Nombres vascos entre nombres incaicosEscuchar artículo - Artikulua entzun

Martha GONZÁLEZ ZALDUA
Fotografía: Antxon AGUIRRE SORONDO

Una inquietud permanente en mí se relaciona con los nombres de vascos que una y otra vez aparecen unidos a la aventura americana. Al sueño de descubrir, de poblar o de sentir una tierra que no es propia y que sin embargo se vive como tal.

No se trata en ocasiones, de nombres demasiado conocidos, más bien acusan una fuerte presencia en el ámbito en que les toca o les ha tocado actuar. En general son hacedores. Tal vez por eso me atraigan.

No los busco. Aparecen como al descuido, relacionados con las más dispares tareas. Y cuando lo hacen, me obligan a participar más y más en esto que parece un juego.

Así me encontraron y encontré la valentía del Alte. Irizar , el empuje de la Sra de Erize, la soledad de las mujeres Alzaga, el ímpetu de los Arrechea la serenidad del Dr. Ortiz Lizardi, la música de Julián Aguirre y el callado andar de otros que ofrecieron nombres sin resonancias.

Hoy me voy un poco más lejos, salgo de mi país y llego al Perú. Buscando datos para otros trabajos tropiezo con la maravilla que es Machu Picchu, de la cual no me voy a ocupar porque los que saben, mucho han escrito sobre ella.

Tres nombres vascos están unidos al destino de este bellísimo lugar: Ochoa, Arteaga y Lizarraga.

Contradiciendo la teoría de que la zona no era conocida en tiempo de la Colonia, se ha hallado una vieja acta del 8 de Agosto de 1776, donde doña Marcela Almirón y Villegas, vende los lugares llamados Pijchu, Machupijchu y Wayna Pijchu a don Pedro de Ochoa, por $ 350. El nuevo dueño busca tierras de labor y trabaja en ellas hasta que su vez las vende.

Dada la topografía agreste e irregular de la zona, sus propietarios se limitaban a buscar más y mejores espacios para sus tareas agrícolas. No tenían otro fin que el de la utilización provechosa de los lugares que encontraban.

Tal vez supieran de estas ruinas y vivieran en ellas o cerca de ellas, pero urgidos por exigencias más inmediatas, no alcanzaron a medir su valor. O quizás entendieron y respetaron el silencio de los viejos dioses.

La propiedad pasa por diversos dueños hasta que queda en poder de don Agustín Lizarraga, un hacendado cusqueño de Mandorbamba, que en busca también él de tierras de cultivo llega a lo que es hoy Machu Picchu el 14 de Julio de 1902. Algunos historiadores sostienen que su primera visita fue en 1894, otros que en 1901.

Por el camino de San Miguel y acompañado por Gabino Sánchez y Enrique Palma encuentra la ciudadela. Abandonada por los incas entre los años 1535 y 1570, la vegetación se ha adueñado de sus muros, la protege y la oculta. Ha permanecido intocada por más de 500 años, en una zona geográfica donde confluyen lo andino y lo amazónico.

Imaginamos su asombro al recorrer sus calzadas, asomarse a sus terrazas, visitar sus templos. En uno de ellos, el de las Tres Ventanas, deja una inscripción en la piedra: “A. Lizarraga. 14 de Julio de 1902”.

Se cuenta que don Agustín volvió en varias ocasiones al lugar. Junto a otro Ochoa (Justo) y en compañía de Sánchez y Palma realiza las primeras tareas de limpieza tratando de liberar el sitio de vegetación. No hay duda que intentaba aprovechar las terrazas para sus propios cultivos.

Es de suponer que la noticia de ruinas cercanas se difundió entre los pobladores de las aldeas vecinas, sin embargo un halo de misterio las siguió protegiendo. Para ellos, las historias sobre ciudades perdidas se había hecho realidad, pero la carga de tradición, temor y respeto fue tal vez más grande que la necesidad de mostrar lo que habían descubierto.

En el año 1912 tratando de cruzar el río Urubamba, cuyo caudal se había incrementado por las lluvias, Lizarraga es arrastrado por las aguas. Su cuerpo nunca fue recuperado. Su muerte se incorporó a la leyenda.

Quedan como testimonio de sus visitas a la ciudadela, una serie de objetos que su viuda y sus hijos donaron al Convento de Santa Clara de Cusco.

Posteriormente, el descubrimiento científico del lugar es atribuido a Hiram Bingham que guiado por Melchor Arteaga, un campesino que arrendaba esos campos y conocía la existencia de la ruinas, lo lleva hasta ellas el 24 de Julio de 1911.

Bingham había recorrido ya varios países sudamericanos en busca de restos arqueológicos. Llegaba con el respaldo de la Universidad de Yale donde enseñaba Historia y de la Sociedad Geográfica Nacional. Pero no buscaba Machu Picchu sino Vitco la última ciudadela donde los incas se refugiaron en su lucha contra los españoles. Su encuentro con la ciudad sagrada fue casual.

Comienza sus excavaciones en el lugar y realiza varias expediciones acompañado en algunas ocasiones por especialistas del país y en otras solo con su grupo de trabajo.1

Fruto de esta actividad es el gran número de objetos que lleva a Estados Unidos, donde la Universidad que lo patrocina organiza una muestra de este material, material que es posteriormente reclamado por el gobierno peruano.

Con el tiempo, la figura de Lizarraga quedó opacada por la difusión que Bingham y las instituciones que lo respaldaban hicieron de su hallazgo.

Sin embargo Alfred tercer hijo de Hiram, en un libro sobre su padre, da a conocer una libreta de notas donde Bingham afirma: “Agustín Lizarraga es el descubridor de Machu Picchu y vive en San Miguel”.

Lo cierto es que el silencio se ha roto. La ciudad sagrada muestra sus tesoros y el hombre finalmente toma posesión de ellos.

Hasta aquí el dibujo esquemático de una historia que es seguramente mucho más rica y más compleja.

Hay poca información acerca de don Pedro Ochoa, de Melchor Arteaga o de Agustín Lizarraga. Y cuando no hay testimonios escritos o cuando éstos son insuficientes, la fantasía tiende a reemplazar a la realidad.

Por muchos años, casi 500, la ciudadela pudo mantenerse en el misterio. Me permito pensar que quienes la conocían antes del descubrimiento de Bingham, sabiéndolo o no fueron sus guardianes, respetaron sus secretos.

Y que fueron gentes con nombres vascos quienes la vieron casi por primera vez, gentes con nombres vascos que ya pertenecían a la tierra que habitaban.

No eran conquistadores, eran simplemente descendientes de aquellos que en una y otra época se permitieron soñar el sueño americano. Unidos por el nombre, a una de las creaciones humanas más imponentes.

Quiero creer entonces que tan bellos sitios fueron mirados con otros ojos, no con los de la posesión y el despojo, sino con los de la pertenencia.

1 Hablando con un estudiante de origen peruano que trabaja en el edificio donde vivo, me cuenta que su padre formó parte de una de las expediciones nacionales que se hicieron a ruinas cercanas a Machu Picchu, en calidad de ingeniero. Su nombre Antonio Peña Arredondo. Otro nombre vasco y otra historia.

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