La casa de las rejas verdesEscuchar artículo - Artikulua entzun

Olga LARRAZABAL SAITUA

En la esquina de una pequeña calle, en un barrio de Santiago de Chile, se erguía majestuosa una casa con grandes ventanas protegidas por rejas forjadas de color celeste verdoso con mucho diseño, portón de madera noble ribeteado de adornos de hierro, manillas y aldabas de forja y sobre él, un gran escudo con un árbol atravesado por dos lobos, proclamando la vizcainía de su dueño. Esta era la casa que mi abuelo Saitua, oriundo de Algorta, construyó en 1920, después de 35 años de trabajo cuando ya se instaló mental y afectivamente en Chile, sabiendo que no retornaría sino de paseo a su amada Euskalerria.

  Historia general de Bizcaya
Historia general de Bizcaya.
En esta casa crecieron sus hijos, jugaron sus nietos y murieron sus fundadores. A esta casa llegaron en 1938, justo el día de su muerte, los sobrinos exiliados de la Guerra Civil; en esta casa se refugiaron los amigos del Centro Vasco cuando cayeron en desgracia o los echaron de su casa, los emigrantes sin techo, y los hermanos, primos y sobrinos que vinieron a Chile a buscar fortuna. En esta casa, a la muerte de mi abuelo, el tiempo se detuvo, nada se cambió de lugar, nadie compró un mueble ni un cuadro ni un adorno nuevo. Su bastón y su sombrero siguieron en el mueble de la entrada, sus libros en la biblioteca, sus cartas guardadas pudorosamente en un antiguo escritorio y su espíritu presente en cada conversación, cada comida, cada anécdota.

Cuando en la década de los 60 vino un tío de Algorta a conocer Chile y a sus parientes, se quedó atónito al contemplar lo que él llamó “El museo Saitua”. Nunca habían pensado los parientes de Vizcaya que existía un lugar donde se hubiera mantenido intacto el tronco de la familia, las memorias y los recuerdos.

Ibero-vasco con jabalina y bidente  
Ibero-vasco con jabalina y bidente.
Yo nací 5 años después de su muerte y pasaba largas vacaciones en esa casa con mi abuela y mis tías, nutriendo mi imaginación con el pasado, ya que el presente casi no existía. Muy importantes para mí fueron los libros. Al entrar a la casa, a mano derecha, estaba la biblioteca. A mis ojos era la habitación más hermosa de la casa. Al fondo un enorme librero de palo de rosa, con puertas que dejaban ver las colecciones, arriba un óleo romántico con la campiña inglesa, sillones de cuero, un escritorio tallado y tapizada la cubierta en delgado cuero negro, colgando en el centro, una lámpara de bronce que había sido de gas en sus tiempos, con cigüeñas que afirmaban los brazos y ahora electrificada; dos libreros a la entrada coronados con escudos tallados en madera y las fotos de mis bisabuelos del Puerto Viejo ampliadas y enmarcadas bellísimamente. Esta habitación era el homenaje de mi abuelo a sus padres, ya que cualquier persona no conocida y que viniera de visita, pasaba automáticamente a la biblioteca y lo primero que veía eran estas enormes fotos exhibidas orgullosamente. Porque mi abuelo odiaba a los arribistas y sufría mucho con esos compatriotas enriquecidos que querían ocultar sus ancestros aldeanos o marineros. Pero lo que más me gustaba era la “Historia de Bizcaya” de Labayru, una hermosa edición de 1895 encuadernada en cuero de varios colores con letras doradas, en tres tomos inmensos de gruesos e ilustrada con grabados que representaban vascos primitivos descritos por Estrabón, danzando en el plenilunio o Cortes Medievales con señoras que llevaban extraños tocados metálicos en la cabeza, algunos de ellos simulando pequeños cuernos. Ni les digo que mientras las señoritas de la casa dormían siesta, yo me metía de cabeza en esos libros. Ahí aprendí acerca de los banderizos, de la leyenda del Primer Señor de Vizcaya, Jaun Zuria, de Iñigo Arizta en Navarra, de los Oñacinos dándose garrotazos con los Gamboínos, del Árbol de Guernica y del escudo de los Muxica que tenía una leyenda algo así como “Muxica, a dentelladas con sus enemigos”. También estaba Navarro Villoslada con Amaya, dónde en la Edad Media se mezclaban brujerías tribales con catolicismos del siglo XIX, godos y judíos y el señor de Goñi lanzándose por un precipicio. Recuerdo también a la Dama de Amboto que vivía en un alto monte en Vizcaya. Me la imaginaba tan alta como el monte, como una especie de giganta.

Trajes antiguos de mujeres euskaras
Trajes antiguos de mujeres euskaras.

Dentro de los libros a veces se encontraban tarjetas cómicas de Arlote que algún viajero enviaba. Me acuerdo especialmente de una en que se veía una máquina de esas de aplanar caminos y atrás un aldeano, de esos bien nutridos, con boina y camisa a cuadros, del mismo alto que ancho y Arlote sobándose un pié y diciendo: “No sé si ha sido el d’alante o el detrás el que me ha pisao el callo”.

