Raul Guillermo ROSAS VON RITTERSTEIN
“En los relatos brujeriles —como ocurre en los temas y las representaciones populares—, nos topamos, generalmente, con vigencias imprecisas, con seres nebulosos o con personajes de caracteres no bien marcados que, en ocasiones, buscan actores que los definan y los encarnen. Este proceso de diferenciación, o de gradual marcha hacia un enfoque preciso de la figura del sorgin, puede apreciarse muchas veces en los relatos legendarios y en la interpretación popular de sus personajes” (J. M. de Barandiarán).
Es sobradamente conocida, y no solamente merced a los exhaustivos trabajos de investigación de etnólogos y arqueólogos ilustres como el citado José Miguel de Barandiaran, sino además “de primera mano” en numerosísimos casos, la relación profunda entre los vascos y el mundo complejo que, siguiendo aquella famosa frase de Shakespeare, se encuentra más allá de lo que nuestra filosofía puede soñar...
![]() |
Se trata del soldado de los Tercios Miguel de Castro, un extraño personaje al parecer bien típico con todo de aquel período de la historia española2, enrolado desde muy joven en las fuerzas que afirmaban el control del trono del rey Felipe III en diversos sitios de Europa. Es poco probable que este Miguel de Castro, de quien por lo demás se desconocen otros datos que los que él nos proporciona en una especie de autobiografía que con no demasiada inventiva tituló “Vida del soldado español Miguel de Castro”3 y que puede ser encontrada en la Biblioteca de Autores Españoles, hubiera tenido, dadas las circunstancias de su vida, algún contacto profundo con las tradiciones peculiares de las tierras vascas, lo cual torna su historia aún más interesante. Parece, por cierto, como si este rudo soldado castellano anticipara en su escrito varios de los conceptos que siglos más adelante recopilarían los especialistas en cuanto a las propiedades particulares de los entes que pueblan el folklore obscuro de Euskal Herria.
En lo tocante a Miguel de Castro, baste con dejar señalado lo que sobre el personaje indica el editor del material en la versión de 1.949: “Tipo representativo de soldados espadachines y jugadores, protagonistas de lances de toda suerte, exentos de escrúpulos y sin más ley que su capricho, es Miguel de Castro [...] su empeño tozudo de romper ligamentos familiares al alistarse en los famosos tercios españoles. El escenario principal de sus actividades (donde los amoríos y trapacerías ocupan el mayor espacio), es el reino de Nápoles, incorporado a la corona española por Gonzalo de Córdoba y donde la corrupción administrativa y de costumbres alcanzaba caracteres increíbles. Allí sienta sus reales el aún adolescente...”
Es así que este “soldado de Nápoles” presenta su figura y su tiempo en una obra que, en esto son contestes los analistas, no posee más mérito que el de su carácter informativo y su realismo a ultranza. Es justamente por éllo que la historia de fantasmas que nos narra se reviste de una atracción tan especial en medio de las nada espirituales aventuras que despliega a lo largo de todo el texto; inclusive, como hemos de ver acto seguido, en el mismo transcurso de los sucesos los personajes, él incluído, dedican su atención primordial a fines que nada tienen que ver con entidades del más allá, sino muy por el contrario...
Lo cierto es que luego de varias campañas terrestres y navales y constantes translados de guarnición y poco después de la muerte de su principal valedor, el capitán don Antonio de la Haya, como consecuencia de una herida de guerra infectada, por febrero de 1.607 nuestro héroe se hallaba de vuelta en Nápoles, acuartelado en un palacio particular de uno de sus barrios4 y reponiéndose apenas de las heridas ganadas al resistirse a un asalto nocturno en las peligrosas calles de la ciudad mientras transportaba una valiosa vajilla de plata. Esto no era con todo obstáculo para que siguiera su vida usual, como Villon, “toute aux tavernes et aux filles”, y precisamente por eso es que “una noche de febrero a las once” se reunían, él y su mejor amigo y camarada Antonio López, con “dos mujeres españolas conocidas5”, en los jardines de fuera de su alojamiento.
