

Por 1778 la población de Buenos Aires era de 24.205 habitantes, constituyendo el 50 por ciento de la misma, indígenas y mestizos. Desde 1680 hasta 1810, la cantidad aumentó, revelándose un progresivo avance –en la época- en lo que constituía su radicación en todo el territorio. En ese vertiginoso avance lo que es hoy la Argentina en el “total” territorial, poseía los siguientes Índices y tasas de aumento de habitantes:

Año
Población total estimada
Tasas medias anuales por mil
1550
340.000
1650
298.000
-0,2
1778
420.900
2,7
1800
551.500
12,3
1809
609.200
11,9
Fuente: Zulma Recchini de Lattes y Alfredo E. Lattes, La Población de Argentina, Buenos Aires, Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, 1975.

Las estimaciones varían según los autores siendo todos muy aproximados. Según Silvia Mallo, en 1774 había aproximadamente 11.000 personas; en 1778, alrededor de 24.000 y, en 1810, habían aumentado a 42.000-43.0004.

Plano de la Ciudad de Buenos Aires de fines del Siglo XVIII
Plano de la Ciudad de Buenos Aires de fines del Siglo XVIII.

La apertura del comercio y la condición de que Buenos Aires fuera declarada en 1776 capital del Virreinato aceleraron el desarrollo. En tales ambientes, los desacatos a las normas llevaron a prohibiciones de diferente índole y contenido, algunas de ellas, verdaderas rarezas para lo que hoy constituye la vida contemporánea. En este micro-mundo los vascos participaron de una manera particular, ya que muchos expresaron su opinión sobre las conveniencias para la salubridad y el ordenamiento público.

Un problema grave lo constituían las plagas como la enorme cantidad de ratones y hormigas que circulaban por la ciudad. Ya desde el siglo XVII se venía solicitando a los Santos San Sabino y San Bonifacio fueran intercesores y abogados ante Dios para exterminarlos. Por 1763 la cosa no era menor, por lo que el Síndico Procurador del Cabildo, Manuel de Basavilbaso y Urtubía, hijo del vasco Domingo de Basavilbaso; éste nacido en Llodio en 1709, expuso las medidas competentes que estimaba se debían poner en práctica teniendo especial cuidado en acomodar las viviendas, asearlas, matando en sus cuevas a dichos animales. Otra más, con relación a dichas plagas, fue la de que determinados individuos se introdujeran en las casas a fines de “registrarlos, reconocerlos y sacarlos puntualmente”5. Como existía temor de que los que se ocupaban del exterminio llegaran a producir demasiados destrozos, en los casos de que no hallaran los hormigueros se debían componer las cosas rotas, derribadas o cavado –a su costa-. Esto contrarrestaba la situación de que los dueños de las propiedades se hacían pasibles de multas en la cantidad de 6 pesos, en caso de no permitir la entrada a las “personas competentes”6. Esta manera de equilibrar las partes en sus derechos y obligaciones, no ocultaba que los ratones anduvieran como “manadas”, al decir de las monjas capuchinas que vivían en el mismo centro de la ciudad.

Pero los problemas de las plagas no eran todos. Se sabe que a principios del año 1747 el entonces gobernador en Buenos Aires impuso a los vecinos una matanza general de perros, autorizándolos a mantener solamente uno por casa. Es de imaginar cuál sería la situación que provocaban los canes para semejante disposición cuando, en las viviendas -por lo general- había una gran cantidad de ellos. Si se estima que el sacrificio para el área céntrica era así dispuesto, es de imaginar los problemas que los perros provocaban en el conurbano bonaerense donde había varios cientos de los llamados cimarrones, que a mordiscos mataban y diezmaban las vacas, corderos, cabras y demás animales. La terminante orden, repetida en 1755, en donde se estatuía matar dos veces al año a los perros cimarrones –los que cada vez proliferaban más- era debido a que, se decía, “los perjuicios que ocasionan en el ganado”. Se sumaba el hecho de que algunos vecinos habían sido mordidos, obteniendo heridas de consideración, infecciones y gangrenas, luego de haber sido perseguidos por los perros en las pocas prolijas calles porteñas. Igualmente, se conoce -como después se describe- los inconvenientes que producían los deshechos tirados por doquier, convertidos en el alimento diario de los canes hambrientos. La basura acumulada de manera cotidiana daba lugar a la reunión de perros, gatos y demás ratas y ratones. No obstante la sanción, es de imaginar que la respuesta a los bandos pregonados se cumpliría limitadamente, debido a que el afecto y la compañía perruna era normal y no todos se animaban a desprenderse de su compañía.

