En medio de esta locura del cambio de clima global y después de varios meses secos, esteparios, con un smog denso y un frío profundo, Santiago amaneció con nubecillas, lluvia, un poco de viento que limpió la atmósfera y una temperatura bastante agradable. El paisaje reverdeció y las nubes blancas dejaron pasar a los nubarrones negros y comenzó a llover con fuerza, mientras el suelo despedía un olor a hierba seca mojada que inundó mis pulmones. El verde, la lluvia y los olores me invadieron y de repente me sentí animada y nostálgica, y al mirar el cerro Manquehue, al pie del cual yo vivo, me acordé del Monte Serantes, de las hermosas tormentas sobre la ría de Bilbao que vi en mi infancia, el olor a arbusto mojado que se desprendía de los jardines de María Cristina en Algorta, hace ya tanto tiempo. Ese Monte Serantes donde caían rayos y que yo contemplaba con asombro y temor desde el otro lado de la ría.
Cuando yo tenía seis años, y habían pasado catorce años de su partida, mi padre decidió tomarse un año sabático y volver a Algorta. Yo creo que la nostalgia lo tenía enfermo y se le notaba bastante. Eso de salir entre gallos y a media noche en 1937 desde Galicia, donde tenía barcos pesqueros dejando todo atrás, con la familia perdida, cada uno arrancando como mejor podía, otros en la cárcel, las tías viudas solas con hijos pequeños, los primos muertos en el frente... era algo que no había podido superar. Eso de dejar la tierra que amaba, sus amigos, sus costumbres adquiridas con esfuerzo ya que había nacido y vivido su primera infancia en Cuba y tener que partir de nuevo contra su voluntad, obligado de nuevo a reinventarse para sobrevivir, fue para él algo que afectó profundamente su psiquis, a pesar de que era joven y todavía flexible. Y aunque tuvo la suerte de trabajar, de casarse bien en Chile y tener una familia, de agradarle esta tierra amable y colonial, sus afectos profundos estaban en otro lado, y había llegado la hora del reencuentro y de enfrentar fantasmas.
![]() |
Ñico Larrazabal Saitua y Olga Saitua. |
Yo tampoco lo pasaba del todo bien, y no me entendía con él, seguramente debido a su gran neurosis. Mi educación de hija única de esos años, tenía como fin hacer de mí una señorita. Vestiditos de organdí, manejo de la urbanidad en la mesa y muchas insinuaciones sobre lo que una señorita debía o no debía ser y sobre todo no decir. Debía ser silenciosa, saber bordar y rezar el rosario con mi abuela, cruzar las piernas con gracia, no comerme las uñas, y preocuparme del qué dirán y sobre todo no molestar a los mayores preguntando cosas, en otras palabras desaparecer para no molestar a nadie. Mi natural exuberancia y curiosidad hacían que este tipo de educación no me sentara en absoluto y tampoco yo a mi padre. Me interesaban todos los temas que se consideraban inapropiados para los niños pequeños y mi abuela vasca me miraba con algo entre curiosidad y espanto. Mi vocación fluctuaba entre ser Roy Rogers, el vaquero del Oeste, o Jane, la esposa de Tarzán. Añoraba bañarme en ríos y mares, trepar por bosques imaginarios y por praderas interminables sintiendo el viento en la cara o sentarme en la proa de un bote cortando las olas y el viento. La realidad era que sentía constantemente que el ojo de Jehová me estaba vigilando y mi Paraíso imaginado era un lugar donde los adultos por arte de magia desaparecían y no me daban la lata. Y en este escenario psicológico comenzó mi aventura internacional.
Así, nos fuimos primero hasta Buenos Aires en un avión a hélice, tecnología de punta de 1950 de la Panagra Airlines, cruzando Los Andes. Ahora uno se demora una hora y media en hacer el viaje y va a 10.000 metros de altura. Entonces iba mucho más bajo, esquivando picos andinos y se demoraba no sé cuántas horas. El paso de la Cordillera con tormenta era de terror.
