Olga MACÍAS MUÑOZ, Universidad del País Vasco
Son relativamente tempranas las noticias que se tiene del consumo del chocolate en el País Vasco. En 1700 ya se decía en la publicación anónima inglesa An account of St. Sebastián, que los moradores de esta ciudad desayunaban chocolate. También, a principios del siglo XIX otros viajeros reseñaban el gusto por los vascos de tomar el chocolate con esponjas. Este acompañamiento bien pudiera ser los bolados de azúcar, una más de las muchas preparaciones dulces con las que se acompañaba, para muchos, esta deliciosa bebida.
Si nos atenemos a su composición, el chocolate no es más que una mezcla de cacao y azúcar, a la que se puede agregar otro tipo de ingredientes, y que dada su versatilidad permite su consumo tanto como bebida, solidificado en tabletas o bombones e, incluso, formando parte de muchas preparaciones de repostería. La llegada del chocolate al País Vasco y su posterior generalización y popularización en todos los espectros de la sociedad vasca, no está exenta de condicionamientos geopolíticos, que aunque no influyeron en la fruición de los vascos por el chocolate, sí que condicionaron su producción en el territorio. El asentamiento de comunidades judías en Bayona y su emigración posterior a Guipúzcoa creó un sustrato de artesanos cuyo buen hacer pervive hoy en día. Además, con la creación de la Real Compañía de Caracas, el puerto de San Sebastián recibía en condiciones ventajosas la materia prima para que los artesanos instalados en diferentes pueblos de Guipúzcoa contasen con ingredientes de primera calidad. Por otra parte, en Navarra, se fundó un estanco del chocolate sobre su venta y no sobre su fabricación, síntoma de la buena salud que gozaba este comercio.
Muchos son los pueblos del País Vasco que durante el siglo XIX contaban con importantes fábricas de chocolate. Mendaro y Oiarzun en Guipúzcoa, Larraun, Lumbier y Lerín en Navarra, son solo algunos ejemplos de la importancia que la fabricación del chocolate llegó a alcanzar por estas tierras.
A finales del siglo XIX el chocolate era un producto de consumo popular y en la prensa de la época aparecía infinidad de noticias sobre los aspectos de su comercialización, fraudes de venta, ventajas médicas de su consumo e, incluso, breves reseñas sobre su origen.
Al igual que otros productos que revolucionaron la cocina europea, el origen del cacao hay que encontrarlo en América. Los mayas y los aztecas situaban su nacimiento en la mitología como regalo de los dioses. Cuando Colón y Cortés llegaron a las Antillas y a Méjico, se encontraron con una bebida que consumían desde los emperadores, pasando por la aristocracia hasta el pueblo llano. Toda una cultura se había desarrollado en torno al chocolate, bebida fortalecedora e incluso afrodisíaca. Es más, las mejores habas de cacao eran utilizadas como moneda en las transacciones.
Sobre el paso de América a Europa del chocolate, se señala a las órdenes religiosas como responsables de esta introducción. En 1870 se decía en El Noticiero Bilbaíno, que fueron los benedictinos lo que importaron en 1510 el chocolate desde Méjico. En un principio todo el proceso de elaboración chocolate estaba rodeado de hermetismo, hasta que a fines del siglo XVI comenzó a divulgarse. En efecto, los benedictinos se reservaban el procedimiento de fabricación inventado por ellos, lo que les valió la fama que siempre han gozado sus chocolates.
Nada tenía que ver este chocolate con el que mayas o aztecas consumían. El primer cambio que introdujeron las órdenes religiosas, fue añadir azúcar a esta bebida. Además, estos frailes y monjas adaptaron las especias que se utilizaban en la fabricación del chocolate al gusto de la aristocracia europea, los únicos que por ese momento podían permitirse acceder a este producto. Así era, durante los siglos XVII y XVIII, el chocolate era una bebida vinculada con unos gustos y unas costumbres de las clases más pudientes. Reyes, nobles y emergente burguesía adaptaron enseguida a sus refinados hábitos el consumo de chocolate. No solo surgieron nuevos utensilios para su elaboración y consumo, como molinillos y tazas especiales, sino que también comenzó a emplearse el chocolate en otras elaboraciones culinarias, tanto dulces como saladas.
