Supongo que cualquiera que lea el título de estas líneas objetará que he incurrido en una contradicción en términos tan flagrante como “Historia del Futuro”.
Queda concedido desde este punto que, así es, que, en efecto, si nos ceñimos a la más estricta teoría, la Historia del Futuro es sencillamente imposible. De hecho, si llevamos hasta sus últimas consecuencias las proposiciones de la física cuántica, el futuro es, sencillamente, inexistente hasta que la combinación de hechos desarrollados en el presente le va dando paulatinamente lugar. En otras palabras, ante nosotros sólo existiría, de hecho, un absoluto vacío que se llena a medida que avanzamos hacia él y sólo a condición de que, tal y como nos recordaba Bertrand Russell, todo siga funcionando del mismo modo en el que lo ha venido haciendo hasta ese momento.
Portada de un libro de relatos de Poul Anderson. |
En nuestra época, se ha pasado de la Profecía a la Ciencia y así no debería extrañarnos la aparición, hace unas cuantas décadas, de una “Breve Historia del Futuro”, firmada por el profesor W. Warren, que trataba de adivinar las posibles líneas de fuerza a través de las cuales se desarrollará el presente en los años próximos por medio de la Prospectiva. Una seria disciplina científica que tiene su principal sede en una de las facultades de la prestigiosa Universidad de Chicago, y a la que no le han faltado seguidores. Como pude deducirse de otra “Breve Historia del Futuro” firmada por el astrofísico noruego Eirik Newth o, últimamente, la recentísima “Historia del Futuro” salida de manos del economista Jacques Attali.
Las cosas a ese respecto se desmandan aún más, como no podía ser menos, si, desde campos con tantas pretensiones como la Profecía y la Ciencia, se pasa al terreno de la Literatura donde, como bien saben los aficionados a la Lectura, todo es posible.
Es en ese terreno, dentro del aún más licencioso subgénero de la ciencia-ficción, en el que surgió, hace ya bastantes años, la figura de Warden Echevarry. Su historia es breve y oscura. Algo hasta cierto punto esperable dada la escasa, casi testimonial, presencia de los vascos como tales en el terreno de la ciencia-ficción. Una que oscila entre la confesada afición y proselitismo a favor de este genero de uno de los principales filósofos que ha dado el país –no otro que Fernando Savater– que, además, actúa –o, al menos, ha actuado– como jurado en alguno de los premios otorgados en ese campo, como el de editorial “Minotauro”, “boutades” de inspiración entre volteriana y swiftiana, como la primera novela de Iban Zaldua “Si Sabino viviría”, que utilizan el genero más como un medio que como un fin, y casi desapercibidos relatos cortos alentados, principalmente, por el Premio “Alberto Magno” otorgado por la Facultad de Ciencias de la Universidad del País Vasco. Detrás de alguno de los cuales, debo admitirlo, está la sedicente mano del que estas líneas escribe.
No es ese el caso -el de ser un relato corto de ciencia-ficción casi desapercibido-, de “No hay tregua con los reyes”. Ese escrito, en el que, por así decir, nace y vive Warden Echevarry, fue galardonado en el año 1964 con el prestigioso –al menos para el subgenero de la ciencia-ficción– Premio “Hugo” y, además, es obra de Poul Anderson. Un verdadero especialista en el genero y uno de sus más consagrados y respetados autores.
Si queremos calificar y definir la pieza en cuestión deberíamos inscribirla dentro de un subgénero del propio subgénero de la ciencia-ficción. Concretamente del que en alguna ocasión se ha definido, tanto en la ciencia-ficción literaria como en la cinematográfica, como “postapocalíptico”.
Poul Anderson es, desde luego, un verdadero maestro en ese subgenero del subgenero. Basta para comprobarlo con echar un vistazo a relatos como “El Pueblo del Aire” o, incluso, al paradójico “El último de los libertadores”. Donde describía un mundo postapocalíptico en el que, curiosamente (o no tanto), todo va mucho mejor una vez que nuestra sociedad capitalista se ha hundido. Terreno éste en el que uno no hubiera esperado encontrar a ese autor, afamado defensor del más rancio neoliberalismo, incluso desde posiciones abiertamente reaccionarias.
En el campo de la Literatura tan sólo “Un muchacho y su perro” de Harlan Ellison ha podido igualar al Anderson postapocalíptico. En el cinematográfico quizás la primera película de la saga de “Mad Max”, a ratos “Zardoz” y más adelante la versión para la pantalla de “El cartero”. Una de las novelas de David Brin, que Kevin Costner transformó en una impactante serie de imágenes, deudoras de los mundos imaginados por Anderson en los inquietantes retazos de “El pueblo del aire” o, más aún, en ese “No hay tregua con los reyes” en el que, al menos en unos cuantos párrafos, campa a sus anchas, Warden Echevarry.
