¿Qué tenemos hoy para comer?Escuchar artículo - Artikulua entzun

LARRAZABAL SAITUA, Olga Olga LARRAZABAL SAITUA

“Es mi gran ilusión, una cazuela de bacalao puesto al pil pil
A condición, que la acompañe, un vino blanco chacolí
Y a la merluza, si es de anzuelo, también le tengo yo afición,
Pero si es de esas de arrastre, más que merluza es un tablón”

Canción popular bilbaína

Si queremos medir la cultura de los pueblos tenemos que fijarnos en una multitud de detalles que nos describen cómo este pueblo avanza en su humanización. Tenemos que ver cómo aman, cómo se abrigan, cómo cantan, el lenguaje en que se comunican, los dioses que adoran, y los ritos ante el misterio de la creación y de la muerte. Cómo se alegran y viven en familia, se relacionan con la naturaleza, cómo hacen poesía y se cuidan mutuamente, tratan a sus hijos y a los ancianos, cómo arreglan sus diferencias, pero sobre todo cómo y qué comen.

El uno por ciento de diferencia genética que dicen tenemos con los chimpancés, no alcanza a explicar el cómo hemos transformado los actos más simples de la subsistencia en goces estéticos. Y entre esos goces estéticos está el buen comer; el concertar las materias primas en bruto en sinfonías de olores, sabores y texturas que hacen de una reunión culinaria algo casi religioso. En terminar esta comida grandiosa con un gran canto que sale de las entrañas, porque al cantar creamos sonidos que armonizan entre ellos de tal forma que nos producen un placer espiritual. Y todo esto es exclusivamente humano. Son eventos que se debieran recordar como joyas de alegría, para aquellos tiempos en que no podamos comer sino aquello que los doctores no nos prohíban y no podamos cantar porque la voz nos falla.

Una de las aventuras gastronómicas más simpáticas que he tenido en mi vida fue el año pasado cuando fui de visita por un mes a Algorta. Allí tengo una prima pequeña y simpatiquísima, abogado, casada con un chico ingeniero naval. Este chico y su hermano tienen como afición extra curricular la pesca y se especializan en bonitos. Además, alquilan una casa en el Puerto Viejo donde dan unas cenas pantagruélicas y comen lo que pescan junto con los amigos. Allí asistí yo durante las fiestas del Puerto Viejo, y nos sentamos junto a sus cuadrillas de amigos, primos curas que venían después de haber vivido haciendo misiones en Indonesia, y una multitud abigarrada de chicos y chicas. Y he comido el bonito encebollado mejor de mi existencia. Cantamos desde las 2 de la tarde hasta las diez de la noche, hora en que nos levantamos para escuchar al coro Bihotz Alai que daba un concierto. Nos repasamos todo el repertorio vasco, español y americano y había unos hermanos de Portugalete que se sabían todas las canciones con varias estrofas. Yo no lo hacía mal, entré en la competencia y fue una gozada como hace años no tenía. Creo que ahí perdí la poca voz que me quedaba, pero nunca olvidaré ese banquete.

Argazkia
Autora: Joyce Guttmann.

El Padre Barandiarán sostenía que la mujer vasca era, en tiempos prehistóricos, la sacerdotisa de la religión ancestral. No me cabe la menor duda de que esta iluminación la obtuvo después de visitar algún caserío familiar y comerse un plato de alubias con chorizo de esos que hacen temblar el Credo. Porque ¿quién si no la sacerdotisa, que tiene contacto con los dioses puede crear una sensación similar?

Magnífico homenaje a la mujer el del Padre Barandiarán.

Yo personalmente cuando entro a la cocina motu proprio, por supuesto, y me pongo a laborar e imaginar, y pruebo cada cosa a medida que se va haciendo, me voy sintiendo absolutamente como un alquimista que está al borde de lograr la Gran Obra. El problema es que a veces el Oro se transmuta en Plomo y ahí hay que aguantar la rechifla de la galería.

