El Premio Manuel de Lekuona 2000, fallecido el pasado 8 de septiembre, fue una de las voces críticas más interesantes del siglo XX
Aunque su precaria salud le tenía retirado de la actividad pública desde hace más de un lustro, el fallecimiento el pasado 8 de septiembre de José Miguel de Azaola nos priva definitivamente de uno de los más agudos espíritus críticos que ha dado el País Vasco a todo lo largo del siglo XX. Hombre de formación jurídica pero de acusada sensibilidad artística, ensayista, poeta, novelista e historiador, analista político, crítico musical, europeísta de primera hora, vasquista de razón y de corazón, brillante divulgador... Azaola deja tras de sí la estela de un humanista que utilizó todas las herramientas a su alcance para interrogarse sobre la realidad de la persona y su destino individual y colectivo en un tiempo de crisis y de vertiginosas transformaciones.
El hecho de que los decenios centrales de su vida coincidieran con el franquismo, en un contexto de ausencia de libertad y de mediocridad cultural, además de su permanente errancia por ciudades y países, explica en parte porqué Azaola ha sido figura poco conocida e insuficientemente valorada fuera de círculos más o menos entendidos. Algo que intentó paliar Eusko Ikaskuntza-Sociedad de Estudios Vascos al concederle el año 2000 el Premio Manuel de Lekuona en reconocimiento a toda su trayectoria.
De Bilbao a París, pasando por Donostia
José Miguel de Azaola nació en Bilbao en 1917, en la fiesta del patrón de las artes gráficas y del gremio editorial (6 de mayo, San Juan ante portam latinam) al que dedicaría la mayor parte de su vida profesional. Hijo de la burguesía liberal bilbaina, creció en un ambiente de aprecio por la historia, la música, el teatro y la literatura, y a los 13 años escribió su primer libro, un resumen histórico de su ciudad natal.
En 1936 participó en la fundación del Grupo Álea, junto al pintor Gustavo de Maeztu, el escritor Lauaxeta y el poeta Blas de Otero entre otros espíritus inquietos por hacer «algo que, en la España de aquellos años, era dificílismo: hablar, pensando distinto, no de lo que nos dividía, sino de lo que teníamos en común», tal como recordaría años después.
El estallido la Guerra civil le sorprende viajando por Alemania y Austria por lo que decide marchar a Friburgo, en Suiza, donde quedará profundamente marcado por su sistema federal de gobierno. Tras contraer matrimonio, en 1942 se trasladó a San Sebastián. En la capital guipuzcoana tradujo libros para la editorial católica Pax y editó una revista familiar titulada “Lar”. Al calor de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, Azaola fue artífice de la primera revista bilingüe de la posguerra, “Egan”, cuyas páginas dieron cabida a los principales escritores del momento. Desde el Círculo Cultural y Ateneo Guipuzcoano alentó la fundación del grupo “Horas poéticas” y del Centro de Estudios Europeos que promovería los primeros cursos sobre europeísmo impartidos en Gipuzkoa. A señalar también su participación activa en las Conversaciones Católicas Internacionales de San Sebastián, celebradas entre 1947 y 1959, que anticiparon reflexiones más tarde recogidas en la reforma del Concilio Vaticano II.
En los años cincuenta Azaola desempeñó altas responsabilidades en el Instituto Nacional del Libro Español y ostentó la vicepresidencia de la International Board on Books for Young People, institución dedicada a la promoción de libros infantiles y juveniles de calidad en todo el mundo. En 1963 ingresó como funcionario en la Unesco, con sede en París, donde permanecerá hasta su jubilación.
‘El continente del espíritu’
Míchel Azaola deja una extensa obra constituida por una veintena de libros, decenas de monografías y opúsculos y cientos de artículos. Tres son los ejes principales de su producción: el existencialismo cristiano, el liberalismo político y el europeísmo. Influido por la filosofía personalista de Emmanuel Mounier, Azaola denunció «el descuartizamiento de la mente contemporánea» en manos de una «cultura atomizada e incapaz, por tanto, de satisfacer a la persona». Idea que aparece reflejada en la novela “El pan de nadie” y, sobre todo, en su ensayo “La depreciación del hombre”, donde se lee: «El desprestigio del antiguo y elevadísimo concepto cristiano de la persona, no es ni más ni menos que la depreciación del hombre en lo que éste tiene de más excelso».
La preocupación de Azaola por la deshumanización de la civilización tras las devastadoras guerras del siglo XX enlaza directamente con su temprana inquietud por el futuro de Europa, el «continente del espíritu» como lo llamó su maestro Gonzague de Reynold. Como aporte a su reconstrucción, desde los años treinta dedicó arduos esfuerzos a despertar la conciencia de europeidad por todo el país, lo que justifica que haya sido considerado como una de las tres o cuatro personas que más han hecho por que la idea de Europa se abra paso en España.
