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Norberto Iturbide. |
Había nacido en Etxalar en 1904, en la familia formada por José Joaquín y María Francisca Arburúa. Era el tercero de seis hermanos: cinco varones y una mujer.
Cuando se acercaba la edad de la “mili” Norberto consideró que tendría que ir a la guerra del África. ¿Y él? ¡No quería saber nada de guerras!
Así que cuando cumplió los veinte años se embarcó en el Amassilia y se vino a la Argentina.
Aquí, un conocido, otro vasco de apellido Goyeneche lo “habilitó” para trabajar en un tambo y comenzó a ordeñar vacas en un campo cercano al Río Samborombón.
Norberto era esencialmente bueno.
Cuando se conoció con Hilaria trataba de comprarle ganado vacuno al padre de ella.
Era buen mozo, alto, fornido, macizo, fuerte, con unos increíbles ojos claros, tan claros que a veces se confundían con lo blanco.
Bastaron pocos encuentros para que decidieran casarse e ir a vivir al campo que él alquilaba. Allí nacerían los tres hijos más grandes: Lourdes, Jorge y Hugo.
Son las tres de la mañana, pleno junio. En una rutina sin fin Hilaria y Norberto se levantan. Llueve a cántaros, tal vez hagan 2º ó 3º bajo cero. Los chicos duermen plácidamente. Se visten, envuelven sus pies con arpillera, se ponen las botas media caña de goma y el “encerado” y calzándose sendas boinas salen, farol en mano, rumbo al corral. Allí ordeñan a mano las 40 vacas. Se entierran en el barro hasta la mitad de la bota. Los sabañones de pies y manos pican y duelen. Sin embargo están felices: son jóvenes, los gemelos acaban de cumplir un año, los tres chicos están sanos. Acaban de mudarse a este campo, tendrán que pagar un préstamo, pero es de ellos. Está a la orilla del “Costa Sur” ¡un camino pavimentado!
Norberto e Hilaria el día de su casamiento. |
Hace un año atrás, cuando Hilaria estaba por dar a luz a los gemelos, en el campo de Goyeneche donde eran inquilinos, Norberto la tuvo que llevar en andas para badear el arroyo que los separaba del camino.
Aquí nacerán Noemí y Stella Maris, las hijas más pequeñas. Además la escuela y el almacén de ramos generales y frontón incluido de Botana están a una legua sobre ese camino. Por lo tanto la educación de los hijos, la provisión de algunos insumos y la diversión están a mano.
En estas tierras además de aprender a ordeñar vacas, tuvo que aprender a manejar el arado Mancera, el de disco, la sembradora, la trilladora y la cosechadora, todos ellos tirados por uno, dos y hasta cuatro caballos.
En toda su larga vida, sólo una vez lo vimos enojado. ¡Y cómo! Había comprado un toro: lindo, fuerte, color rosillo pero mañero como ningún otro. Rompía todos los alambrados cruzando, no sólo los potreros propios, sino también los de los vecinos. No había forma de calmarlo. Norberto, en un acto de desesperación, lo encerró en el corral de ordeñe, lo enlazó y lo sujetó al poste del centro. Con la mano izquierda sostenía el lazo y con la derecha le lanzaba una hachuela soltando todo tipo de imprecaciones y maldiciones. Sin embargo, el toro no aprendió y la única solución posible fue venderlo.
Todos sus vecinos lo conocían como una persona solidaria. Sólo bastaba que se enterara que tal vecino se había quebrado una pierna montando un potro redomón, o que la señora de al lado estuviera a punto de parir, o que la hija de los López no pudiera caminar (durante la epidemia de polio) para que Norberto subiera a su Ford’34 con volante a la derecha y saliera raudamente en ayuda de sus amigos.
Norberto y su familia vivían muy austeramente. Salvo la carne, la harina, el azúcar, la sal y el aceite, todo lo necesario para la comida se producía en la casa. Toda la ropa la confeccionaba Hilaria, más tarde se agregarían Lourdes y Noemí.
Norberto a los 80. |
Era emotivo. Lourdes estudió, con bastante sacrificio de la familia, pupila en el Colegio Eucarístico de Religiosas Hijas de Jesús. En 1958 se recibió de Maestra Normal Nacional. Este acontecimiento fue celebrado con un almuerzo de toda la familia en el Centro Vasco de La Plata. Mari, la cantinera de aquel entonces, me contaba que Norberto se acercó y con una tímida sonrisa pero los ojos húmedos por la emoción le dijo: “Mari, ponga una sidra en la heladera”.
Otra rutina que se repetía día a día: tres de la tarde. Norberto se levanta de la siesta y pone a calentar el agua en una pava gigante. De a poco se van acercando Hilaria y los cinco hijos, en los veranos los tres sobrinos que indefectiblemente pasábamos nuestras vacaciones escolares en su casa. Él armaba el mate, se sentaba en la silla que había hecho con sus manos sarmentosas y comenzaba a cebar en una rueda interminable. Permanecía silencioso en medio de nuestra cháchara. Sólo miraba nuestro horizonte recto y lejano.
Después que conocí Etxalar me he preguntado más de una vez qué sentiría en esos silencios. Porque nuestra llanura puede ser muy amable cuando ha tenido lluvia, se pone de mil verdes diferentes… Pero si no es así se viste de amarillos y ocres y la tierra se parte en grietas de tres y cuatro centímetros de ancho y sopla un viento norte seco y caliente. Cada nubecita que aparece en el horizonte se transforma en una esperanza que se frustra reiteradamente y si esto dura, la pastura desaparece y si no hay pastura, las vacas no tienen qué comer y entonces no hay leche. En esos momentos, ¿qué pensaría Norberto, criado en los mil verdes de Euskal Herría?
Ya he dicho que era un hombre de pocas palabras. Sólo bastaba una mirada suya para saber que algo estaba mal. En nuestros veraneos teníamos una sola obligación: no les podía faltar agua a las gallinas. En el campo se criaban sueltas entre los árboles que rodeaban la casa. Los bebederos de las gallinas se fabricaban con neumáticos cortados por la mitad que se ensartaban al pie de algunos árboles cuando todavía el diámetro de su tronco lo permitía. Si había alguno vacío Norberto sólo decía, pasando al lado nuestro, “gallinas sin agua”. Sólo eso bastaba para que saliéramos corriendo a llenar todos los bebederos.
Reunión de etxelatarras. |
Cuando los hijos crecieron quisieron pagarle el viaje para volver a Etxalar. Sin embargo Norberto no quiso: “Todo debe estar cambiado - dijo – Además ya no están ni mi padre ni mi madre.”
Bat, bi, hiru, lau… balbuceaba Norberto en su agonía. Norberto no deliraba. Norberto había vuelto a su idioma materno.
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