Entre la gloria y el olvido; Conchita Montenegro, la actriz vasca que triunfó en HollywoodEscuchar artículo - Artikulua entzun

Carlos ROLDÁN

El pasado 26 de abril, a la edad de 96 años falleció en Madrid la actriz donostiarra Conchita Montenegro. El suceso pasó prácticamente desapercibido entre los medios de comunicación. El portal 20minutos.es, uno de los pocos medios que se hizo eco de su muerte, destacaba en titulares que “su desnudo integral en la película francesa La mujer y el pelele cautivó al mundo” y que “no besar a Clark Gable le trajo suerte”. Mostraban así hitos más o menos anecdóticos de una carrera que no se merece bajo ningún concepto un olvido tan rotundo.

  Folleto promocional de Lola Montes
Folleto promocional de Lola Montes. Foto: Carlos Roldán, Los vascos y el séptimo arte.
Su nombre real era Concepción Andrés Picado. Nació en San Sebastián en 1911 aunque su familia se trasladó a Madrid siendo Conchita una niña. Sus primeros pasos artísticos los dio como bailarina. En 1927 se inició en el mundo de la interpretación cinematográfica participando en dos películas mudas La muñeca rota de Reinhardt Blothner y Rosa de Madrid de Eusebio Fernández Ardavín. Ese mismo año logró un papel de mayor relieve en Sortilegio de Agustín Figueroa que confirmó sus posibilidades como actriz. Pero fue su participación como protagonista en la película francesa La femme et le pantin (La mujer y el pelele) (1928) de Jacques de Baroncelli lo que le abrió las puertas de Hollywood, lugar al que partió junto a otros actores españoles de la época como José Crespo, Julio Peña, José Nieto, Catalina Bárcena o María Alba a rodar versiones castellanas de películas de éxito americanas o incluso películas rodadas directamente en inglés. El centro virtual Cervantes, en su galería de personajes, al tratar la figura de Conchita rememora en una curiosa entrevista realizada en 1942 para la revista Cámara por Martín Abizanda -reproducida en el libro de Alvaro Armero Una aventura americana: españoles en Hollywood- los primeros días de la actriz vasca en la meca del cine:

“Querían que trabajase enseguida. Desgraciadamente, no sabía decir entonces más palabras inglesas que okay, all right y ham and eggs. Edgar Neville que andaba también por esas tierras, se encargó de iniciarme en la materia. Estudiaba por las noches. Un día llamaron a mi puerta. Abrí, extrañada, sin imaginarme quién pudiera venir a esas horas. “Soy el nuevo profesor”, me dijo un hombre de pelo cano y sonrisa de niño. Apenas lo reconocí. Charles Chaplin acostumbraba a gastar bromas de ese género a todos los nuevos de Hollywood. (...) Mi primera prueba, ¡ahí es nada!, fue con Clark Gable. Me hicieron vestir, si le llaman vestir a una mujer cubrir su cuerpo con hierbas de hawaiana. (...) Aquello me daba mucha vergüenza. Mi rubor aumentó considerablemente cuando llegó el instante del beso; un beso apasionado y verídico. Creí que iba a morir. Y Clark buceó con sus labios inútilmente cerca de mi cara. Me negué a besarle. Precisamente el gesto de abandono y repulsión que adopté gustó extraordinariamente. Lionel Barrymore, experto en la materia, afirmó: “Esta chiquilla dará mucho juego”

Chaplin, Barrymore o Gable no fueron las únicas estrellas con las que tuvo ocasión de alternar Conchita. En 1930 trabajó en ¡De frente, marchen! de Edward Sedgwick, versión española de Doughboys, compartiendo papel protagonista con Buster Keaton -el genial creador de El maquinista de la General o El héroe del río- y con otro actor vasco de trayectoria cosmopolita, Juan de Landa. También en 1930 protagonizó junto a Ramón Novarro, galán del cine mudo y otro mito del cine también injustamente olvidado, Sevilla de mis amores, del propio Novarro. Su exitosa carrera americana siguió con The Snappy Caballero (1931) de Jack Cummings, El alegre caballero (1931) de Jacques Cummings, Su última noche (1931) de Chester M. Franklin, En cada puerto un amor (1931) de Marcel Silver, Strangers May Kiss (1931) de George Fitzmaurice, Never the Twain Shall Meet (1931) de W.S. van Dyke, Hay que casar al príncipe (1931) de Lewis Seiler, The Cisco Kid (1931) de Irving Cummings, Marido y mujer (1932) de Bert. E. Sebell, The Gay Caballero (1932) de Alfred L. Werker, Dos noches (1933) de Carlos Borcosque, La melodía prohibida (1933) de Frank R. Strayer, Laughing at Life (1933) de Ford L. Beebe, Granaderos del amor (1934) de John Reinhardt, Handy Andy (1934) de David Butler, Caravane (1934) de Erik Charrell, Hell in Heavens (1934) de John G. Blystone y ¡Asegure a su mujer! (1934) de Lewis Seiler.

