Juan Miguel GUTIÉRREZ
Fotografía: Andres ESPINOZA
“Algo tuyo muere cuando un amigo se va” anuncia la canción popular. Conocí a Juanjo, como sucede tantas veces en la vida, por pura casualidad; ¡Bendita casualidad!
Corría el año 1976. Trabajaba en aquel entonces en Radio Popular de Donostia llevando entre otros, unos programas de tertulias con creadores en las diversas facetas del arte. A penas se hablaba en aquellas fechas del tan traído y llevado hoy en día, Cine Vasco. No había en apariencia ninguna obra merecedora de esta denominación con excepción de las muy celebradas obras del tandem Basterretxea-Larruquert: “Pelotari” y “Ama Lur”. Era un desconocimiento de lo que en realidad existía escondido en las catacumbas de los formatos subestandard (8mm y Super 8). Obras de gran categoría formal y con un compromiso con la realidad del país (reivindicación del euskara, denuncia social, reconocimiento de la identidad nacional...) más que notables.
Invité a mi tertulia a Juanjo Franco, un desconocido para mí del que sabía que tenía una obra en formato 8mm. En la oscuridad de la sala de proyección y en la conversación que siguió descubrí una forma poética de hacer las cosas, de abordar la obra artística que me impresionó por su honestidad y compromiso. Era un sugerente equilibrio entre lo racional y lo sensible; la estructura férrea y performance técnica y la narrativa emocional. Acabábamos de ver los primeros video-clips –noción mucho más contemporánea, que tal vez convendría denominar en la jerga de entonces “cine-clips” u “ocho-clips”– que Juanjo había realizado en el año 1968: “Loretxoa”, “Gazte sentimental” y “Nire Herria” sobre sendas canciones de Benito Lertxundi y Lourdes Iriondo.
Técnicamente era un trabajo ímprobo. Estaban compuestos estilísticamente a base de sobreimpresiones sucesivas que implicaban, en aquellos tiempos de técnica primitiva, el control de las sucesivas tomas que se imprimían una y otra vez sobre una única película. Había que calcular al milímetro (al fotograma) dónde empezaba y acababa la grabación y la densidad de exposición a la luz en cada una de las tomas. Así durante 5 o más veces en el mismo fotograma; frágil fotograma único de 8 mm de anchura. Una de las capas incluía además –decididamente se adelantaba a su tiempo– una línea de subtítulos al castellano. Era un control numérico de los fotogramas exhaustivo y preciso; una tarea al alcance de pocos. El resultado final fue espectacular gracias a su brillante ejecución, pero su trabajo técnico pasaba desapercibido ya que, afortunadamente, quedaba escondido detrás de la sensibilidad y la calidad de mirada de sus metáforas visuales. Era la técnica más sofisticada al servicio de un mensaje, de una emoción.
Cabeza y corazón. Difícil equilibrio entre ambas. Lo volví a encontrar muchos años más tarde, cuando todos habíamos abandonado ya el cine y nos entregamos a las delicias del lenguaje del futuro, los ordenadores y la imagen electrónica. Para entonces ya éramos amigos de cenas y vacaciones comunes, un buen día me invitó a ver unos experimentos que había hecho con fractales en el ordenador. “El 7º Día...”, creo recordar su título. Un proceso muy complejo que implicaba la aplicación al lenguaje gráfico (formas, colores y movimientos) de fórmulas matemáticas de increíble complejidad. Miles de operaciones para plasmar en pantalla una trama (de las 25 que componen un segundo) que dibujara una forma, un color, un esbozo de movimiento. Un proceso largo de días y noches en el que se obligaba a la máquina a hacer belleza a partir de fríos números. Al decir “frío número” me sale espontáneamente la vena de hombre de letras que soy. A Juanjo nunca se le hubiera ocurrido hablar de frío refiriéndose a números ya que él los utilizaba para crear belleza y provocar emoción. Los números le divertían, los quería, eran compañeros de viaje. Él sí era un “Hombre de ciencias”, peculiar hombre de ciencias.
Atrás quedaban los años gozosos en los que recorríamos los pueblos de Euskal Herria con un proyector y nuestras humildes películas –la sábana-pantalla la ponían los que nos invitaban– llevando las películas en euskera del incipiente cine vasco. Allá proyectamos “El cielo es testigo”, “El atleta”, “Irudimenaren arriskua” o las hermosas cintas que Juanjo filmó sobre los bertsolaris “Uztapide” o “Lasarte”. Películas que realizábamos casi compulsivamente un grupo de entusiastas amateurs (reivindico la figura del amateur tan generosa y libre, pero con las exigencias técnicas del profesional) y que reuníamos en los míticos festivales de Cine Vasco “Zestoako Zine Topaketak” o “Lekeitioko Zinema Bilerak”.
Atrás quedaban sus incursiones en Euskal Telebista como realizador para programas que giraron en torno a los payasos Txirri, Mirri eta Txiribiton: “Don don Kikilikon” o la serie musical “Flanery eta bere astakiloak”, “Funtzioa” etc. o filmaciones para Eusko Ikaskuntza, tanto para su sección de cinematografía como para la sección de arte en las conocidas series de revisión del Arte Vasco. Trabajo generoso para el que nunca hubo límite de tiempo y a veces ni de dinero ¿verdad Mari Loli?, pero trabajo necesario que poco a poco contribuyó a la creación de la memoria histórica de nuestro pueblo. Faceta en la que se enmarcan las grabaciones que hicimos juntos de los famosos primeros Kilometroak en los años 77 y 78, cuando no existía todavía Euskal Telebista, ni la gente disponía de cámaras domésticas como hoy en día.
Me emociona escribir sobre Juanjo porque de alguna manera cuando estoy hablando de mi amigo estoy hablando de mí mismo y me doy cuenta de que ningún discurso literario es capaz de transmitir lo principal: lo que nos queríamos, lo que estábamos dispuestos a hacer el uno por el otro. La cabeza no lo puede procesar, tal vez el corazón sí, sentirlo.
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