Terminado el homenaje a Venus, “...al subir de la escalera del palacio del cuarto donde estábamos, que es la que sube en entrando la puerta principal a mano derecha en el primer cuarto, al subir de dicha escalera en el segundo descanso, yo quedeme atrás un rato a orinar; Antonio, que iba delante, topó un perro en medio de dicho segundo descanso, y dióle un puntapié: no se movía, dióle otro, tampoco, y dióle con una espada que llevaba con la vaina y bien recio, y como quien no hacía caso de los golpes, muy paso a paso, y sin quejarse, se bajó por la escalera. Antonio, viendo esto, y que el perro no sentía los golpes, tomó sospecha y bajó tras él con la espada desnuda, y como le ví que bajaba, que yo ya subía la escalera, y que traía la espada desnuda, pensé que el perro le hubiese mordido, y desnudé la mía, y al pasar le metí un palmo della por las tripas, de suerte que vi la punta della otra parte, y me pareció que no había topado en cuerpo alguno ni cosa la espada. Bajó Antonio y dióle una cuchillada y también dice que le pareció lo mismo. El perro dió tres pasos con mucho espacio, y luego con ser el patio muy grande y estar nosotros y el perro en medio dél y una luna como de día, se desapareció, que ni vimos perro ni cosa alguna. Salimos fuera la puerta, aunque parecía y era imposible el poder haber salido sin velle, porque hacía muy claro y la puerta estaba lejos, no le vimos. Subimos la escalera grande y andúvose los rincones que había todos, y no pareció. Antonio lo tomó luego por agüero, y subímonos arriba entrambos sin decir nada.”
Esta
fantasmagoría, un poco fuera de lugar dada la situación y el
carácter de los dos amigos, se complicaría en la misma noche.
El nuevo capitán, don Francisco de Cañas, se vio en la necesidad
urgente de enviar una carta a España, y seleccionó como mensajero
al amigo del relator con objeto de que las entregara de inmediato en la secretaría
del palacio virreinal. El dicho Antonio, poco más tarde, luego de haber
cumplido con la orden, se encontró casualmente por las calles con un
compañero de alojamiento, el ‘vizcaíno’ Domingo
de Larrauri6. Es a partir de ese momento
que la historia toma otro sesgo. Si, como se ha dicho, la ocasión hace
al ladrón, no podía ser de otro modo para esos dos soldados
recorriendo las seductoras y riesgosas calles napolitanas iluminadas por la
luna: “...como se toparon y era temprano y hacía muy buena
luna, dijeron: Vamos. Tomaron luego la vía del cuartel, que es el paradero
de los carros, fueron de aquí allí en casa de mujeres, donde
estuvieron en conversación, y dicen que enviaron por nueces, avellanas
y vino, y después de haber estado un rato entreteniéndose, se
venían algo alegres, creo yo, y al pasar de una calle junto a la esquina
de la Esperanza, venían a pasar tres hombres y dos mujeres. La calle
estaba algo impedida de piedras, que se hacía allí no sé
qué obra, y la parte por do se podía pasar la había ocupado
Domingo. Antonio se había hecho al otro lado para dalles lugar, porque
llevaban mujeres, la una de las cuales era Marica la Loca, que llaman por
otro nombre María de Deza, y como el paso estaba ocupado, dijo uno
de los tres...”
Es muy sencillo imaginar lo sucedido sin continuar con la prosa de Castro, basta pensar en las viejas novelas de Fernández y González o tantas del mismo estilo, mejores y peores. El resultado final consistió en que el vizcaíno recibió unas cuchilladas en la cabeza, propinadas al parecer de manera completamente sorpresiva, y debió acogerse al cuartel, adonde llegó con dos heridas, la espada sin vaina y el sombrero deshecho a tajos. Antonio López, el amigo de nuestro soldado, que debió enfrentarse solo con los tres pendencieros, salvó su vida justamente en razón de la disparidad del encuentro, perdiendo por lo demás el favor de su capitán que ya desde tiempo atrás le tenía entre ojos por su tendencia a caer en problemas de ese corte.