Buenos Aires no era como Santiago, capital de un pequeño país. No, era capital de un país grandote y rico. Como decía alguien era cuestión de dejar las vacas en la pampa pastando y echar trigo al viento y luego... a París los boletos.
Allí conocí por primera vez una gran ciudad, parques inmensos,
teatros grandiosos y hoteles con escalinatas de mármol. Atiborré
de preguntas a mis padres. Nunca me olvidaré del ballet Coppelia y
en honor a eso llevé a mi nieta a una temporada de ballet para niñas
pequeñas. Mi mundo hasta ese entonces era entre Talca, ciudad de provincia
dónde me crié y Santiago, en ese tiempo bastante deslucido,
ya que el país no había levantado cabeza después de la
Segunda Guerra. Pobre Chile, que regaló como contribución a
los Aliados su único gran recurso el cobre, a USA quien monopolizaba
su compra con un precio de risa fijado en Washington. Como dicen los niños,
siempre los grandes abusan de los chicos.
Tomamos allí un barco pequeño que tenía una clase única,
llamado Monte Urquiola hermano del Monte Udala y Monte Urbasa, todos de la
Compañía Aznar. (De la Sota ya no existía...) El capitán
era vasco y el barco iba lleno de españoles que vivían en Chile,
algunos de ellos también de origen vasco y de los cuales muchos eran
fabricantes de calzado como mi familia. Todos iban en su viaje del recuerdo,
a encontrarse con su patria todavía desvastada por la guerra. Ahora
iban como indianos ricos dispuestos a recorrer su país
y a reconocerlo, ya que el emigrante usualmente no conoce las cosas buenas
del país donde nació y ahora se daban las condiciones. Y supongo
que también, de paso, a ayudar a los que se quedaron allá sufriendo
de una larga posguerra.
Entonces comenzó la juerga, mis padres entretenidos con la vida social del barco, me dejaron tranquila y encontré un compañero de juegos, J. Miguel Mingo de familia chilena de Somorrostro, con el cual hicimos todo tipo de barbaridades. (Después me lo encontré en la Universidad estudiando lo mismo que yo). Por primera vez en mi vida sentía que el mundo era un lugar agradable para vivir. El inmenso océano azul, los peces, los pájaros, las Islas Canarias, era todo de ensueño.
Llegamos a Santander, donde un montón de pequeñas mujeres nos abordaron a la bajada ofreciendo manteles bordados. Son las lagarteranas, nos explicaron. Tu les adelantas el dinero, eliges los modelos de manteles, y cuando vuelvas estarán aquí en el puerto, al pié del barco con el encargo. Ofrecían maravillas por una miseria de dinero y mi madre hizo su agosto, y creo que me compró hasta el ajuar de boda. En el muelle nos estaba esperando Pedro Bilbao, médico de Algorta e íntimo amigo de la familia lo que puso a mi padre muy contento y desde ese momento no se sacó la boina nunca más y creo que se fue cantando desde Santander a Bilbao.
Nos fuimos a vivir al piso de unos tíos, con otras hermanas de mi padre y mi abuela, que después de darse unos paseos por Francia y Chile había vuelto por un tiempo. Este piso quedaba en la Avenida Basagoiti, en los altos del Correo, al lado del Casino, arriba de los jardines de María Cristina y del Hotel Eguía. Digamos que era casi el epicentro del pueblo y para los algorteños el centro del mundo. Estaba en el último piso y tenía una vista magnífica sobre la ría de Bilbao. De esa casa recuerdo el olor a aceite de oliva de la cocina, el olor al cloro o lejía con que lavaban los pisos de madera en las escalas comunes, el balcón del comedor, por donde tirábamos escupitajos a los guardias civiles con mucho desenfado (cuando las tías o la abuela no nos veían), el sonido de la bocina de los barcos entrando en la ría y las tormentas en el Monte Serantes. ¡Qué tormentas aquellas! Parecía que Thor el del relámpago y el martillo, pasaba con su carro por sobre nosotros. Yo nunca había visto algo así, porque en mi terruño del centro de Chile no se conocían esas cosas.
