La escultura en el paisaje: lugares emblemáticos del País VascoEscuchar artículo - Artikulua entzun

Isusko VIVAS ZIARRUSTA

1. Relaciones significativas entre arquitectura, escultura y monumento

Los paisajes de características diversas siempre han constituido escenarios idóneos para acoger y albergar la escultura entendida como estatuaria conmemorativa y monumental, con unos signos de comprensión del territorio que en occidente han legado un patrimonio histórico notable. Concretamente en el espacio urbano y sobre todo durante los ensanches decimonónicos, al albor de los modernos postulados burgueses del urbanismo y el planeamiento, también las ciudades vascas se avinieron a la nueva organización de sus enclaves y núcleos de mayor relevancia o envergadura. Con usos escenográficos donde manifestar aquellas representaciones que, supuestamente, y al amparo de los sectores sociales, políticos y económicos en el poder, interesaban en cada momento a la colectividad. El monumento que se erige valedor de identidades unipersonales representativas de lo colectivo, se proclama como emblema ocupando localizaciones privilegiadas en plazas, parques, jardines y paseos. Emplazamientos que, con un espíritu fecundo de diseño paisajístico que concernía a la época, se ornamentaban con todo un elenco de elementos escultóricos y monumentales; los cuales, con el transcurso del tiempo, imprimen carácter al entorno donde se asientan. Un amplio repertorio de objetos que se elevan sobre pedestales arquitectónicos toma así el valor de iconos, hasta el punto de que una imagen peculiar puede quedar indefectiblemente asociada al logotipo o signo arquetípico de un lugar específico.

Sin embargo, a partir del advenimiento de las vanguardias artísticas del siglo XX, por un cúmulo de razones ya obvias y bien conocidas que no nos corresponde dilucidar en estos párrafos, la materia prima del arte en general, y especialmente la escultura, se desplaza de la representación figurativa anclada en el binomio estatua-monumento hacia las relaciones espaciales de volumen-masa y vacío. Las investigaciones de los suprematistas más bien en pintura, o los constructivistas mayormente en escultura, tienen su conjunción en resultados como las interpretaciones neoplasticistas de la arquitectura o los espacios claramente arquitectónico-escultórico-pictóricos de El Lissitski. Desde este instante, el devenir de la arquitectura y la escultura en sus formas compartidas de comprender, acotar y delimitar el espacio vuelve a manejar códigos comunes, aunque a diferentes escalas y objetivos divergentes. Una escultura que para el historiador y catedrático Kosme Barañano ‘regresa a la arquitectura’ como ‘texto originario’ del espacio, redefinido por ‘estructuras primarias’ del constructivismo y del neoplasticismo1.

No obstante, el resurgimiento de la escultura en espacios público-urbanos que se aprecia alrededor del ecuador del siglo XX, y durante toda la segunda mitad, atiende a una corriente que se muestra favorable a esta integración dialógica con la arquitectura. Una vez devaluada o invalidada la carga activa de la representación que convertía la estatua en monumento, la escultura tiene que competir con la contundencia de la arquitectura y la confección cada vez más estética y personalista del mobiliario.

Partiendo de lo que hemos sintetizado sucintamente, y salvando las lógicas distancias, en el panorama vasco encontramos a Jorge Oteiza que, debido a su ciclo creativo e incluso sus circunstancias vitales a nivel personal, se encuentra en ese linde que engloba ambas tendencias. Si nos atenemos a dos de sus aportaciones más relevantes, la estatuaria de Arantzazu (Oñati-Gipuzkoa), aunque partícipe de una estética formalista innovadora, aún continúa siendo una escultura-estatua imbuida en los valores representativos del monumento (fig. 1). Dialéctica que se rompe o se altera en la estela-memorial al musicólogo Aita Donostia en Agiña (1957-1959), inmiscuyéndose en una fase de investigación espacial mucho más radical que se vertebrará con las maclas y poliedros, hasta culminar en las ‘desocupaciones’ del cubo o la esfera, el ‘propósito experimental’ y las cajas metafísicas. Aún así, la estela del Padre Donostia es un ‘monumento’ enclavado en un monte simbólico, junto a los restos del cromlech que es para Oteiza el ‘receptáculo espiritual primitivo’ y punto de encuentro con el ‘vacío-cero’ de la escultura. En este sentido, la escultura-estatua (estela funeraria reproductora del ‘vacío-hueco’), que conecta con el territorio mítico desde la modernidad, se integra en un paisaje mágico, junto con la arquitectura-capilla para la veneración religiosa y el círculo prehistórico-arqueológico (cromlech microlítico). Es en ese lugar sagrado donde el artista-mago construye la ‘trampa para cazar a Dios’ (fig. 2). Los objetos adyacentes de mobiliario que aparecían en el proyecto originario servían como puntos articuladores que trazaban ejes y constituían cauces de unión neutra, sin inercias ni interferencias, sin resonancias estridentes; sin añadir más tensiones aunque en una línea ciertamente ‘tensionada’.

Arantzazu, J. Oteiza y  Estela de Agiña, Vallet
Figuras 1 y 2. J. Oteiza: Arantzazu, Piedad y friso con los Apóstoles (1). Estela de Agiña en el ‘lugar del cromlech’, junto a la capilla del arquitecto Vallet, en homenaje a Aita Donostia (2). Imágen cedida por la profesora Ana Arnaiz.