Hasta allí un hecho usual en la vida de gentes de tal calibre. Pero sería el desgraciado vizcaíno el que llevaría las peores consecuencias del paseo nocturno. “Volviendo al Domingo de Larrauri, que como dicho he, estaba herido, por la mañana le llevaron al Hospital de Santiago, para que allí se curase con más orden. La una de las heridas le llegaba al casco y se le relegraron con el gamaut7 y hallaron estaba algo ofendido. Estuvo ansí de aquella suerte hasta el seteno, y dijeron los cirujanos que estaba mejor y sin peligro, al onceno le hallaron otra vez muy malo; al entrar en el doceno comenzó a desvariar y perder el sentido y el habla y el juicio hasta que a la mitad del treceno al amanecer, murió.”8
Hasta aquí entonces el relato de Miguel de Castro acerca de la muerte de su camarada vizcaíno. Algo que hace más atractiva esta historia es que, en contra de lo que puede suponerse extendido en aquella época, señalada ya por las Guerras de Religión y a punto de desembocar en el desastroso conflicto de los “Treinta Años”, por contraste con tantos relatos posteriores de individuos de la misma profesión9, este soldado español no evidencia en su obra, más allá de los rasgos comunes de la fe del momento, ninguna tendencia hacia lo sobrenatural y fantástico. Tanto que estos cortos párrafos son el único espacio que en todas las memorias dedica a un suceso de tal clase, que no repite lo curioso del asunto tras contarnos acerca de la muerte de su camarada Larrauri, y asimismo que la forma descarnada de la narración nos marca no haberle asignado Castro demasiada importancia, pese a los pormenores evidentemente muy extraños de toda la relación, como si para él toparse de manera impensada con los seres del otro mundo no fuera digno de mayor atención.
Volviendo a lo que al principio decíamos, vale la pena considerar ahora los detalles del texto en sí, dado su sorprendente parentesco con los ‘modelos’, por así llamarlos, que podemos espigar en la literatura etnográfica de Euskal Herria. No abundaremos en ejemplos, salvo los necesarios para marcar las coincidencias con lo que en general se pensaba en las tierras vascas acerca de este tipo de apariciones del Más Allá.
En una noche de luna, con exactitud algo después de la medianoche, dos soldados dedicados a actividades muy terrenales se dan de manos a boca con un perro negro surgido de la nada en el interior de un palacio, resistente a golpes recios pero no a las estocadas, las cuales empero le atraviesan sin causarle el menor daño aparente. Ese extraño perro se muestra absolutamente carente de interés frente a quienes lo ven y lo atacan, evidenciando un desprecio absoluto hacia ellos, y desaparece ante sus perseguidores luego de dar tres pasos, sin dejar rastros de su presencia ni de cómo había llegado al edificio. Recién entonces es que uno de los protagonistas del suceso concluye en que puede tratarse de un emisario de malos agüeros, cosa que se confirmará apenas horas después y concluirá exactamente a los trece días con la “extraña”10 muerte de un soldado vasco herido en el transcurso de esa misma noche.