Pero la auténtica revolución en la generalización del consumo del chocolate vino en el siglo XIX. Por una parte, la liberalización del comercio del cacao permitía la importación de las habas de este producto y no del producto elaborado como se había estado haciendo. Hay que añadir, también, que nuevas técnicas surgieron para la elaboración de este producto con su consiguiente abaratamiento. El doctor Pascual, publicaba en 1889 un artículo en El Noticiero Bilbaíno, en el que decía que el chocolate era por aquel entonces uno de los alimentos de consumo bastante general. Remarcaba que la garantía de las buenas condiciones alimenticias de este producto venía avalada por el hecho de que habían sido los religiosos quienes lo habían traído de América y que, por lo tanto, si ellos lo consumían, era un alimento saludable e higiénico, con unas propiedades eminentemente nutritivas aceptables a todos gustos y países.
El doctor Pascual también indicaba cual era la composición básica del chocolate por esas fechas: cacao, azúcar, harinas y sustancias aromáticas. La introducción de la harina para la fabricación del chocolate obedecía al gusto europeo por un chocolate más espeso que el consumido en América. Por lo tanto, continuaba el citado médico, según su análisis químico, el chocolate resultaba un alimento sencillo, agradable, sano, digestible y muy nutritivo. Pero, el chocolate era un producto que era presa fácil de las adulteraciones y así los indicaba este galeno. Tal era el grado de falsificación en la producción del chocolate que un estudiante de medicina, ante la pregunta de qué era el chocolate contestó: Pasta alimenticia en cuya composición entra un poco de todo... hasta de cacao.
Los fabricantes y comerciantes justificaban las adulteraciones del chocolate por la carestía del cacao, por su consumo generalizado entre todas las clases populares y el afán de los industriales por ponerlo al alcance de todas las fortunas, lo que era harto difícil para mantener los precios de costumbre a cuatro reales la libra. El doctor Pascual aseveraba que lo barato resulta siempre caro, porque en este caso, además de no alimentar, perjudicaba la salud.
Era interminable la lista de los sustitutos del cacao en estas adulteraciones y mientras la socarronería popular hacía guasa sobre la dudosa pureza del chocolate, no faltaban voces en Bilbao que pedían al Ayuntamiento que se hiciese cargo de la situación, con el análisis del chocolate que se vendía y el consiguiente castigo de aquellos que atentaban contra la salud pública. Se ponía el ejemplo del ayuntamiento de Madrid que establecía la composición que debía de tener el chocolate, según diferentes categorías y precios.
El doctor Pascual terminaba su artículo realizando todo un panegírico sobre el chocolate. Con tanta adulteración, decía, se estaba llevando al descrédito a un alimento muy conveniente para todas las personas, tanto sanas como enfermas. Había que añadir que el chocolate: era grato al paladar, muy nutritivo y en general fácil de digerir, fortalece el estómago y reacciona las fuerzas cuando están muy abatidas. Sus ventajas, continuaba, poderse preparar sencillamente y con rapidez, apetecible a cualquier hora, sirve para desayuno, como refresco, para reforzar el estómago hasta la comida. Desde el punto de vista médico de la época, el chocolate contaba con cualidades antiespasmódicas, estimulantes, muy conveniente para los convalecientes, si bien su abuso para las personas sanas era perjudicial.
Para finalizar, el doctor Pascual indicaba que el uso del chocolate, sobre todo como desayuno, estaba muy generalizado, lo que era muy saludable y provechoso. Incluso, se atrevía este médico a aconsejar a las personas verdaderamente aficionadas a su consumo que lo elaborasen de víspera, porque de este modo ganaba mucho en sabor.
Y para aficionados al chocolate, los habitantes de Bilbao. La Marquesa de Parabere en su obra dedicada a la confitería y repostería decía sobre la fabricación y venta del chocolate: En mi tierra (Bilbao, el pueblo sibarita por excelencia) unas cuantas familias tienen “sus” tareas especiales, que llevan su nombre, y en los comercios se pide la tarea de Fulano o la de Zutano, todas estupendas, variando tan sólo la proporción de azúcar. A continuación la Marquesa de Parabere indicaba cómo debía de ser un buen chocolate: El buen chocolate no espesa nunca; sólo los que contienen gran cantidad de harina, que son los de calidad inferior, son los que quedan espesos después de hechos. Sobre la manera de servir el chocolate, éste se podía hacer a la española o a la francesa, siendo mucho más amargo el primero que el segundo.
En su variedad a la española, más espeso, el chocolate se servía con un vaso de agua y un azucarillo, además de estar acompañado con pan, churros, bollos o bizcochos. Si se presentaba con un panecillo o con un bollo suizo debía de partirse en varias rebanadas para mayor comodidad de los comensales. Con el chocolate a la francesa, se servía pan tostado untado con mantequilla, brioches, croissants y bizcochos, además de rematar el chocolate con abundante Crema chantilly.
