Ana ZABALZA SEGUIN, Departamento de Historia. Universidad de Navarra
En la comunicación presentada en la II Jornadas de Lingüística Vasco-Románica, organizadas por la Sección de Lengua y Literatura de Eusko Ikaskuntza, abordo el problema de la formación de apellidos en Navarra durante los siglos XVI y XVII.
El interés que este trabajo puede presentar se basa en dos puntos: por una parte, creo que a lo largo del siglo XVI y en las primeras décadas del XVII tiene lugar la creación de un sistema de denominaciones personales -nombre y apellido- que resulta nuevo y en el que se apoyará el que ahora utilizamos. En segundo lugar, la comarca elegida para nuestro estudio -la Merindad de Sangüesa, al Este del Reino de Navarra- era vascoparlante en el momento analizado, aunque la documentación notarial y procesal que hemos manejado está escrita en castellano. En los textos escritos por el escribano real confluyen no sólo dos lenguas -los actores hablan “la lengua vulgar, que es la vascongada”; el escribano traduce no sólo palabras sino también categorías al lenguaje esterotipado de los protocolos- sino dos tradiciones culturales y dos derechos distintos. Parecen por tanto un tiempo y un espacio adecuados como observatorio de los fenómenos de cambio.
Uno de los hechos que llama la atención a quien intente reconstruir genealogías es la dificultad con la que se tropieza para identificar individuos y grupos familiares a medida que nos remontamos hacia atrás, al llegar a 1600 aproximadamente. Es verdad que la información es cada vez más escasa y que las personas que poseen más riqueza están sobrerrepresentadas, pero se tiene también la impresión de que estas razones no justifican todos los obstáculos. En realidad, existe un problema de conexión de información: contamos con documentos que aportan datos sobre personas; pero no somos capaces de relacionar estas unidades de información con otras, y sin esta condición el conocimiento sobre el pasado no progresa. A mi juicio, la causa es con mucha frecuencia la falta de un sistema normalizado de denominaciones personales: un mismo individuo aparece repetidas veces en distintos documentos, pero se le llama de diferente manera. En otras palabras, el apellido se utiliza y se transmite de manera diversa a como lo hacemos hoy en día. En mi investigación he tratado de profundizar en las reglas que rigen la asignación y la transmisión de apellidos, inicialmente como un medio para explotar de forma más rentable la documentación, pero más adelante también debido al interés que el tema tiene en sí mismo.
Ante todo, hay que reconocer que el gran normalizador del uso y transmisión de apellidos ha sido el estado liberal. En el caso del estado español, es en el reinado de Isabel II, en las décadas centrales del siglo XIX, cuando los poderes centrales disponen de la determinación y los instrumentos necesarios para atribuir y registrar a cada uno de los ciudadanos con un nombre y unos apellidos transmitidos conforme a unas pautas regulares, y que se mantienen invariables a lo largo de toda la vida del individuo, sean cuales sean los cambios en el estado civil o el lugar de residencia. De esta forma, el estado puede disponer de esta información para sus fines: la recaudación fiscal o el reclutamiento militar, por ejemplo. Pero en el pasado no era así. Ninguna autoridad estaba en condiciones de regularizar un aspecto tan personal y al mismo tiempo tan público como es el nombre. Por otra parte, quien usa el nombre no es su portador, sino quienes le llaman: debido a ello, una misma persona puede ser conocida simultáneamente por una pluralidad de denominaciones: en casa, en la taberna, en la iglesia, entre sus parientes más lejanos, cuando sale fuera de su lugar de residencia. Y puede también cambiar de apellido o incluso de nombre cuando abandona definitivamente su casa para ir a casarse a otro lugar. Hasta su nombre de pila puede cambiar, por ejemplo si muere un hermano mayor del mismo sexo destinado a desempeñar un determinado papel en el hogar. Buena parte de esta riqueza se ha conservado incluso hoy en día en el ámbito rural.
¿Qué son y cómo se transmiten los apellidos a comienzos de la Edad Moderna? En el caso que hemos estudiado, el “apellido” hace referencia a la fuente de la identidad, y ésta es la tierra. Así se explica que buena parte de los apellidos sean topónimos: una persona lleva consigo, como identificador, el nombre de su lugar de origen, en particular cuando sale de él: por ejemplo, “Martín de Orbaiz”. En el interior de la población, sobre todo si -como sucede en el caso estudiado- no es grande, el término de referencia es aún más concreto: el solar nativo, el nombre de la casa: por ejemplo, “María de Enecorena”. Nos encontramos en una región donde impera el sistema de heredero único; cuando ha sido la mujer la heredera de la casa, encontramos que es ella quien transmite a los hijos el “apellido”, el nombre de la casa, mientras que el de su cónyuge llega a olvidarse. Por otra parte, como consecuencia de este sistema sucesorio, el destino de los hermanos es totalmente asimétrico: sólo uno o una se queda en el solar nativo y conservará probablemente como apellido el nombre de ésta, mientras que los hermanos que la abandonan pueden pasar a ser conocidos por el nombre del lugar, sobre todo si, como es muy frecuente, salen fuera a casarse. Así se explica por qué con frecuencia resulta tan complicado identificar a grupos de hermanos; o también seguir la genealogía de familias que han seguido pautas matrilineales en la sucesión.
A partir de 1600-1630 toda esta problemática va desapareciendo. El apellido se va vaciando de significado -referencia a la tierra, fuente de la identidad-, y pasa a ser simplemente transmitido de padres a hijos por vía masculina, y usado de manera permanente a pesar de los cambios en el curso vital. Como es natural, seguimos encontrando excepciones, pero al aumentar la información y multiplicarse las referencias las dudas se resuelven con mayor facilidad. A la hora de explicar este proceso de normalización pueden apuntarse varias causas. Indudablemente, el derecho consuetudinario practicado en la región choca en este punto con el derecho castellano. Los mismos escribanos reales -puente entre las dos culturas- llega un punto en que no van a admitir por ejemplo que hijos de un legítimo matrimonio lleven el apellido de la madre. No podemos olvidar el papel de la nobleza como modelo cultural, algo que se percibe en el hecho de que son las ciudades y villas las primeras en abandonar el viejo sistema de denominaciones para adoptar abiertamente pautas patrilineales, y convirtiendo el apellido en un mero indicador de la filiación. No obstante, las viejas costumbres se mantendrán incluso hasta nuestros días en el ámbito rural.
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