En 1762, 1766, 1770 y 1771, se repetiría lo expresado. En el primero de los años, el gobernador Pedro de Cevallos ordenaba una matanza de perros cada cuatro meses. En noviembre de 1766, el posterior gobernador Francisco de Bucarelli y Ursúa, los prohibiría inclusive en las zonas cercanas al centro. Las matanzas de animales fueron, asimismo, la de la potrada cimarrona. En 1789 el descendiente de vascos Estanislao Zamudio sostenía su sacrificio, porque consideraba que producían variados males. Era conocido que los indios los utilizaban para introducirse en la ciudad, sirviéndoles de “municiones de boca”, además de que destruían las sementeras. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo con esta conveniencia. Los Acuerdos del Cabildo demuestran que el vasco Martín de Alzaga en 1790 y el descendiente de navarro Marcos José de Riglos, pensaban de otra manera. Para éstos, era provechoso que se propusiera la prohibición de matar potros y yeguas bagualas, “porque a espaldas de éstas se matarían las mansas, y otras ariscas orejanas que provenían de ellas se crían dentro de las mismas estancias y son necesarias para la renovación y aumento de las mismas crías”7. De ello se desprende, por otro lado, la abundancia de ganado de todo tipo que pastaba salvaje en las inmediaciones de Buenos Aires.

Un asunto de primordial importancia fue la contención indígena. Por entonces fue difícil contener las asechanzas que cometían en pueblos cercanos a la urbe. En 1751 el procurador interino Miguel Antonio de Zuviría propuso el establecimiento de compañías para evitar los robos y diferentes atrocidades que esos cometían. Al año siguiente, en 1752, Orencio Antonio de Ezcurra propuso lo mismo, para lo que se resolvió pagar este servicio con un impuesto de un real por mitad entre el vendedor y el comprador sobre cada cuero que se embarcara desde el Puerto de Buenos Aires hacia el interior. Pronto, el pago que debía realizarse se extendió a cada quintal de fierro y enjunque y, más tarde, al mandato de que cada botija u odre de vino o aguardiente que entrase a la ciudad pagase doce reales, todo lo cual fue aprobado por el término de seis años8.

En general, los Bandos apuntaron a desentrañar una peculiar manera de vivir de los habitantes; demostrada en las prohibiciones que los funcionarios del Rey expresaban para que se dejara de matar animales en el río y arrojar sus desperdicios en los baldíos o en las mismas aguas, debiendo hacerlo “en las áreas rurales”9. Las basuras debían ser colocadas en “las zanjas de las afueras de la ciudad”10.

La ciudad de Buenos Aires a mediados del Siglo XVIII
La ciudad de Buenos Aires a mediados del Siglo XVIII.

Dichos Bandos trataban de civilizar a los vecinos para evitar que los desperdicios de las comidas y los restos de las reses fueran echadas a las calles. En 1768, el señalado Manuel de Basavilbaso, propusiera la elección de un “Diputado de calles (como se practicaba en otras ciudades) (…), “para que se empleara y destinara a hacer verificar su limpieza y arreglo, exigiendo las, multas dispuestas”. Los motivos eran varios, tal lo que agregaba en su Expediente “promovido por el Síndico sobre limpieza de calles, y precauciones para evitar el contagio”, quejándose de que sólo por “maravilla” se veía a los vecinos que barrieran el frente de su casa.

Sin duda los aspectos de salubridad en Buenos Aires dejaban que desear, con las consiguientes posibles pestes y enfermedades, por lo que exigía que el vecindario sacara “…. la basura a las barrancas, echando por lo general los despojos los de los oficios mecánicos; el pueblo está cubierto de lanas podridas y otros fragmentos inmundos, está sin cerrar muchos huecos, las cabalgaduras se atan a las veredas… los perros son sin número… los negros aguateros proveen el agua de donde les da la gana…siendo lo más lastimoso, que la Plaza [de Mayo], centro principal del comercio esté ocupada por los que llaman mercachifles con sus tendejones en medio de ella”11.