Lugar no menos destacado en la producción intelectual de Azaola lo ocupa el País Vasco. Abordó con profundidad los dos problemas principales a los que se enfrentaba desde el último tercio del siglo XX: el de su organización política y el problema cultural. No quedaría exenta de polémica su afirmación de que el pueblo vasco «adolece de carencias muy graves a falta de un desarrollo peculiar completo en el orden cultural, y denota un lamentable provincialismo, una desoladora escasez de espíritu científico y de rigor crítico». Tajante aserto que se desprendía de la preponderancia de un tipo de cultura económica y técnica divorciada de una cultura global e integradora. Ello venía dado, entre otras causas, por la falta de un gran polo urbano donde pudiera germinar una industria cultural abierta y con ambición expansiva, además de la ausencia, hasta muy tardíamente, de universidades y centros de estudios superiores.
Política y arte
Del problema político se ocupó en una obra monumental titulada “Vasconia y su destino” (1972-1976), fundada sobre el análisis global de la historia, la lengua, la cultura, la economía y la sociología del país. En ella propugnaba una solución federalista tanto para España como para la propia comunidad vasca cuya extrema complejidad interna comparaba con Suiza, insistiendo en que «el espíritu social de los vascos es esencialmente federalista». Sin embargo, el posterior proceso de construcción autonómica merecería su reprobación por romper la conexión foral (al contrario de lo que se hizo en Navarra) y por las serias dudas respecto a la lealtad institucional entre los poderes, según dejó ampliamente reflejado en medios de prensa escrita (El Correo Español-El Pueblo Vasco, El Diario Vasco, El País y Ya) a todo lo largo de la Transición.
Pero en Azaola los finos análisis jurídicos y políticos presentan siempre un matiz particular al verse enriquecidos con aproximaciones artísticas y culturales. «El arte es el mejor barómetro espiritual de cada época», escribió. Además de dramaturgo, poeta y novelista, fue un melómano erudito que derramó mucha tinta para describir y desentrañar los argumentos de las grandes obras líricas, iluminando su trasfondo histórico e intelectual. Por el mismo motivo, su constante vuelta sobre la obra de Miguel de Unamuno, plasmada en casi un centenar de textos que lo acreditan como uno de sus grandes exégetas, no vino dada por tratarse de un filósofo, de un teórico, sino porque en ella encontró, sobre todo, la impronta de un gran artista: «Lo cierto es que Unamuno fue poeta, y no filósofo; y, como poeta, lo fue sobresaliente».
Con José Miguel de Azaola se va un raro ejemplo de hombre de intelecto y de sensibilidad, de ciencias y de artes, dotado de una poderosa capacidad para sintetizar e interpretar los fenómenos humanos en toda su complejidad. Un humanista en tiempos de depreciación de lo humano.
Palabras de recepción del Premio
Manuel Lekuona 2000
(Alcalá de Henares, 19 de noviembre de 2001)
La
decisión de la Sociedad de Estudios Vascos, que me fue dada a conocer
telefónicamente desde San Sebastián a mi entonces residencia
de Friburgo por un periodista de El
Diario Vasco, me honra extraordinariamente y me halaga hasta el punto
de preguntarme a veces si, en efecto, la merezco.
Nada,
sin embargo, me resulta más ajeno que el ensalzar mis propios méritos.
Es esta una actitud que no casa conmigo, no porque yo cultive particularmente
la humildad, sino porque entraña una monumental equivocación.
Cuando se ponderan los merecimientos de una persona, lo que se ensalza en
realidad es la oportunidad de que ha disfrutado (una oportunidad absolutamente
independiente de su personal decisión) de efectuar una determinada
cosa. El cúmulo de circunstancias que, si bien se mira, lo ha empujado
en la dirección finalmente escogida por él, y no en otra alguna,
es en efecto independiente de su voluntad y fruto de una sucesión de
hechos a menudo contrarios a ésta. Somos marionetas manejadas por una
Providencia -o un Destino, si no queremos admitir la existencia de una Inteligencia
superior que nos gobierna-, a cuya merced nos encontramos constantemente.
Es ésta la que merece las felicitaciones y los homenajes que el mundo
dedica con tanta facilidad a unas personas que no hacen sino aquello para
lo que una mano invisible las había preparado. Tan sólo si aceptamos
el valor meramente instrumental de los individuos humanos, acertaremos en
nuestro juicio sobre la autoría de los hechos.
Con esta salvedad, que es algo más que un detalle sin importancia,
y separando claramente los papeles respectivos del autor y del mero instrumento
ejecutor de un proyecto, cuyo alcance desconoce la mayoría de las veces,
es admisible el que yo acepte este premio como un homenaje que se rinde no
a mi persona, sino a una serie de coincidencias que contribuyen a poner un
nombre (en este caso, el mío, muy modesto) al lado de una obra. Y que
lo dedique, en primer lugar, a la memoria de mis padres; y en segundo lugar,
a ti, mi queridísima y fiel compañera desde hace más
de sesenta años... y los que caigan, que eres de todos los seres actualmente
vivos, el que por más tiempo y con más importancia has procurado
siempre para mí lo que estimabas ser lo mejor de todo. Por ello, querida
mía, muchas, muchas gracias. Y gracias a todos ustedes por hallarse
hoy aquí.
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