En la esquina de una pequeña calle, en un barrio de Santiago de Chile, se erguía majestuosa una casa con grandes ventanas protegidas por rejas forjadas de color celeste verdoso con mucho diseño, portón de madera noble ribeteado de adornos de hierro, manillas y aldabas de forja y sobre él, un gran escudo con un árbol atravesado por dos lobos, proclamando la vizcainía de su dueño. Esta era la casa que mi abuelo Saitua, oriundo de Algorta, construyó en 1920, después de 35 años de trabajo cuando ya se instaló mental y afectivamente en Chile, sabiendo que no retornaría sino de paseo a su amada Euskalerria.
Historia general de Bizcaya. |
Cuando en la década de los 60 vino un tío de Algorta a conocer Chile y a sus parientes, se quedó atónito al contemplar lo que él llamó “El museo Saitua”. Nunca habían pensado los parientes de Vizcaya que existía un lugar donde se hubiera mantenido intacto el tronco de la familia, las memorias y los recuerdos.
Ibero-vasco con jabalina y bidente. |
Trajes antiguos de mujeres euskaras. |
Dentro de los libros a veces se encontraban tarjetas cómicas de Arlote que algún viajero enviaba. Me acuerdo especialmente de una en que se veía una máquina de esas de aplanar caminos y atrás un aldeano, de esos bien nutridos, con boina y camisa a cuadros, del mismo alto que ancho y Arlote sobándose un pié y diciendo: “No sé si ha sido el d’alante o el detrás el que me ha pisao el callo”.
Menos mal que mi padre, que era muy crítico y socarrón, me aterrizó o trató por lo menos de aterrizarme de esa imaginería romántica, con una gran colección de Pío Baroja. Nos reíamos a carcajadas con la “Leyenda de Jaun de Alzate” que tenía algunas frases célebres cuando unos pretendientes le solicitaban la mano de su hija. (“Urtzi te conceda el vuelo del águila y la calma del limako” le contestó al pomposo pretendiente árabe). Cómo nos reíamos de esas viejas del Barrio de Alzate que cinco minutos antes adoraban a los dioses, hacían akelarres y volaban como contratadas y después se rasgaban las vestiduras diciendo “Nosotros, los de Alzate, que siempre hemos sido tan católicos”, También nos metimos con Don Miguel de Unamuno, sus cuentos y unas poesías que escribía que eran como sacadas de un libro de matemáticas y con la prosa descarnada de Zunzunegui sobre la vida en la ría y en las minas y la feroz burguesía vizcaína. Posteriormente tuve el placer de ver a uno de mis hijos caer extasiado frente a la imagen de un “Ibero-Vasco con Dardo y Bidente” a pesar de que después se rían de mí por mis aficiones. (Ya está la vieja con sus cosas...).
Guerreros de la antigüedad en Euskaria. |
En la casa había dos pianos, uno vertical de estudio y uno de media cola que estaba en “la pieza del piano”. Esta pieza era oscura, no tenía ventanas ni al jardín ni a la calle, y siempre había que prender la luz, una bombilla prehistórica, que permitía no estrellarse con la máscara mortuoria de Beethoven, que debe haber sido el colmo del buen gusto a comienzos del siglo XX. En un armario chino, hecho por mi madre en sus tiempos de artista, estaban las partituras. Allí me encontré con todo tipo de música vasca. Música de Guridi, zortzikos, pasacalles que mandaban los primos de Algorta y que yo aporreaba en el piano, además del cancionero nacionalista y recopilaciones de canciones hechas en Iparralde que me sirvieron mucho para dominar el ritmo de 5/8, y aprender muchas letras para cantar con mi padre en las fiestas de la familia. Mis tías me contaban que el abuelo se paseaba por la casa cantando: “Gazte, gazte joan nintzan, herritik kanpora” hasta ahora una de mis canciones preferidas.
En ese piano, que alguna vez estuvo después en mi casa y con un compatriota algorteño, Muxica, que había venido a Chile arrancando de su fama de fresco con las alumnas, aprendieron mi madre y mis tías a tocar y era una juerga ver a estas señoras, ya mayores, tocar a 6 manos y pelearse como si fueran niñas hasta que a más de alguna le patinaba el sillín del piano y se daba un costalazo fenomenal. Parece que Muxica se limitó a pegarles en los dedos cada vez que se equivocaban, pero no alcanzó a desarrollar su fase de Don Juan. O vió la mirada azul y demoledora del tío Juan que medía 1.85 y no tenía ningún sentido del humor respecto a los don juanes que pudieran asediar a sus hermanas, por muy vascos que fueran.
No sé si alguno de mis primos vio esa casa como yo la vi, pero tengo muy claro que si yo no me hubiese alimentado con esas fotos, esa literatura y esa música, no estaría escribiendo en este espacio.
Con los años el barrio cambió de pelaje y se convirtió en popular. La casa se desarmó, y cada uno de los descendientes y amigos fueron convidados a sacar lo que más le gustara ya que nadie tenía ánimo de disputarse nada y todos quedaron contentos. Mi primo Juan Saitua se quedó con los retratos de los bisabuelos, Germán Saitua con el Samovar de plata del comedor, hasta las bisnietas heredaron sillas y libros. Y yo, adivinen... la “Historia de Bizkaya”, el armarito chino de la música con todas las partituras, el piano, y los bastones de mi abuelo, las cartas y las fotos.
Tocados antiguos de mujeres Euskaras. |
Quizás mis nietas, que son del siglo XXI, miren de nuevo esos libros y se les encienda o incendie la imaginación y vayan por allá buscando el mito y la historia y ojalá los habitantes actuales de Euskalerria cuiden de mantener algo, no tumben todos los caseríos para construir condominios, ni transformen el Castillo de Butrón en una Discoteca pintada de rojo fuego con música de reggae. Ojalá quede algún “cashero” de camisa a cuadros que recuerde a Arlote y algún coro que cante a Iparraguirre y al Padre Donosti, aunque sea para el turismo. Porque sin esa enjundia folklórica y romanticona, nos volvemos todos idénticos. La misma moda de vestuario, las mismas marcas, las mismas canciones y el mundo se transforma en una lata, y terminamos todos comiendo hamburguesas en un Mc Donalds. ¡Vade retro Satanas!
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