2. Ejemplos paradigmáticos que caracterizan la segunda mitad del siglo XX

J. Oteiza señala en Agiña la senda de unos determinados precedentes para intervenciones escultóricas posteriores en espacios públicos, que irán surgiendo a partir de entonces en múltiples rincones de la geografía vasca. Si en el caso del monumento en homenaje al Padre Donostia unas construcciones más bien de escala reducida tercian con la percepción del paisaje históricamente simbólico, significado en la inmensidad de la montaña; cuando Nestor Basterretxea actúa en la presa de Arriaran (Gipuzkoa), ya en 1996, nos encontramos ante una forma diferente de concebir las relaciones entre naturaleza, paisaje, arquitectura y escultura. Una presa o un embalse constituyen, sin lugar a dudas, obras arquitectónicas a escala colosal con un gran poder de alteración paisajística. Paralelamente, desde la perspectiva formal y espacial a menudo tendemos a considerarlas como ‘arquitecturas que se bastan a sí mismas’, si observamos sus valores plásticos y estéticos. La dificultad de plantear propuestas escultóricas en estos casos se complica enormemente por la necesidad imperiosa de competir con el paraje circundante. Dicha interacción arquitectura-escultura y paisaje sólo se puede solventar, en estas ocasiones, con un certero juego de escalas como propone N. Basterretxea, o por medio de operaciones de corte simbólico que han de configurar el espacio escultórico a escala arquitectónica. En la presa de Arriaran, tanto las dimensiones de la escultura como la ubicación simétrica levemente alterada por el ritmo y la conjugación de masas volumétricas, planos y resquicios huecos; así como la unificación de los materiales de construcción mostrando los colores y texturas del cemento y el hormigón, enriquecen la arquitectura funcional y utilitaria con la plasmación escultórica. La cual denota ese sentido de la abstracción verbalizado por medio de tretas estéticas fundadas (fig. 3).

Sin alejarnos de estas imbricaciones reveladoras entre arquitectura y escultura pero, situándonos en el espacio urbano de la ciudad, el Monumento a los Fueros Vascos de Eduardo Chillida en Vitoria-Gasteiz (1980) modela arquitectónicamente un espacio vacío (la plaza), partiendo de los postulados de concebir la escultura que le caracterizan al autor (fig. 4). Los sinuosos relieves positivos a escala humana que el caminante puede percibir desde las aceras exteriores, se tornan relieves negativos mucho más profundos cuando se contempla el interior de ese espacio limitado por los muros de piedra. Como una reinterpretación tridimensional de los ‘collages’ de E. Chillida, el visitante penetra en el corazón de ese laberinto arquitectónico que se vuelve escultura o viceversa, escultura reconvertida en arquitectura; participando de una concepción unitaria que redunda, una vez más, tanto en las escalas como en la singular composición y los materiales de construcción. En el Monumento a los Fueros Vascos vemos así cómo la plaza –espacio público urbano por antonomasia– se convierte a la vez en foso y en escultura (con la pequeña pieza de acero corten compuesta de brazos entrelazados, que aparece salvaguardada en uno de los ángulos de cota más baja). La arquitectura adquiere así un valor claramente escultórico que intercede con la complejidad de las escalas de la ciudad.

Presa de Arriaran, N. Basterretxea  y Monumento a los Fueros Vascos, E. Chillida
Figuras 3 y 4. Presa de Arriaran, N. Basterretxea (3) y Monumento a los Fueros Vascos, E. Chillida (4). Fotos del autor.

Lo que difiere, en cierta manera, del Peine del Viento instalado en Donostia-San Sebastián en la década precedente, donde la arquitectura del lugar elabora una escenografía como antesala para las esculturas ancladas sobre las rocas del acantilado, cumpliendo la función de pedestales naturales que remarcan simbólicamente ese límite construido entre la ciudad y el mar. Borde urbano y frontera entre tierra y agua que permanece simbolizada por un recorrido no físico, ya que solamente una de las formas es materialmente tangible. El contacto visual con las otras piezas da cuenta de la distancia que separa el terreno manipulado, moldeado, planificado y edificado; con la cercana e inminente naturaleza salvaje, inhóspita y peligrosa que igualmente se vislumbra, en parte, ‘humanizada’ con esas presencias de huellas y rastros en los arrecifes (fig. 5). Testimonios que aluden tanto a conexiones metafóricas como a evocaciones y anhelos de un pueblo milenario constreñido por su orografía y personalidad más o menos escarpadas. Territorio, paisaje y ciudad se encuentran así frente a frente, definidos por esos lugares emblemáticos que en el País Vasco, el trabajo del arte y fundamentalmente la escultura, han erigido como hitos sobresalientes y verdaderamente significativos; recipientes de unas estéticas desarrolladas a partir de mediados del siglo XX.

Peine del Viento (Donostia-San Sebastián)
Figura 5. E. Chillida: Peine del Viento (Donostia-San Sebastián), década de 1970. Fotografía del autor.

 

1 BARAÑANO, Kosme. “Tony Smith”. En: Javier G. de Durana (dir.). Tony Smith (catálogo), Madrid: Rekalde, 1992; s/p.

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