El que todo se haya iniciado más allá de la medianoche es un tópico demasiado común para hacer hincapié en él, si bien cabe destacar que “los de la noche” en Euskal Herria son especialmente celosos de ese período hasta el punto, como sabemos, de castigar a los transgresores del tiempo que se reservan, al grito de: “Gabazkuak gabazkuentzat”. El perro negro como avatar de un sorgin o como mensajero de malos augurios está, sin llegar a alcanzar en cifras a su eterno enemigo el gato, bastante difundido en esta clase de relatos11. El predominio numérico del felino se ha de deber con bastante seguridad a su imbricación constante con las posteriores historias de brujería satánica bajo la influencia de la religión cristiana, pero, dado que el txakur ha acompañado a los vascos mucho antes de la llegada del gato, es normal suponer además que las historias con él relacionadas pueden tener un fondo más antiguo, superviviente de un tiempo cuando los poderes de metamorfosis del sorgin no estaban necesariamente asociados con la perdición y el infierno —y se les calificaría por éllo como ‘indargaixtoa’—, sino que eran apenas un aspecto más de las virtudes chamánicas tan difundidas en diversas creencias de las viejas religiones europeas: “ ‘Sara’ko Uzkinenborda ondoan ba-da kisulabe bat. Urte batez han kisu erretzen ai omentzien gure ama zenaren anaia eta haren langiliak. Aats batez ganak omentzien harat gure ama eta bere aizpa langilien afariaikin. Berantean gibelerat abiatu omentzien, eta zakur bat gibeletik ikusi omentzuten. Hura ezin aldaraz bide guzian etorri omentzien etxeaino: beti gibeletik zakurrak seitzen omentzioten. Izituak baitzien eta etxeko ateak irikitzeko astirik ez izan eta hek artekita sartu omentzien etxean bi aizpak. Zakur hura etzela bide onezkua erraten zuten: Gabazkua. Noski.’ Goanes de Gerendiain, señor de la casa Zuelbeherea, me contó que, pasando una vez de noche a la luz de la luna por el arroyo y barranco de Zirripa, que está situado entre el barrio Ihalarre y la ermita de Santa Catalina, vio que se le acercaba un perro blanco en una forma que no es normal en tales animales. A su juicio era Gabazkua. (1-VIII-1.947.)”12 Sorgin o Gabazko, se destaca en este último relato la coincidencia con lo dicho por Castro en cuanto a la presencia de la luz de la luna, y asimismo la forma poco normal del movimiento del supuesto perro que llamara la atención del testigo; recordemos que son también las actitudes de la aparición las que primero inducen en Antonio la sospecha de que su visitante tenía de perro solamente el aspecto exterior. Este animal sobrenatural se encuentra en la historia de Castro revestido de otra propiedad característica del sorgin vasco de la cual no hace mención explícita el autor, pero que se destaca dentro del folklore tradicional: hablamos de los golpes que recibe de parte de los dos amigos y el modo en que responde a éllos. En efecto, abundan los relatos en los cuales se define con precisión la cantidad total de golpes que se debe dar a esas apariciones so pena de no afectarlas o de correr un riesgo grave. Al respecto contaba por ejemplo el mismo Barandiarán que para ahuyentarlas: “ [...] Hay que azotar su sombra (si luce la luna) o hay que propinarles fuertes golpes de palo en número impar (bakotxi), no en número par (biitxi). El número impar es también preferido en otros casos: el número de ovejas de un rebaño debe ser impar; de lo contrario, una muere13 [...] el número par es un tabú en estos casos. Un vecino de Sara iba de noche por el camino de ‘Aimania’. Entre esta casa y la de ‘Ustekabea’ se le apareció un cerdo. El hombre le dio un golpe con su palo. El cerdo le dijo: ‘Ekak berritz’ (dame otra vez). Pero el hombre no volvió a pegarle. Al día siguiente una mujer de ‘Matienia’ apareció gravemente enferma (Contado por Michel de Larzabal.) ”14 Recordemos que cuando el soldado español golpea al perro le da un número par de patadas y aquel no reacciona, como sí lo hace, alejándose en cambio, cuando acto seguido se le pega una vez con la espada envainada (tampoco resulta casual en ese sentido que la aparición, como destaca Castro, haya dado tres pasos —otro número ‘mágico’—, antes de esfumarse en pleno claro de luna).