Me imagino que la cocina vasca, tal como la conocimos durante el siglo XX, no tiene más de cuatro siglos de antigüedad. ¿Qué comerían en el País Vasco en la Edad Media? Sin pimientos, ni patatas, ni tomates, ni alubias, ni maíz (aunque fuera para los puercos) sin chocolate, ni vainilla, en tierras que no producían trigo, y sin un puro de sobremesa... Pero se descubrió América y la vida les cambió. No debe haber sido fácil ni rápida la adaptación, pero como en cuatrocientos años algo se aprende, el día que adoptaron estos ingredientes americanos y los trabajaron con amor, lograron cosas notables. El pimiento, como ser, solo, relleno, como materia prima de salsas, como acompañante del ajo y del aceite de oliva, seco y molido, logró una categoría que yo creo no tenía en la América de los aztecas, de donde proviene, ni en otras partes de Europa, dónde lo sacan como estandarte. Y no hablemos de los pimientos asados, esos pequeñitos que cultivan en el Norte, y que son una maravilla. Mi familia trató infructuosamente de aclimatarlos en Chile, pero se cruzaban con el ají (guindilla) verde nacional y la segunda generación picaba que era un gusto. (Mi corazón en este momento de emoción, ansía comerse una piperrada de aquellas. Mis amigas chilenas me dicen que le echo pimiento hasta al flan. Así podría nombrar muchos platos tradicionales de Euskalerri productos del genio de mujeres y hombres que tenían claro lo que era el buen vivir.

Siempre me acuerdo de una prédica de un cura vasco de pueblo, que el día de la Asunción de la Virgen les explicaba a los feligreses la pureza intrínseca de María con las siguientes palabras:” La Virgen María, como el txerri es. Toda, toda buena, sin desperdicio”. Y cada vez que quiero ilustrar la afición del vasco a la buena mesa, cito esta metáfora tan lograda y de una teología profunda. Y yo le encuentro toda la razón al cura, no hay nada como el txerri como materia prima de chuletas, costillares adobados y cocinados en vino tinto, de morcillas y chorizos, de jamones y arrollados. El morro y las orejas a las alubias o las lentejas, la cabeza para hacer quesos de cabeza. Nada de él es desperdiciable, ni siquiera las manitas, que junto con los callos cocinadas en vino blanco, ajo, pimiento cebolla y tomate, laurel y pimienta, es uno de los platos más logrados de mi repertorio.

En una libreta antigua de mi abuelo que murió hace casi 70 años me encontré una receta de chorizos. Todavía me acuerdo de que siendo yo pequeña mi abuela chilena nos hizo unos chorizos maravillosos, me imagino que con esa receta. Y yo hace no mucho tiempo, para no ser menos, tomé clases de jamón con un viejito vasco francés e hicimos jamones en nuestra casa en Santiago.

Construimos unos cajones para poner la sal mezclada con salitre, inyectamos salmuera en las piernas de cerdo, y lo dejamos ahí por tres semanas. Después lo colgamos, protegido por una red, para que terminara de curarse con el aire. En el proceso, en que nos divertimos mucho, nos tomamos varias botellas de vino, nos fotografiamos y terminamos cantando a grito pelado, porque una aventura de comida sin canto, no vale.

En mi infancia, alrededor de la una del mediodía llegaba mi padre a casa, entraba directamente de la calle a la sección de la cocina y preguntaba: ¿Qué tenemos hoy para comer? Alguna vez le contesté lo que él mismo me enseño: “Papas fritas y un ratón”, pero generalmente mi madre le recitaba el menú. Entonces, seguro de lo que le deparaba el destino, iba a lavarse las manos, a preparar un aperitivo que lo pondría en el humor adecuado, ponía música elegida según la estación del año y leía el diario. Muchas veces llegaba con amigos a almorzar (como decimos por acá) y uno nunca sabía con quién iba a encontrarse en la mesa. Le daba lo mismo traer al Obispo de Talca que a los Payasos Musicales del Circo de las Águilas Humanas, porque claro, esos chicos eran de San Sebastián y cómo los hermanitos Larrazabal iban a dejarlos abandonados. Mi madre y mi tía estoicamente apechugaban con los antojos culinarios de sus maridos y con sus invitados. Mi padre que venía absolutamente malcriado de Algorta, comía en forma muy poco variada y tuvo que aprender a extender su repertorio a las verduras del país, aliños, interiores, y otros mariscos y pescados. Algo aprendió porque se lo comía todo con fervor. Por supuesto que después de que casi le había pasado el pan al plato decía con displicencia: “Le falta un punto de sal...”.