Sumado a esto en el Cabildo de febrero de 1777, el Procurador Manuel Joaquín de Zapiola otro vecino vasco establecido en la ciudad, dio cuenta en el Cabildo de una carta mandada por los curas de la Iglesia de la Concepción, en donde éstos se quejaban del estado que tenía la calle que iba desde dicha Iglesia al Río de la Plata, “por hallarse intransitable, y que por este motivo se hace dificultoso el administrar los sacramentos con la prontitud que exige la necesidad de los enfermos de aquel distrito”12. De hecho, el caso derivó a tal estado que se colocó a los presos bajo la dirección de dos alcaldes de barrio, con la intervención de Cristóbal Barrientos, para llevar a cabo la obra de mejorar las áreas de circulación. Tiempo después, el problema volvía a hacerse latente, tanto en dicha calle como en otras, lo que motivó que en 1802 el entonces Procurador José de la Oyuela alzara la voz pidiendo una justa reparación “para el más fácil y pronto tránsito de las gentes y para el más acomodado transporte de los efectos y frutos del comercio”13.

El barro y el estancamiento de las aguas que no escurrían llegaban a producir diferentes enfermedades y a los olores nauseabundos se añadía la necesidad de los vecinos de estar atentos a los galopes tendidos de los caballos en pleno conglomerado urbano para no ser pisoteados por los que –apresuradamente- trataban de llegar a sus destinos. Ello producía verdaderas estampidas de gente que veía avanzar jinetes -a toda carrera- difíciles de sortear.

Otras inconductas ocurrían, según lo que expresan los Bandos, en las adoquinadas calles y en las de tierra bajando al río. En efecto, por entonces, se legisló expresamente que las mujeres que concurrían al cercano Río de la Plata fueran para lavar la ropa, pasear, o bañarse, no tuvieran ningún contacto con los hombres que se encontraran allí en los cálidos días del verano, porque no era conveniente para las buenas costumbres y el decoro.

Las estrictas observancias sobre que las mujeres pobladoras de la sociedad debían mantener las normas, formó parte de las disposiciones de los Bandos y de las continuas recomendaciones de la Iglesia Católica para evitar que las costumbres se “depravaran”. La moral también era cuidada con las restricciones de los “excesos en el agua”14.

No fue menos reglamentado, en este sentido, las viejas prácticas del carnaval en donde las corridas con vasijas llenas del líquido elemento era arrojado sobre algunos vecinos que no participaban de los juegos. El objetivo, no es necesario aclararlo, fue mojar al prójimo como zaherir al que era renuente a participar en los juegos. Consta que en esos momentos se formaron verdaderos ataques de agua, desde las azoteas hacia el que pasaba, que recibía la peor parte si –además- lo encontraban distraído.

En medio de tanto desorden, durante los días del carnaval las monjas catalinas y capuchinas de los conventos se recluían más que nunca evitando mirar tales conductas. De hecho, esto se reiteraba desde los lejanos tiempos de la centuria anterior, según lo expresado en los documentos. En especial, las hermanas religiosas de clausura (en los conventos cerrados a la visión del mundo exterior), no dejaban de escuchar los gritos alborozados de los que a toda carrera empapaban a algún transeúnte valiente que –obligadamente- había debido salir. En tales circunstancias molestaba, igualmente, que la ropa a secar fuera colocada en la llamada Alameda punto neurálgico de tránsito de las personas.

Otra prohibición más en tiempos del Virrey Bucarelli y Ursúa, fue de que los aguateros no sacaran el agua en la extensión del río frente a la ciudad, “debiendo proveerse a partir de [la zona de] Santa Catalina”. En torno de estos avisos cabe imaginar cuál era el estado de la sanidad, en momentos en que también se disponía de que los animales de pastoreo no podían andar sueltos y se establecían lugares para los corrales15. A su vez se agregó la prohibición –más que razonable- que sujetaba a los vendedores de carnes, para que no faenaran los animales en las plazas “y vender las ovejas por carneros”. Otro tanto ocurría con los comerciantes de aves, a los que se les exigía que no arrojaran la basura de sus plumas y restos en idénticos lugares públicos16.

El Matadero, acuarela: 1829. Monumenta iconográfica", Emece, 1985
El Matadero, acuarela: 1829. Monumenta iconográfica", Emece, 1985.

