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Salvador BANGUESES

Esta intervención que me propongo desarrollar está basada sobre el principio que, de manera extraordinariamente acertada, formulaba Simón Bolívar cuando afirmaba que “la educación es la base de la libertad”.

Evidentemente no se refería a una educación que únicamente propiciara instrucción e información, sino a algo que es mucho más que eso.

Educar consiste en hacer despertar las potencialidades creativas del ser humano; en ayudarle a dotarse de capacidades propias, forjando en él, actitudes de tolerancia y entendimiento, que le permitan o ayuden a desarrollar su propio yo en relación y con respeto a los demás.

En consecuencia, deberíamos convenir en que la actuación educativa, independientemente del nivel en que se desarrolla (infantil; primaria; secundaria o superior), debiera tener presente, a modo de frontispicio, lo anterior.

  Argazkia
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Para el desempeño de esta función, la institución universitaria ha de actuar a través de la conservación, creación y transmisión del saber en los niveles más elevados del mismo. Y ha de hacerlo planteándose una actuación integral en la que los valores de libertad, tolerancia y participación cívica se sitúen en la esencia misma de aquélla, conjugando la equidad con la excelencia para, de esa forma, mostrarse abierta a los miembros de todos los grupos sociales y económicos.

En un momento en el que quizás, más claramente que nunca, la enseñanza superior aparece como un potente motor del desarrollo económico, la institución universitaria en tanto en cuanto depositaria, creadora y transmisora de la experiencia cultural y científica acumulada por la humanidad, ha de concebir su actuación preguntándose, desde el compromiso de su propia autonomía, cómo puede contribuir a resolver algunos de los problemas que tiene planteados la humanidad. No en vano es ella quien, mayoritariamente, forma a los dirigentes intelectuales, políticos y docentes.

En consecuencia se hace imprescindible que, al tiempo que se incrementa el potencial de investigación al más alto nivel, éste se proponga su aplicación a la resolución de los problemas acuciantes del desarrollo humano, procurando una visión globalizadora de la humanidad que permita afrontar el largo plazo, sobre la base de una cooperación crecientemente fraguada en la superación de las necesidades científicas y culturales que, tanto los países desarrollados como aquellos que no lo son, tienen planteadas.

Dado que esta función se lleva a cabo a través del conocimiento se hace conveniente, yo diría que inexcusable, que ese reto de globalidad se aborde desde una visión más acorde con la complejidad de aquél.

En este sentido, convendría tener muy presente que el actual encasillamiento de saberes compartimentados genera dificultades crecientes para la articulación de unos con otros. Ello no hace sino poner en entredicho el conocimiento mismo, pues impide su organización y su puesta en relación y en contexto, lo que lo hace derivar en meras utilizaciones técnicas que, al ser consideradas individualmente, dificultan que crezca la sabiduría, y atentan, en parte, contra el principio y los valores anteriormente señalados.

Ello nos debe llevar a revisar la hiperespecialización que, a mi modo de ver, se está adueñando del quehacer universitario, y que en la mayor parte de los casos produce enfoques altamente reduccionistas que lejos de aportar solución alguna agrandan, aún más, los problemas que de manera global la humanidad tiene planteados.

Esta tendencia hacia la hiperespecialización fragmenta de tal manera los problemas que provoca la aparición de una cierta atrofia de las capacidades de comprensión y de reflexión sobre la multidimensionalidad en el corto y, más especialmente, en el largo plazo. Se produce así la paradoja de que cuanto más multidimensionales se vuelven los problemas, mayor es la incapacidad para tener en cuenta dicha multidimensionalidad.

Conviene a este respecto tener presente la reflexión que ya en su día se hacía Pascal, cuando afirmaba que dado que todas las cosas son causadas y causantes, resulta imposible conocer las partes sin conocer el todo, igual que conocer el todo sin conocer particularmente las partes.

Por ello sería bueno que, en la revisión que se propugna, se tuviera en cuenta que, a menudo, un todo es más que el conjunto de partes que lo componen, a fin de que la unión y la síntesis no permanezcan subdesarrolladas frente a la separación y acumulación sin nexo.

¿Quiere esto decir que las distintas disciplinas no están justificadas? No. Las disciplinas están justificadas intelectualmente siempre y cuando reconozcan la existencia de conexiones y solidaridades, es decir, cuando no sólo no ocultan sino que muestran las realidades globales.