Menos mal que mi padre, que era muy crítico y socarrón, me aterrizó o trató por lo menos de aterrizarme de esa imaginería romántica, con una gran colección de Pío Baroja. Nos reíamos a carcajadas con la “Leyenda de Jaun de Alzate” que tenía algunas frases célebres cuando unos pretendientes le solicitaban la mano de su hija. (“Urtzi te conceda el vuelo del águila y la calma del limako” le contestó al pomposo pretendiente árabe). Cómo nos reíamos de esas viejas del Barrio de Alzate que cinco minutos antes adoraban a los dioses, hacían akelarres y volaban como contratadas y después se rasgaban las vestiduras diciendo “Nosotros, los de Alzate, que siempre hemos sido tan católicos”, También nos metimos con Don Miguel de Unamuno, sus cuentos y unas poesías que escribía que eran como sacadas de un libro de matemáticas y con la prosa descarnada de Zunzunegui sobre la vida en la ría y en las minas y la feroz burguesía vizcaína. Posteriormente tuve el placer de ver a uno de mis hijos caer extasiado frente a la imagen de un “Ibero-Vasco con Dardo y Bidente” a pesar de que después se rían de mí por mis aficiones. (Ya está la vieja con sus cosas...).

Guerreros de la antigüedad en Euskaria
Guerreros de la antigüedad en Euskaria.

En la casa había dos pianos, uno vertical de estudio y uno de media cola que estaba en “la pieza del piano”. Esta pieza era oscura, no tenía ventanas ni al jardín ni a la calle, y siempre había que prender la luz, una bombilla prehistórica, que permitía no estrellarse con la máscara mortuoria de Beethoven, que debe haber sido el colmo del buen gusto a comienzos del siglo XX. En un armario chino, hecho por mi madre en sus tiempos de artista, estaban las partituras. Allí me encontré con todo tipo de música vasca. Música de Guridi, zortzikos, pasacalles que mandaban los primos de Algorta y que yo aporreaba en el piano, además del cancionero nacionalista y recopilaciones de canciones hechas en Iparralde que me sirvieron mucho para dominar el ritmo de 5/8, y aprender muchas letras para cantar con mi padre en las fiestas de la familia. Mis tías me contaban que el abuelo se paseaba por la casa cantando: “Gazte, gazte joan nintzan, herritik kanpora” hasta ahora una de mis canciones preferidas.

En ese piano, que alguna vez estuvo después en mi casa y con un compatriota algorteño, Muxica, que había venido a Chile arrancando de su fama de fresco con las alumnas, aprendieron mi madre y mis tías a tocar y era una juerga ver a estas señoras, ya mayores, tocar a 6 manos y pelearse como si fueran niñas hasta que a más de alguna le patinaba el sillín del piano y se daba un costalazo fenomenal. Parece que Muxica se limitó a pegarles en los dedos cada vez que se equivocaban, pero no alcanzó a desarrollar su fase de Don Juan. O vió la mirada azul y demoledora del tío Juan que medía 1.85 y no tenía ningún sentido del humor respecto a los don juanes que pudieran asediar a sus hermanas, por muy vascos que fueran.

No sé si alguno de mis primos vio esa casa como yo la vi, pero tengo muy claro que si yo no me hubiese alimentado con esas fotos, esa literatura y esa música, no estaría escribiendo en este espacio.

Con los años el barrio cambió de pelaje y se convirtió en popular. La casa se desarmó, y cada uno de los descendientes y amigos fueron convidados a sacar lo que más le gustara ya que nadie tenía ánimo de disputarse nada y todos quedaron contentos. Mi primo Juan Saitua se quedó con los retratos de los bisabuelos, Germán Saitua con el Samovar de plata del comedor, hasta las bisnietas heredaron sillas y libros. Y yo, adivinen... la “Historia de Bizkaya”, el armarito chino de la música con todas las partituras, el piano, y los bastones de mi abuelo, las cartas y las fotos.

Tocados antiguos de mujeres euskaras
Tocados antiguos de mujeres Euskaras.

Quizás mis nietas, que son del siglo XXI, miren de nuevo esos libros y se les encienda o incendie la imaginación y vayan por allá buscando el mito y la historia y ojalá los habitantes actuales de Euskalerria cuiden de mantener algo, no tumben todos los caseríos para construir condominios, ni transformen el Castillo de Butrón en una Discoteca pintada de rojo fuego con música de reggae. Ojalá quede algún “cashero” de camisa a cuadros que recuerde a Arlote y algún coro que cante a Iparraguirre y al Padre Donosti, aunque sea para el turismo. Porque sin esa enjundia folklórica y romanticona, nos volvemos todos idénticos. La misma moda de vestuario, las mismas marcas, las mismas canciones y el mundo se transforma en una lata, y terminamos todos comiendo hamburguesas en un Mc Donalds. ¡Vade retro Satanas!

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