Varias fueron las disposiciones que llegaron a prevenir a los propietarios de las quintas que rodeaban la ciudad para que cerraran las zanjas, a la vera de los caminos lindantes con sus propiedades. Esto buscaba arribar a un ordenamiento en donde, los carruajes, caballos y habitantes no cayeran en los pozos, a la par que se estipulaba abrir las calles de acceso hacia el centro bonaerense que estuvieran cerradas o cortadas.

Se desprenden de los Bandos otras disposiciones sobre lo que de manera habitual ocurría: en una tajante medida se dispuso que los leprosos abandonaran la ciudad en el término de dos meses; a la par que se prohibía ocultar a los esclavos y fomentar su fuga17. También se anexó por 1766 la prohibición –menos drástica que las anteriores- de atar los caballos y demás animales en las rejas de las casas y colocarlos donde “(no) puedan obstaculizar el tránsito”. Todas estas cosas notables para nuestro común y sentir no debe hacer olvidar que el Buenos Aires de mediados de la centuria del dieciocho, atravesaba por costumbres similares a lo ocurrido en otras zonas de Hispanoamérica.

En tales momentos, una forma de pensar generalizada obligaba a que los trabajos municipales se vieran cada tanto paralizados para que los esclavos, “negros y mulatos” y los “vagabundos y los ociosos”, se presentaran para trabajar en la cosecha. En estas ocasiones se condenaban los juegos y la compra de trigo en las sementeras. De resultas de ello, la cosecha se obtenía luego de una gran cantidad de rogativas a los patrones en turno (a los que se pedía también contra las pestes, las langostas y los ratones), que se elevaban para que el agua no faltara luego de la siembra. Por lo general, se realizaba un novenario y pedidos al Patrono de la ciudad cuando había motivos de sequía18. Se conoce que, en tales momentos, había orden de que todos los comercios cerraran sus puertas con el propósito que se asistiera a los actos religiosos.

Los Bandos reglamentaron la luz con que debían estar iluminadas las calles durante la noche, en los momentos de mayor peligro. Al parecer, y de acuerdo a la disposición reiterada en aquéllos los peligros eran muchos; por lo que se dispuso los horarios para prender faroles e iluminar los negocios y las calles. Ni que contar en momentos de carnaval, cuando algunos se disfrazaban y tras su ocultamiento procedían a realizar todo tipo de desmanes. Se llegó a prohibir expresamente los disfraces19, “… los excesos”, como se reiteraba siempre, y todo género de actos que atentaran contra el honor y las buenas costumbres. Lo mismo para los acontecimientos posteriores a los actos litúrgicos que eran aprovechados por algunos para comportarse de manera inadecuada. Es que muchas reuniones de este tipo, como las procesiones, servían para que parte de los pobladores se introdujeran en un desenfreno poco apropiado a la condición de fieles creyentes. En torno de todos los desafueros expresados, Bucarelli y Ursúa prohibió la venta del aguardiente llamado “cachaza” y los bailes de negros, por la falta de moralidad que los cuerpos expresaban en sus movimientos.

Así las cosas, en 1770 el Gobernador Vértiz también prohibió los bailes y fandangos de negros. Por un lado, “las indecentes [reuniones y bailes] que se realizaban en lugares secretos y escondidos y, de otro, las que se llevaban a cabo en las calles de la ciudad los días festivos”20. En 1788 el vizcaíno Francisco Ignacio de Ugarte señalaría nuevamente la “indecencia de los secretos y escondidos”, al expresar que se originaba:

“…una manifiesta ruina de las almas con las muchas, y graves ofensas, que hacen a Dios, porque ¿qué otra cosa son estos bailes –se preguntaba- sino unos verdaderos lupanares donde la concupiscencia tiene el principal lugar…?21.

Más tarde, en épocas del gobernador Juan José de Vértiz se legisló prohibiendo la penitencia del sangrado durante la Semana Santa porque, en tal vigilia, no era lógica la redención sangrienta de los pecadores; los cohetes y las hogueras (sic)22. Esto era un complemento a lo que las últimas provocaban, por la posibilidad de incendios como de hecho se habían producido, ocasionando variados siniestros que arrasaban con casas y comercios. De igual forma, en momentos de este gobierno se acentuó la ya comentada disposición de matanza de canes “a todos los perros grandes y bravos en el término de ocho días”, con la excepción de los denominados “cusquillos”.