A estos dulces que indicaba la Marquesa de Parabere para acompañar el chocolate, había que añadir también los famosos mojicones, especie de bollo fino que se usaba para tomar el chocolate; la tarta perruna, hecha con harina, manteca y azúcar que también solía tomarse con esta bebida; o más propios de Guipúzcoa, los bolados de azúcar. Y cuando no había dulces tan delicados, se echaba mano de un trozo de pan y se untaba en chocolate, lo que en la Ribera Navarra llamaban remojón o pringada.
La repostería tradicional también se adaptó al gusto por el chocolate. En Navarra, se fabricaban los sequillos, un merengue con cobertura de chocolate. Al tradicional piperropil, postre elaborado con yemas de huevo, azúcar, harina, canela y frutos secos también se le comenzó a añadir chocolate y en Guernica a la intxaursalsa había quien le añadía media onza de chocolate rallado. En otra vertiente culinaria, en Navarra el chocolate era un ingrediente más de las palomas guisadas.
En el lenguaje popular también aparecieron nuevos términos para designar los utensilios necesarios para hacer el chocolate. De este modo, la chocolatera era la vasija que servía para hacer el chocolate; la jícara o pocillo, una vasija pequeña de loza en la que generalmente se tomaba el chocolate; y el molinillo, también llamado consuelo en Álava, servía para batir el chocolate.
El chocolate también pasó a formar parte de las costumbres de los vascos. Desde épocas tempranas, las clases pudientes incluían en su desayuno y merienda el chocolate, generalizándose su uso a medida que se abarataba el precio del cacao. A la costumbre de regalar bolados cuando se iba de visita, se sumó la costumbre de llevar también chocolate, en particular a las parturientas. El chocolate comenzó a ser algo imprescindible en las celebraciones de Fin de Año y de Año Nuevo. En la festividad de Reyes el chocolate también tomaba su protagonismo. La víspera, después de la cabalgata se tomaba chocolate y en el desayuno del día siguiente, no podían faltar ni el roscón ni el chocolate.
Las fiestas populares tampoco se vieron libres de las chocolatadas, en las que los participantes degustaban el chocolate con bizcochos o con lo que se terciase. En Marquina, la fogata de la víspera de San Juan iba acompañada con la consiguiente chocolatada, y en Durango, las fiestas no se concebían sin la degustación popular de chocolate. Incluso, el chocolate pasó a formar parte de apuestas a ver quien comía más, e incluso dos tazas de esta bebida constituían el desayuno de muchos participantes en pruebas de deporte rural, dentro de una dieta apropiada para el esfuerzo que tenían que realizar.
Fachada de la fábrica de Chocolates Elgorriaga en Irun (Gipuzkoa). |
Hasta ahora nos hemos referido al consumo del chocolate como bebida, a la taza. La generalización del consumo en tableta y en bombones, tal y como hoy la conocemos, tuvo que esperar a que una serie de innovaciones técnicas permitiesen su fabricación. El primer chocolate para comer se produjo en 1847 de mano de los ingleses, aunque fueron los suizos en 1879 los que mediante una nueva técnica consiguieron alcanzar altísimos niveles en la calidad y refinamiento del chocolate. La gestión de la producción del cacao a través de grandes empresas y el abaratamiento de los procesos de producción hicieron del chocolate en todas sus variantes un producto habitual en los hogares ya en la primera mitad del siglo XX. En 1931 nos encontramos en Guipúzcoa, entre otros, con los siguientes fabricantes de chocolate: Chocolates Guereca, antigua Casa Basterrica de Oñate; Chocolates Elgorriaga de Irún; la Casa Maitena de San Sebastián; Chocolates Orbea de Oñate; la confitería y pastelería de la Calle Mayor número 14 de San Sebastián; Chocolates Adarraga de Hernani; y la confitería, cerería y pastelería Pedro Otegui de San Sebastián. En Bilbao, José Antonio Aguirre, vocal de la empresa familiar Chocolates Aguirre, fundó en 1920 la empresa Chocolates Bilbaínos, junto a la participación además de esta compañía, de la de otros fabricantes de chocolate de la villa, como Martina Zuricalday, La Dulzura y Caracas.
La producción industrial de chocolate ya estaba en marcha y lo que fue un producto exclusivo para unos pocos, ha pasado a convertirse en el deleite de muchos, con una cada vez mayor variedad de elección. Aún así, el chocolate no ha dejado de perder cierto tinte pecaminoso, en una lujuria que las propias órdenes religiosas nos enseñaron a saborear.
Bibliografía e internetgrafía
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