Mi vida en Algorta fue sumamente feliz. Los días domingo una banda tocando txistus y tamboriles pasaba por el frente de nuestra casa y los días de fiesta se hacían ferias y se bailaba al frente de la Iglesia de San Nicolás. Mis primos, las vecinas del Hotel y yo, de sólo seis años de edad, provistos de impermeables y paraguas, éramos libres de recorrer el pueblo sin que nadie nos vigilara demasiado. Todos nos conocían y nos cuidaban. Todos eran un poco parientes y se conocían de toda la vida. La vieja casa de mi tío abuelo Vicente Saitua, quedaba casi al frente y tenía en la planta baja un pequeño negocio de botones, hilos y encajes, que atendían unas primas de mi padre. Detrás, un huerto donde cultivaban patatas, pero lo más hermoso era la higuera al fondo, llena de caracoles que hacían nuestra delicia. Así nos convertimos en poseedores de equipos de caracoles que echaban carreras sobre nuestros brazos, entre los gritos de asco de las tías. Pero no recuerdo que nadie nos regañara; éramos los niños más felices del mundo.
Hacíamos caminatas a Berango a campo traviesa, por senderos llenos de hierbajos y de amapolas rojas y yo miraba embobada las amapolas silvestres como gotitas de sangre en el paisaje.
![]() |
Herichu, Mirari y Andoni Coto Saitua. |
Vivíamos arriba de la higuera, nos tirábamos por los setos de los jardines de María Cristina, como si fueran pistas para resbalarse y sólo nos deteníamos cuando chocábamos con una palmera. Llegábamos exhaustos, con las piernas y brazos rasmillados y la cara inmunda a comer pan y merienda (pan negro y chocolate), y a contar nuestras aventuras en la cocina de la casa del tío Vicente, lugar donde se reunían los Saitua todas las tardes y no se cómo cabían porque era pequeñísima. La tía Concha Arteta, esposa del tío Vicente era como la Madre Tierra. ¡Ay ene pochola! ¡Cómo tienes de sucios los morros! ¡Coitada, mira como te has puesto las rodillas! Con lo maja que eres. ¡ Ay chica! si te viera tu madre... ya merendarás con nosotros ¿No es cierto? Y más pan y chocolate. Mi madre recorría feliz Italia y los castillos del Loire y yo recorría feliz Algorta totalmente inconsciente de esta ausencia.
En esa casa, los primos de mi padre, jóvenes de 22 a 25 años, sumamente cariñosos, me indoctrinaron sobre mi naturaleza de vasca a punta de canciones, historias de la familia del Puerto Viejo y discusiones interminables sobre cualquier tema. Yo sabía algunas canciones como: Ene que risas hisimos al pasar por el sendeja o Entre las angulitas hay un pez gordo y Desde Santurce a Bilbao Pero allá me enseñaron a cantar en euskera, todos los zortzikos habidos y por haber, además de las bilbainadas y habaneras de San Sebastián. Todavía me acuerdo de algunas letras. Había una que decía:
En el Monte Gorbea, en lo más alto hay una cruz,
Haciendo guardia a Arratia, querida aldea Dónde estás tú.
Y terminaba:
Y cuando estés arriba dirás
¡Aurrera mutillak!
Y esta más picaresca:
Quisiera ser alcalde
Donostiakua
Y hacerle sirris
A las criadas...
O:
Las angulas, al cedazo, han de venir.
Con su linterna, van a la taberna
Con su farol, van al mostrador...
Cantábamos cantidad de rondas infantiles sin sentido como éstas;
Antonio Polonio mató a su mujer,
con siete cuchillos y un alfiler.
La gente que pasaba olía a manzanilla
Que viva, que viva el tío Pelotilla
o:
Chiiribín, chiribín yunfá
Chiribiribin macá
Y el famoso:
Pimpinito, pimpinito,
Pasó por un caminito
La tía Concha había nacido en un caserío en Urduliz y de pequeña sólo habló euskera. Cuando vino a Bilbao tuvo que olvidarlo, parece que no se llevaba, se casó con mi tío, capitán algorteño que no era vasco parlante y ella nunca quiso enseñarlo a sus hijos. Pero estos hijos se preocuparon de mandar a sus propios hijos a la Ikastola y ahora la mayoría de sus nietos recobraron el idioma y se habla euskera en sus casas en la vida diaria.