Como se observa, estas curiosidades insertas en los Bandos y en otros documentos -que buscaban legislar sobre la conducta de la población- estuvieron inmersos en un mundo occidental de similar contexto. Por su parte no deja de sorprender, el Bando que en 1773 dispuso el gobernador Juan José de Vértiz ordenando a todos los casados, separados, que se presentaran en el término de ocho días a los alcaldes ordinarios, los que intentarían, en el lapso de seis meses, se reunieran nuevamente con sus mujeres en el marco de la sociedad conyugal.

Así las cosas la vida transcurría –no muy plácidamente- ante amenazas posibles de malones (en las zonas alejadas del centro porteño) y combatiendo el ataque de las langostas que arrasaban con todo lo que tenía a su paso23. Pero no todo fueron prevenciones: existieron múltiples festejos que hacían que la vida diaria se amenizara con las fiestas y celebraciones en honor del nacimiento o casamiento de algún heredero del Rey; o las celebraciones de los onomásticos reales, todo ello en un contexto que tampoco dejaba pasar el recibimiento “de las victoriosas armas católicas” con novenarios en agradecimiento a las acciones cumplidas con éxito24, las que se homenajearon en la Catedral de Buenos Aires con toda pompa y resonancia de platillos.

Cabe expresar que si había lugar para los festejos reales, también lo hubo hasta para con los que se encontraban en los ámbitos más alejados de esa condición. Un día al año, los presos de la ciudad eran favorecidos por la ayuda humanitaria de algunos pobladores en Buenos Aires muchos vascos de origen y sus descendientes. El festejo consistía en una comida especial brindada por los hermanos civiles religiosos de la Orden Tercera franciscana en Buenos Aires (en donde se agrupaban muchos ciudadanos de ese origen), aparte de los que realizaban los de otras órdenes, la Betlemítica, la de Santo Domingo, la de la Merced.

Los primeros colaboraban puntualmente para otorgar, a los que se encontraban privados de su libertad, una comida de la que se conocen sus ingredientes. Esa era un puchero “criollo-español”, acompañado y rociado con un buen vino. Este último costo sumaba 3 pesos corrientes en lo que se considera que no formaba parte de la comida y sí de la bebida. El total de los gastos en tales degustaciones culinarias en 1803 ascendió a 86 pesos con seis y medio reales, suma que había aumentado si se considera que el 29 de agosto de 1802 se gastaron por igual objeto 74 pesos con tres reales, según el firmante Juan Antonio de Zelaya y Lapotedi. Este vasco nacido en Alzo, Guipúzcoa, había casado con la descendiente de otros compatriotas: María del Rosario Aramburu y de la Torre, a su vez, hija de Adrián de Aramburu, nacido en Escoriaza, Guipúzcoa, y Catalina de la Torre. Don Juan Antonio Zelaya era un conocido poblador en tierras del Plata, dedicado a sus negocios y a mantener viva la fe de sus mayores. Como administrador de parte de los fondos de la Orden Tercera Franciscana buscó favorecer, en 1802, con compras especiales para los presos de la cárcel del Cabildo de Buenos Aires. Al año siguiente, para la misma época, el entonces Ministro elegido en 1801, Joaquín de Arana y Goyri, nacido en la Anteiglesia de Santo Tomás de Olabarrieta (casada con María Mercedes de Andonaegui, descendientes de vascos), volvió a enumerar una lista con los artículos necesarios para otro puchero “de envergadura”. Si bien no fue aclarado cuántos eran los presos que se encontraban alojados en la cárcel, la abundancia de los artículos da a entender una suculenta comida, formada por los ingredientes y sus precios respectivos, tal como se deja señalado en la lista de abajo:

“Cuenta del costo impendido en la comida q’ se le dio a los Presos de la Rl. Carcel el dia 28 de agosto [1803] de este presente año de orden de la VOT de Ntro. P.S.Francisco.