En 1935 vence su último contrato en Hollywood y regresa a Europa para empezar una nueva etapa de su carrera trabajando como protagonista a las órdenes de directores tan importantes como Robert Siodmak, Richard Pottier o Jacques Becker. Protagonizó La vie parisienne (1935) y Parisienne life (1935), ambas versiones dirigidas por Robert Siodmak. En 1937 protagonizó las dos versiones, portuguesa y española, de una producción portuguesa que se tituló O grito da mocidade y El grito de la juventud. Las dos películas fueron dirigidas por Raoul Roulien, un cantante con quien Conchita contrajo matrimonio y de quien se divorció al concluir estos rodajes. Su carrera siguió con Lumières de Paris (1938) de Richard Pottier, L’or du Cristobal (1939) de Jean Stelli y Jacques Becker y Le Danube bleu (1939), película destruida por un incendio antes de su estreno. Se había convertido ya en una estrella rutilante del cine español de los 30 y su rostro, dotado de una extraña y elegante belleza, se había paseado por las pantallas de Europa y América en una carrera parecida, en cuanto a la atipicidad de su trayectoria viajera, a la del actor vasco Juan de Landa.

Conchita Montenegro con Ramón Novarro en Sevilla de mis amores  
Conchita Montenegro con Ramón Novarro en Sevilla de mis amores. Foto: Carlos Roldán, Los vascos y el séptimo arte
Tras la Guerra Civil se incorporó al cine español del franquismo como una estrella de primer orden, protagonizando durante 1940 varias coproducciones hispano-italianas auspiciadas por la sintonía política del régimen de Franco con la Italia de Mussolini. En este año protagonizó Nascita di Salomè de Jean Choux, su versión española El nacimiento de Salomé, también dirigida por Jean Choux, El último húsar de Luis Marquina y la versión italiana Amore di ussaro, también dirigida por Luis Marquina, Melodie eterne de Carmine Gallone -una biografía del músico Mozart que no gozó del favor del público-, Yo soy mi rival de Mario Bonnard y su versión italiana L’uomo del romanzo, también dirigida por Mario Bonnard y Giuliano de Medici (Conjura en Florencia) de Ladislao Vajda, el film más importante de la etapa italiana de Vajda antes de que se incorporase al cine español.

En 1942 Conchita Montenegro regresó a España y protagonizó cinco películas del cine franquista, cargadas, por tanto, de alto contenido moralista y patriótico; Rojo y negro (1942) de Carlos Arévalo, queda como una película incómoda y controvertida que exaltaba a Falange y denigraba a las checas que dominaban el Madrid de la guerra. Mostraba la historia de amor entre una mujer falangista (Conchita Montenegro) y un hombre de ideología comunista. Paradójicamente la censura de la dictadura franquista se cebó en ella y la película fue retirada de cartel a las tres semanas de su estreno. Boda en el infierno (1942) de Antonio Román, era un folletín sobre las relaciones de un singular trío formado por un militar español, una rusa salvada del “infierno comunista” y la cándida novia del primero. En Aventura (1942) de Jerónimo Mihura, se plasmaba la fascinación que se apoderaba de un hombre corriente por una actriz hasta que éste decidía -fiel a los dictados de la moral ultracatólica impuesta a sangre y fuego en esos momentos- volver al lado de su esposa. Ídolos (1943) de Florián Rey, contaba otra historia de amor, esta vez entre una actriz francesa y un joven español. Y por fin llegó Lola Montes (1944) de Antonio Román, prematuro testamento de Conchita Montenegro ya que, en pleno apogeo como actriz y a los pocos meses de rodar esta película, se casó con el diplomático Ricardo Giménez-Arnau y sorprendentemente abandonó el cine. A partir de ese momento, en una postura que recuerda mucho a la adoptada también por Greta Garbo, Conchita se retiró del mundanal ruido y se negó a conceder entrevistas o a participar en homenajes. La Garbo quería que el público la recordase en el esplendor de su belleza y que nadie contemplara la inevitable decadencia de su belleza. Quizá esa misma idea impulsó también el retiro de Conchita Montenegro. O quizás acabó decepcionada y cansada del ambiente de la industria del séptimo arte. En todo caso en abril de 2007 se fue para siempre una actriz vasca que triunfó en Hollywood. Sirvan estas líneas como arma para luchar contra el olvido.

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