Argazkia
Olga Larrazabal.
Foto: Joyce Guttmann.

Cuento esto por lo importante que ha sido la comida en las casas vascas y la importancia de la buena compañía a la hora de comer. Cuando mi abuelo se casó con una chilena en 1900, se encontró con la sorpresa de que ella casi no sabía cocinar, porque ser buena cocinera no era lo que un chileno con dos cuartos en el bolsillo esperaba de su mujer. Para eso existían mujeres del servicio y por eso la buena mesa no prosperaba en Chile. Pero como era muy práctico, se buscó una cocinera vasca o asturiana y mi abuela, que lo amaba, desafió la costumbre nacional, entró a la cocina y llegó a ser una maestra en el tema y el matrimonio se llevó a las mil maravillas.

En Chile, como en el resto de América, la cocina española del siglo XVI se fue acomodando a los materiales que existían en América y al gusto autóctono. Las “maestras de cocina” en los lugares más refinados como el Virreinato del Perú fueron las esclavas moras, que usaban especies, verduras y frutas que no se estilaban en Euskalerria. En Chile por ejemplo, se usan con generosidad el orégano, el comino la albahaca y el cilantro; los platos que vienen de épocas coloniales y que todos hemos consumido en nuestras casas, son la empanada de pino (picadillos de carne y cebolla) o de marisco, la carbonada y la cazuela, (sopas de carne con verduras) el charquican (guiso de papas, zapallo carne o algas), el caldillo de pescado o marisco (algo así como el marmitako) los porotos (alubias) granados (pochas), los porotos viejos con ají de color y los porotos con riendas (fideos), las lentejas con arroz y los chanchos (txerris) adobados con ají de color, ajo, cebolla y perejil y las pantrucas (masas en caldo) y se me olvidaba, las humitas (tamales) y el pastel de choclo (maiz). Del mar se consumían los erizos, los locos, los choros (mejillones) picorocos, almejas, jaibas, langostas y langostinos, centollas, lapas, ostiones, machas y caracoles y ostras. Y de pescado la corvina, el congrio en sus variedades de negro, rojo y dorado (muy diferente al europeo) y la merluza. También se comen palta (aguacate), chirimoyas y papayas chilenas de postre y lúcuma en salsa en las tortas.

En la mesa de los ricos, estos platos eran deliciosos, pero en el bajo pueblo no existía el rigor para cocinar que existía en el País Vasco puesto que nuestros antepasados indios de esta zona no eran sofisticados. Por eso uno de los sufrimientos de la migración era la difícil adaptación de los vascos a los sabores autóctonos. En Argentina solucionaron el problema comiendo asados. Pero en los países donde no había tanto ganado era importante el saber guisar y freír, que son artes superiores que no cualquiera domina. Todavía me acuerdo de la esposa de un concesionario del Centro Vasco de Santiago entre 1962 y 1966 que era una maestra de la merluza frita. Nunca he comido algo tan en su punto y tan bien hecho. El Centro Vasco se llenaba de gente, yo creo que atraídos por esta cocinera notable ya que el patriotismo suele pasar por el estómago.

Los aperitivos son también importantes. Mis tías Larrazabal eran aficionadas al Vermouth, yo lo soy al vino blanco chardonnais, al jerez y al pisco sour. El pisco sour merece un capítulo aparte.