En esa casa se contaban todas las historias de la familia, los tíos navegantes, los naufragios, los emigrantes, el bisabuelo y sus navegaciones a vela, el tatarabuelo que era el alguacil de Getxo a mediados del siglo XIX y mi padre lucía su voz de tenor, discutía con sus primos hasta que le daba puntadas y su humor iba mejorando.
![]() |
|
Olga Larrazabal en Algorta en 1950. |
El tío Vicente Saitua todavía navegaba, después de haber estado años sin poder hacerlo. Había pasado una temporadilla en la cárcel por romper un bloqueo en la guerra, con el fin de llevar alimentos a la población civil y era un alma de Dios. Construía barcos de vela a escala, y el que le hizo a mi abuela Paquita lo tiene actualmente mi hijo en su casa, junto con una pintura de Etxetxu en el Puerto Viejo y otra del Puerto Viejo visto desde el Mirador de Usategui.
Ese año que pasé junto a mi familia Algorteña fue uno de los mejores de mi vida, y me costó mucho adaptarme al volver a ser hija única, a la educación en un pueblo de costumbres más formales, sin el calor humano de esa tribu bulliciosa, buena para el canto, donde los niños eran tan queridos, dónde se vivía la infancia con tanta libertad.
Por eso volví a Algorta el año pasado, a visitar a mis compañeros de correrías, a oler el aire húmedo de la ría, a cantar en el Puerto Viejo en la casa del frente de la casa de mis bisabuelos, y compartí mis días con esos tíos que conocí jóvenes, y conocí a mis primos Saitua que siguen cantando.
Estos mucho mejor que nosotros, pues lo hacen arriba de los escenarios y con bastante éxito.
Algorta está muy diferente, pero el edificio donde viví sigue en pie, y también el Casino. La casa de mi tío fue demolida y actualmente pasa una calle por el solar. El Hotel Eguía está reconstruido y los jardines de María Cristina siguen dando ese aroma peculiar a arbusto humedecido por la lluvia. Hay un pequeño ascensor para bajar a la playa, y al frente de la playa y del Hotel Tamarices levantaron una estatua en honor a Pedro Bilbao, el médico amigo de mi padre que curó a todos los algorteños matándolos de hambre. ¡Cómo se hubiera reído mi padre con este cuento de la estatua!
Los compañeros de correrías están convertidos en simpáticos abuelos, que van todos los días de verano a tomar una copa a la plazoleta donde organizábamos nuestros juegos y con ellos hicimos, entre carcajadas, un inventario de todas las delicias que nos alegraron la vida: carreras de caracoles, competencia de escupitajos, deslizamientos de espalda y de bruces por los setos de los jardines de Mª Cristina y por las barandillas de todos los edificios que conocíamos, versos burlones que le cantábamos a grito pelado a una tal Mariví:
Mariví el c... te ví
Como era de noche, no te conocí.
Por eso, cuando el cielo se llena de nubecillas y llueve, el aire se limpia y el paisaje reverdece, se me llenan los pulmones de ese aroma de arbusto mojado y el corazón de nostalgia de ese Paraíso perdido de la infancia y me encantaría volver a sentir la emoción que sentí cuando por primera vez vi una tormenta eléctrica sobre el Monte Serantes, encaramada en el balcón del cuarto piso de Av. Basagoiti, temblando de una emoción entre el miedo y el asombro.
¿Quiere colaborar con Euskonews? Envíe sus propuestas de artículos
Arbaso Elkarteak Eusko Ikaskuntzari 2005eko Artetsu sarietako bat eman dio Euskonewseko Artisautza atalarengatik
Astekari elektronikoari Merezimenduzko Saria
![]() | Aurreko Aleetan |