En ese relato Anderson imagina, otra vez, unos Estados Unidos desintegrados tras una guerra nuclear que ha debido barrer buena parte del Este y el centro de la antigua federación. En sus páginas al menos se habla de “Infiernobombas” que han arrasado los campos petrolíferos de Tejas. La degradación no ha ido tan lejos como en el mundo de “Mensajero del futuro”, compuesto de pequeñas y atrasadas comunidades agrícolas de supervivientes, sometidas a una especie de Neofeudalismo por fascistoides ejércitos privados como el de los holnistas, o en “El Pueblo del Aire”. Donde lo que antes eran Estados Unidos es descrito como una tierra de guerreros bárbaros que utilizan los mortecinos restos de tecnología aún en sus manos –fundamentalmente la de los globos dirigibles– para extender la guerra y el saqueo por doquier. En “No hay tregua con los reyes” al menos la Costa Oeste de lo que en su día han sido Estados Unidos, mantiene una cierta unidad hacia ese año 2264 en el que, aproximadamente, se desarrollan los hechos descritos en el relato. Se trata de los llamados UPSA. Es decir, “United Pacific States of America”. O, en su traducción, Estados Pacíficos de América.
Esa reducida versión de los antiguos Estados Unidos intenta restaurar la unidad completa de la antigua nación, pero, tal y como sostienen algunos de los personajes que intervienen en el relato, y sobre todo el narrador omnisciente que los acciona, lo tienen bastante difícil. No sólo por la guerra contra el Canadá Occidental –que le disputa, al parecer, antiguos estados como Wyoming y Idaho– sino también porque la precaria autoridad que rige los destinos de California –San Francisco es la capital de los UPSA–, Oregon y, según parece, la mayor parte de Washington, se basa en un precario gobierno supraestatal articulado en torno a un ejército profesional en gran parte integrado por una oficialidad reclutada entre pequeñas comunidades dirigidas por señores neofeudales que, lógicamente, se han ido haciendo con el control de la situación tras la desintegración de la autoridad central y el caos subsiguiente en las comunicaciones (los transportes son escasos, se ha vuelto a la tracción animal exceptuando unos pocos vehículos movidos por motores de alcohol, el telégrafo constituye, otra vez, el sistema más rápido de transmisión de mensajes, etc.).
El equilibrio de poder entre esas autoridades locales de corte neofeudal y el débil gobierno federativo de los Jueces en San Francisco, apoyado por ese ejército profesional de lealtades dudosas y divididas, es oscilante.
Los señores neofeudales, en ocasiones dueños de valles enteros o de zonas extensas de la costa, no admiten que sus privilegios consuetudinarios –por no decir fueros–, adquiridos durante la etapa de desintegración del poder central, se vean cuestionados. Frente a esto, el golpe de estado militar o la creación de pequeños ejércitos privados que no rinden cuentas a nadie, salvo al patrón que los alimenta, viste y arma, son vías enteramente factibles en esa Norteamérica de pesadilla imaginada por Poul Anderson.
Dentro de la realista muestra de distintas poblaciones amalgamadas en los UPSA –hay descendientes de daneses, escoceses, anglosajones, mejicanos e incluso, parece ser, bálticos–, por alguna razón que se escapa completamente al autor de estas líneas, Poul Anderson (él mismo vástago de emigrantes daneses a Estados Unidos) decidió tomar como prototipo de uno de esos señores feudales que acosan los intentos restauradores de los UPSA a quien no puede ser sino el descendiente de uno de los miles de emigrantes vascos que, a lo largo de todo el siglo XIX, se instalaron en los estados del medio Oeste y la propia costa del Pacífico en la que se desarrollan los hechos de “No hay tregua con los reyes”.
Curiosamente, las líneas que Anderson dedica a describir el papel de Warden Echevarry en esos acontecimientos literarios, nos muestran un desarrollo enteramente lógico, hasta cierto punto, de las historias de la Diáspora vasca en esa parte del mundo.
Por lo que nos cuenta, Warden Echevarry ha logrado hacerse con el control de parte de las montañas de la costa del Pacífico. Tiene un ejército regular de hombres que incluso llevan uniformes y distintivos con su marca –“la insignia de Warden Echevarry”– y que está integrado por lo que en su día han sido simples trabajadores agrícolas que ahora le obedecen y respetan ciegamente y a los que administra patriarcal y paternalmente. Incluso leyéndoles, una vez al año, la constitución de los UPSA que, por supuesto, respalda su dominio sobre esa zona de montaña.
Tras esas pinceladas que describen ese mundo casi onírico, no resulta difícil ver en Warden Echevarry al descendiente de cualquier ranchero vasco asentado en esa zona de Estados Unidos en las últimas décadas del siglo XIX que, aferrado a su herencia, ha sabido tener el nervio y el tesón suficiente para hacerse respetar y perdurar cuando se desintegra el marco político y social en el que ha vivido su familia hasta entonces.
Por supuesto ahora sólo el tiempo, la Historia de un Futuro que, al menos de momento, no existe ni siquiera físicamente, nos dirá si esas líneas del relato de Anderson, tan inesperadas como sorprendentes, serán, algún día, el último capítulo de la Historia de la Diáspora vasca que comienza en la vieja Europa allá por 1830.
Entre tanto sería interesante descubrir qué razones llevaron a Poul Anderson a incluir en su relato a un personaje tan curioso como Warden Echevarry. Nada común en el elenco de la ciencia-ficción anglosajona. Ni siquiera entre las siempre versátiles y eruditas páginas de este autor de origen danés.
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