  a saber
Por 8 ps. 1/2 rs. de carne vacuna 0068” 1 ½
Por 15 rs. para grasa 001” 7
Por 4 ps. 2 rs. de verdura 004” 2
Por 3 ps. 22 rs. de cordero 003” 2
Por 4 ps. 4 rs. de morcillas y chorizos 004” 4
Por 4 ps. de tocino 004”
Por 3 ps. 6 rs. de pan 003” 6
Por 12 rs. de vinagre 001” 4
Por 3 ps. de vino 003”
Por 3 ps. 6 rs. de garbanzo 003” 6
Por 15 rs. de pimentón 001” 7
Por 8 rs. para sal 001”
Por 12 rs. para ajos 001” 4
Por 12 ps. pa. leña blanca y de rama 012”
Por 8 ps. pagados a un cocinero 008”
Por 5 ps. que pague a 2 peones 005”
Por 10 rs. para pagar 50 ladrillos 001” 2
Por 2 ps. que pagué por el alquiler de 4 pzas. de cobre 002”
Por 11 ps. 6 ½ rs. de pan comprados a Juan Varela 011” 6 ½
Por 4 ps. 2 ½ rs. de cucharas concha y mandados de las tablas y barriles 004” 2 ½
  Total pesos 086” 6 ½
Importa el total gasto de la comida ochenta y seis y medio reales corrientes salvo yerro los mismos que he recibido del hermano síndico tesorero D. Rodrigo Rávago. Buenos Ayres, noviembre 5 de 1803. Joaquín de Arana. Mº [Ministro de la VOT seglar franciscana]”.

Según lo que aparece, se observan piezas de cobre, cucharas y hasta el fondo de ladrillos para sostener la leña y la o las cacerolas. En torno de esta evidencia no es necesario aclarar que en el mes más frío del año en Buenos Aires (agosto), los garbanzos, los ajos y el pimentón, harían recobrar fuerzas a más de un preso.

Mientras la vida discurría entre los Bandos y las ayudas señaladas, otros vascos se dedicaron asimismo a la ayuda benéfica para el prójimo y el culto25. En torno de estas intenciones sobresalieron los que poseían mayor fervor y cantidad de patrimonio.

  Raimond Quinsac Monvoisin. Oleo. Gaucho argentino
Raimond Quinsac Monvoisin. Oleo. Gaucho argentino.
Así, Domingo de Basavilbaso, quien después de ocupar varios cargos militares fue el Administrador Principal de Correos y Postas del Virreinato rioplatense. Se destacó, especialmente, por ser Tesorero Mayordomo de la Fábrica de la Catedral de Buenos Aires, donando importantes cantidades de dinero para obras protectoras. Su yerno, Vicente de Azcuénaga, nacido en Dima, Vizcaya en 1717, casado con su hija Rosa Basavilbaso, continuó la acción de múltiples ocupaciones tanto civiles como religiosas. Se conoce que Azcuénaga fue primer regidor en Durango26 en 1740, tiempo antes de su llegada al Río de la Plata. También desempeñó los cargos de síndico procurador y primer regidor capitular en Buenos Aires, alcalde por tres veces, se convirtió en padre de las que fue la primera virreina criolla27. El notable ascenso de esta familia dejó rastros perdurables en la descendencia que llegaría a poseer –pasado el tiempo- la famosa quinta de Olivos, actual residencia permanente de los presidentes argentinos.

Se concluye así con la exposición de una pequeña parte de las cosas raras y curiosas que ocurrieron en Buenos Aires del siglo XVIII y la visión y participación que en ellas tuvieron los vascos establecidos en la Ciudad.

Documentos en Archivos

ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN (ARGENTINA). Sala IX, Gobierno, varios legajos.
ARCHIVO SAN ROQUE DE MONTPELLIER. VENERABLE ORDEN TERCERA DE SAN FRANCISCO. BUENOS AIRES. Documentos Varios.

Bibliografía Principal

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ACUERDOS DEL EXTINGUIDO CABILDO DE BUENOS AIRES, Buenos Aires, Serie 3 (1751-1800), I y II.

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1 Los Bandos de Buen Gobierno del Río de la Plata, Tucumán y Cuyo (Edición y Estudio de Víctor Tau Anzoátegui), Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 2004. En el Prólogo, se expresa: “La ausencia de colecciones análogas en el mundo hispano y la escasa bibliografía sobre el tema indica que nos encontremos en el comienzo de una labor que es necesario emprender desde el mundo local (….) son así piezas históricas de enorme interés, que más allá de lo jurídico, permiten penetrar en el conocimiento de la vida política, social, económica y cultural del pasado en esos pueblos” (pp. 9-10). Una breve relación de los Bandos fue publicada por el Archivo General de la Nación (Argentina), Fondo Documental. Bandos de los Virreyes y Gobernadores del Río de la Plata (1741-1809), Buenos Aires, 1997 [en adelante: Fondo Documental…].

2 Los Bandos de Buen Gobierno…, p. 15.

3 María Isabel Seoane, Buenos Aires vista por sus Procuradores (1580-1821), Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1992, p. 16.