En el Perú, antiguo Virreinato de gente rica, no como nosotros que éramos los más pobres de Sud América, los “rotos” de Chile, se inventó este aperitivo. Se compone de un aguardiente destilado de uvas pasas, y jugo de limón de Pica o Sutil de Gaza que son muy aromáticos y tienen la cáscara delgadísima, azúcar líquida o goma, y mucho hielo. Este invento peruano pasó a Chile y yo creo que a Vizcaya, ya que los algorteños que han desfilado por mi casa se han hecho admiradores fervientes y so pretexto de que el limón y la vitamina C son buenas para prevenir el catarro, el escorbuto y hasta el baile de San Vito, se han tomado todo lo que les han servido sin ninguna discriminación étnica.

En mi infancia un amigo vasco de mi padre, donostiarra de apellido Alberdi, que residía en Valdivia en el extremo sur del país, nos mandaba puntualmente unas especies de ataúdes de angulas. En aquel tiempo los sistemas de enfriamiento no eran tan buenos como ahora, y había que comerse 8 o 10 Kg de angulas rápidamente, no fuera ser que se echaran a perder. Ahí llegaban todos los comensales anguleros, y comíamos angulas al pil pil, en tortilla, y creo que hasta como emparedado e incluso de postre, con todos los vascos que mi padre podía lacear para el evento. Los chilenos, ni pensar en comer gusanillos. Lo mismo pasaba con los calamares y mis amigas, casi se morían de ver estas cosas con tentáculos en salsa negra. Reconozco que yo tampoco soy buena para las angulas, pero los calamares me encantan.

La compra de bacalao seco era un drama y creo que todavía lo es. Se conseguía en Santiago en una tienda de importación de víveres finos y costaba un dineral. Tampoco las sardinas han sido fáciles de conseguir ya que se usan como carnada en la pesca de altura o van a parar a la confección de harina de pescado. En esos casos hay que aliarse con los italianos y los croatas para sobornar a algún pescador. Entre paréntesis, es notable el bacalao con aceite de oliva y ajo que hacen en Dalmacia y además tienen un muy buen vino tinto. Este es un dato para los viajeros.

Últimamente han aparecido en el mercado pulpos, jibias y calamares en cantidades bastante apreciables y a muy buenos precios y con eso de que estamos como nuevos ricos, se han multiplicado los restaurantes y los chilenos se están poniendo exquisitos para comer y tomar. Hay que aprovechar la bonanza, digo yo, y que ahora existe más mercado para ciertos productos. Por ejemplo el salmón y las ostras son parte de mi menú diario, y mi doctor aprueba esta dieta, ya que le cuento sólo la parte del salmón. Están riquísimos, y me salen más convenientes que cualquier otra cosa si invito a mis amigos a cenar, y ni hablemos del vino. Atrás quedaron los tiempos del chacolí, como llaman en Chile a cualquier blanquillo de pipa y los Sauvignones y Chardonnais están de miedo.

La moraleja de esta historia es que aconsejo que vengan a Chile ahora, a estrechar lazos con los parientes lejanos. Todavía la Corriente de Humboldt está limpia, y los japoneses no han arrasado con todo. Vengan a comer y a tomar, pero con la mente y el corazón abierto, dispuestos a probarlo todo, ya que este es el mejor modo de ir a cualquier lado. En Santiago abundan los restaurantes de comidas de diferentes países, franceses, italianos, árabes, peruanos, mexicanos, etc. Pero un ciento de ostras con vino blanco es lo bastante internacional y comprobadamente bueno para que no se equivoquen. Todo por US$ 30. ¿No se tientan? Y si son lo suficientemente simpáticos y bien humorados, y además afinados para cantar, los convido a mi casa porque cuando me meto a la cocina lo hago muy bien.

Y dejo hasta aquí esta crónica, porque me preparé una especie de ceviche con salmón crudo marinado con limón, cebolla morada, pimiento verde, rojo y amarillo, con trocitos de pulpo y colitas de camarón, que no se que efecto va a tener sobre mi colesterol, ni la glicemia, ni la uremia ni nada. Sólo se que junto con un Chardonnais del Valle del Rapel me va a llenar el corazón de gozo y el alma de visiones espirituales.

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