Pero hoy quizás convenga resaltar el riesgo, a mi entender, muy presente de que la hiperespecialización derive en cosificación del objeto estudiado, haciendo olvidar que aquél es una parte extraída y dando pie a que las conexiones y solidaridades con el universo del que forma parte sean relegadas o dejadas de lado. Es decir, que frente a las virtudes de la especialización, en tanto en cuanto categoría organizadora en el seno del conocimiento científico, hoy, en muchos casos, observamos la proliferación del riesgo hiperespecializador que pervierte a aquélla al concebir las disciplinas como autosuficientes y hacer surgir un espíritu de propiedad, que tiende a prohibir cualquier incursión ajena en su parcela de saber.

Esta situación provoca y ensancha enormemente la ruptura cultural en dos bloques: por un lado el de la llamada cultura de las humanidades que aparece así privado de los logros científicos sobre el mundo y sobre la vida que debieran alimentar sus grandes interrogantes; por otro, el de la denominada cultura científica, que al verse privada de la reflexión humanística sobre los problemas generales y globales, pasa a experimentar una fuerte incapacidad para pensarse ella misma y para afrontar los problemas sociales y humanos que plantea. El resultado que así se alcanza es el de dos mundos que se ven desde sí mismos y no en relación. Así, el mundo “técnicocientífico” ve en la cultura de las humanidades un lujo estético; y el mundo de las “humanidades” ve a la ciencia como un agregado de saberes abstractos y, en muchos casos, amenazadores.

Todo ello trae como consecuencia que el conocimiento se confunda con la información que proporcionan parcelas de saber dispersas y carentes de la necesaria organización y contextualización que definen aquél. Esto hace aumentar la incapacidad de percepción global y el desconocimiento provocado por la compartimentación excesiva de saberes, lo que hace que tal como se señaló anteriormente, conduzca a nuevas utilizaciones técnicas de los mismos. A su vez, ello establece una visión de las diferentes responsabilidades que se muestran así, igualmente, compartimentalizadas, lo que produce una afectación directa a la necesaria solidaridad que requiere el tratamiento de la práctica totalidad de los problemas vitales que nos afectan.

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Ello propicia una especie de apropiación indebida de dichos problemas por parte de los llamados especialistas, dando así pie a grandes disfunciones derivadas del rechazo implícito a la complejidad y provocando importantes déficit democráticos, como consecuencia de hacer aparecer la política con una componente de exageración mucho más técnica y, en consecuencia, mucho más alejada de la ciudadanía quien, en esas condiciones, aparece mucho más expuesta a la manipulación mediática. Se debilita así la solidaridad como consecuencia de la dificultad de acceso a un conocimiento reservado a los expertos y que hace cada vez más imperceptible el lazo orgánico entre los conciudadanos.

El ciudadano asiste así a un creciente despojo del saber que no se ve compensado por la aparente divulgación mediática del mismo, sino que la profundiza.

La Universidad no debe y no puede seguir ajena a la progresión de esta tendencia; debe reflexionar, críticamente sobre la mejor forma de combatirla; y ha de hacerlo haciendo un uso responsable de su autonomía y procurando que la adaptación a las exigencias que la sociedad le plantea, propicien una reciprocidad positiva, en donde complementariedad y antagonismo generen como resultado una cultura superadora de esa disyunción.

El tiempo presente y futuro está ya exigiendo de todos una mayor capacidad de autonomía y de juicio, es decir, una mayor soberanía personal. Esta mayor soberanía personal ha de ir necesariamente acompañada del reforzamiento de la responsabilidad personal a través de la participación cívica y, por tanto, en constante referencia con los demás. Será así como iremos desbrozando el camino que nos vaya permitiendo a todos, ser y sentirnos ciudadanos del mundo.

A esa función es a la que deben procurar responder las distintas instituciones educativas. Ello convierte así a la educación en el vehículo más adecuado para el desarrollo material, cultural y social, y como consecuencia en un requisito imprescindible para la paz.

Hoy, como siempre, sigue resultando más oportuno que nunca reclamar para la educación, entendida como tal y no como nueva superposición de saberes, el mayor protagonismo en la necesaria emancipación frente a la pobreza y el fanatismo. Si cada día, como escribió H.G. Wells, resulta más evidente que la Historia es una carrera entre la educación y el desastre, hagamos que avance más y mejor la Educación en general y autoalimentemos la misma desde una Educación Superior que, por serlo, tiene que liderar el progreso y los logros de la misma.

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