Son todas estas notables coincidencias las que nos llevan a suponer a modo de conclusión que, o bien la narración de Miguel de Castro es absolutamente cierta, con las implicancias lógicas del caso, que no nos corresponde tratar, en fin de cuentas “todo lo que tiene nombre existe”, o bien se trató de una alucinación compartida de ambos amigos, favorecida por el momento y el lugar, una “folie à deux” que no resulta muy inusual entre individuos sanos, según los especialistas, o que sencillamente (la explicación más racional y “occamista” aún cuando no deje muy bien parada la confianza en la verosimilitud de todo lo que nos cuenta), Castro tuvo en algún momento contacto con vascos —¿y por qué no podría haber sido precisamente con el mismo Domingo de Larrauri, junto con quien se alojaba?— y de allí conoció al menos las líneas generales de ese tipo de creencias y tal vez las aprovechó para dar un sabor especial al relato mediante la creación de la historia sobre el nocturnal mensajero de la desgracia que acechaba al vizcaíno. Sea cual fuere el caso real, que naturalmente jamás podremos saberlo, lo cierto es que parece evidente que de una u otra manera el complicado y rico mundo de las creencias rurales vascas acerca de lo sobrenatural extendió en esta ocasión sus límites de influencia hasta los duros soldados de guarnición en la hirviente Nápoles del “Siglo de Oro”, y su recuerdo nos ha quedado en negro sobre blanco en un libro de memorias no demasiado conocido en los tiempos que corren.
1 Sí lo hacían para emprender excursiones relacionadas con sus propios intereses, llegando de esas maneras por ejemplo hasta Cuba, como reza en la tradición recogida por el padre Madariaga en Bermeo y publicada con anterioridad por Araquistain en sus “Tradiciones vasco-cántabras”, según lo señalaba José Miguel de Barandiarán: “[…] Askatu ei zituezan sokak eta asi ei zien andra biyok abantien eta a cada palada sien leguas esaten eta Habanara eldu ei zien. Orduen erire salta ei euen andra biyok euren geuzek eitten zituezan artien, aguriek be salta ta Habana’ko arbola bateri adar bat kendu ta txalupera arine torri ta pipie fumeten asi ei an. […]”
2 Resulta aquí inevitable la cita de las reminiscencias de su propia historia -en el tercio italiano de Miguel de Moncada al cual ingresara en 1.569-, que dejó Miguel de Cervantes Saavedra en su “Ingenioso hidalgo...”, Parte II, cap. XXIV, cuando relata el encuentro de don Quijote camino de Zaragoza con aquel mancebito que cantaba “A la guerra me lleva mi necesidad; si tuviera dineros, no fuera, en verdad.” y era, como tantos, el escritor inclusive, un prototipo de nuestro Miguel de Castro.
3 Antonio Paz y Meliá la publicó por vez primera en la Bibliotheca Hispánica dirigida por Raymond Fouché-Delbosc; luego vendría la edición de José María de Cossío en las “Autobiografías de Soldados” del Tomo XC de la BAE; existe además otra edición de Espasa - Calpe en Buenos Aires, 1.949.
4 Era comentada en toda Europa la corrupción de costumbres que había sentado sus reales en los barrios de la Vieja Nápoles en los cuales se ubicaban los cuarteles españoles. El dinero contante y sonante, siempre presto a deslizarse con excesiva rapidez de las manos de los soldados, actuaba como un imán para todos los desheredados de cercanías de la ciudad, y así se había desarrollado una picaresca muy particular que llegó a hacer aún hoy proverbiales a los “Quartieri Spagnoli” y la famosa “via Toledo” (por el virrey español de ese apellido, de tan dolorosas reminiscencias para todos los vascos, hijo del segundo duque de Alba y que, justamente, había hecho sus primeras armas durante la campaña de sojuzgamiento de Nafarroa), como núcleo de toda clase de delincuencia en relación con la soldadesca.
5 En el lenguaje de Castro puede entenderse esta frase como un eufemismo, ya que, según señala un poco más adelante: “Como digo, a mí y a él nos vinieron a buscar aquellas mujeres, y bajamos abajo a la calle junto a la puerta del jardín del capellán mayor, donde estuvimos un rato parlando y holgándonos, hasta que era hora de que se fuesen con las manos vacías y nosotros los cuerpos evacuados.”, resulta fácil deducir por qué razón eran conocidas de los soldados dichas españolas.