4 Silvia C. Mallo, La sociedad rioplatense ante la justicia. La transición del siglo XVIII al XIX, La Plata, Aires, Cooperación Iberoamericana, I.C. Gobierno de la Provincia de Buenos Aires-Archivo Histórico Dr. Ricardo Levene, 2004, p. 25. La autora cita diferentes autores que analizaron, a través del tiempo, la población de la ciudad de Buenos Aires.

5 M. I. Seoane, Buenos Aires...., p. 160.

6 M. I. Seoane, Buenos Aires..., p. 160.

7 M. I. Seoane, Buenos Aires...., pp. 62-63.

8 M. I. Seoane, Buenos Aires...., p. 178.

9 Fondo Documental…, Buenos Aires, 3-11-1766, p. 55. Especialmente ver, Los Bandos del Buen Gobierno…., p. 271: “Bando del gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata, don Francisco de Paula Bucarelli. Buenos Aires, 3-11-1766”.

10 Fondo Documental…, Buenos Aires, 3-11-1766, p. 55.

11 M. I. Seoane, Buenos Aires…, p. 150.

12 M. I. Seoane, Buenos Aires... , 130.

13 M. I. Seoane, Buenos Aires…, p. 131.

14 Fondo Documental…, Buenos Aires, 5-12-1772, p. 65.

15 Fondo Documental…, Buenos Aires, 3-11-1766, p. 55. Cf.: Los Bandos del Buen Gobierno…., p. 271: “Bando del gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata, don Francisco de Paula Bucarelli. Buenos Aires, 3-11-1766”.

16 Fondo Documental…, Buenos Aires, 3-11-1766, p. 56. Especialmente ver, Los Bandos del Buen Gobierno…., p. 271: “Bando del gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata, don Francisco de Paula Bucarelli. Buenos Aires, 3-11-1766”.

17 Fondo Documental…, Buenos Aires, 3-11-1766, p. 56. Especialmente ver, Los Bandos del Buen Gobierno…., p. 271: “Bando del gobernador y capitán general de las provincias del Río de la Plata, don Francisco de Paula Bucarelli. Buenos Aires, 3-11-1766”.

18 Fondo Documental…, Buenos Aires, 2-y 22-1-1768; etc., p. 59.

19 Fondo Documental…, Buenos Aires, 20-9-1769, p. 61.

20 M. I. Seoane, Buenos Aires…, p. 195.

21 M. I. Seoane, Buenos Aires…, 195.

22 Fondo Documental…, Buenos Aires, 3-4-1775, p. 70.

23 Fondo Documental…, Buenos Aires, 27-10-1773, p. 66.

24 Fondo Documental…, Buenos Aires, 10-4 y 22-9-1777, pp. 74-75.

25 Fondo Documental…., p. 60, señala a varios vascos y sus descendientes en la Ciudad porteña desempeñando cargos municipales, entre ellos: Vicente Arzac, Agustín Casimiro de Aguirre, Fernando de Arizaga, Juan de Lezica, Manuel Lasarte, José Aspiazu, Antonio Chandategui, etc. Es de destacar que otros Procuradores en el Siglo XVIII fueron: Cap. Juan de San Martín, Cap. Diego Valdivia y Alderete, Cap. Pedro de Guezala, Cap. Diego de Sorarte, Juan Bautista de Sagastiverría, Juan Miguel de Esparza, José de Arroyo, Baltasar de Arandía, Francisco Antonio de Basavilbaso, Agustín Antonio de Erezcano, Francisco Antonio de Beláustegui, Ignacio de Rezábal, Felipe Arana.

26 Tomás Makintach Calaza, “Memorial genealógico, histórico y heráldico de la Casa de Azcuénaga”, en Genealogía, Revista del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas N° 17, Buenos Aires, 1977, p. 146; Nora Siegrist, “Dotes y Redes Familiares y Políticas en Antiguas Familias Porteñas Siglos XVII-XVIII”, en II Congreso General de Historia Sudamericano, Passo Fundo, Brasil, 19-21 de octubre de 2005, en prensa, trata sobre los cargos que tuvieron los Basavilbaso y Azcuénaga en Buenos Aires.

27 Cf.: Walter Daloia Criado, Anita de Azcuénaga, la primera virreina criolla, Buenos Aires, Ed. Armerías, 2004.

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