6 Más allá de la generalización del gentilicio de Bizkaia, por aquel entonces común para todos los vascos, podemos suponer que o bien era este soldado oriundo del Larrauri en las proximidades de Mungia, o sencillamente era aquel su apellido. Existen datos de numerosos individuos con esos nombre y apellido en los archivos eclesiales de Bilbao y su entorno, aunque apenas un registro de bautismo en la misma ciudad, perteneciente a un Domingo Larrauri, del 06/VI/1.562, hijo de Juan y Juliana Nobia, podría corresponder, dada la fecha, al personaje de esta historia, teniendo además en cuenta que no se halla señalada su defunción.
7 “Se le relegraron con el gamaut”. Como no podía ser de otro modo, Miguel de Castro evidencia con esta frase hallarse muy al tanto de la terminología médica del momento, dado que harto la sufriría en carne propia seguramente. Nos dice aquí que el hueso del cráneo, “algo ofendido”, fue raspado con el gamaut, que era un bisturí curvo muy utilizado en aquel tiempo por los barberos-cirujanos.
8 Estos desenlaces fatales, tan comunes en aquellos tiempos, que oscilan siempre entre los tres días y las dos semanas posteriores a la fecha de la herida —tétanos y septicemia—, se debían como es claro —salvo la gran excepción que en su momento representó Ambroise Paré—, a la falta absoluta de nociones de asepsia entre los cirujanos. De ese modo, las tasas de mortalidad reales de los combates superaban por mucho las efectivas al momento mismo del encuentro, y recibir cualquier herida más o menos profunda era casi un sinónimo de muerte, como por lo demás le sucediera al primer jefe de Miguel de Castro.
9 Viene inmediatamente a nuestra memoria como ejemplo el “Simplicius Simplicissimus” alemán que, si bien enrolado en la misma línea de la picaresca española, da muchísimo más valor relativo a las consejas sobrenaturales pese a ser algo posterior en el tiempo al libro de Castro.
10 Decimos “extraña” porque, si bien hoy no podemos dudar mucho acerca de las razones médicas de la muerte del vizcaíno, en aquel momento y tras la supuesta mejoría inicial, el que haya Larrauri fallecido al décimotercer día de la aparición ha de haber sido muy significativo para quienes hubieran oído de élla.
11 “[...] Llegó el otro año, y en los días de San Martín se mató como de costumbre el gorrino. El hombre mandó a todos a la cama y él se quedó en la cocina, sentado en una silla, sujetando un garrote y envuelto en unamanta. Hacía un frío terrible. Y resulta que avanzada la noche vio entrar por la chimenea a la bruja en forma de perro. Agarró el palo con las dos manos y atizó al animal un tremendo garrotazo en las patas traseras. Allí quedó tendido el perro, mientras el etxekojaun se iba tranquilamente a la cama, y pensando que esa noche el perro no robaría ni chorizos ni morcillas. Amanecía el día siguiente cuando se levantó la abuela para encender el fuego de la chimenea. Cuál no sería su sorpresa al ver caído en la mitad de la cocina al sacristán del pueblo y que, además, tenía una pierna rota [...]” (Peña Santiago, Luis P.: “Relatos, leyendas y tradiciones populares del País Vasco”, Txertoa, Lizarra, 1.996, p. 156.)
Podemos recordar aquí asimismo el hermoso relato de Carmen Navaz Sanz (“Karmele Saint-Martin”) titulado “El hombre y la bruja” en su libro “Nosotras las brujas vascas”, Txertoa, Lizarra, 1.995, pp. 121-26.
12 Barandiaran, José Miguel de: “Brujería y brujas. Testimonios recogidos en el País Vasco”, p. 147.
13 No debemos olvidar tampoco que en el momento de iniciarse la riña que acabaría con la mortal herida del vizcaíno Larrauri, eran dos los compañeros.
14 Id., p. 141.
¿Quiere colaborar con Euskonews? Envíe sus propuestas de artículos
Arbaso Elkarteak Eusko Ikaskuntzari 2005eko Artetsu sarietako bat eman dio Euskonewseko Artisautza atalarengatik
Astekari elektronikoari Merezimenduzko Saria
![]() | Aurreko Aleetan |