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Víctor Erice: El tiempo de la luz

El sabor de lo pintado (Lección I)

Walter Murch, el único hombre capaz de estirar los sonidos del cine hasta el límite donde empiezan a oírse los libres ademanes de la mente, refirió, en una de sus conferencias, un incidente que protagonizara Édouard Manet. La anécdota tuvo lugar poco después de haber promediado el siglo XIX, y nos devuelve la personalidad colérica del maestro francés, su intemperancia, el lugar común de la vehemencia que siempre ha visitado el carácter de los creadores de fuste. Al parecer, hallándose uno de los discípulos de Manet concentrado en la minuciosa captación de cada una de las uvas de un abundante racimo, el maestro se acercó, restallante de iracundia y le gritó: “¡Así, no! Me importa un pito cada uva. Quiero que capture la sensación de las uvas, como ellas saben, su color, como el polvo les da forma y las desdibuja al mismo tiempo”. Cuando Manet amonestó a su discípulo, ya la fotografía había dejado de ser un mero experimento, o un exótico pasatiempo aristocrático. Como bien observó André Bazin, en su imprescindible artículo “Ontología de la imagen fotográfica”, la aparición del gran descubrimiento de Niepce, dividió a los pintores en dos tendencias: a) los que siguieron enrolados en la misión de emular la realidad; b) los que comprendieron que la pintura, a través del desarrollo de todos sus recursos formales, podía ofrecer y exhibir los rasgos inefables de una imagen, ofreciendo aquella cualidad recóndita que ningún dispositivo óptico mecánico era capaz de capturar. El impresionismo, revelando todos los pudores de la luz, fue la consecuencia más evidente de todo ese proceso de cambios, de tensiones, de exploraciones estéticas. Al rigor de la similitud, a la pretensión de imitar lo real hasta el límite de la metamorfosis, siguió el análisis cromático, la indagación de la materia misma de la pintura: el color. El instante captado por los impresionistas ofrecía aquello que la fotografía era incapaz de brindar: el color, la sutileza de la luz, el concierto de las texturas, la verdad del artista, la irradiación sensible del mundo, de la vida, lo que el torpe lenguaje coloquial, y los sentidos aturdidos de lo cotidiano no saben descifrar, tal vez por esa razón, la primera exposición que montó ese grupo de pintores entusiastas haya tenido lugar en los salones del fotógrafo Gaspard-Félix Tournachon, conocido como Nadar. Con la fotografía todavía en pañales, la pintura abrió los íntimos gajos de su materia para desentrañar las hendeduras de la mirada. La réplica propiciada por Manet a su joven alumno es un ejemplo de esa tendencia. El arte no descansa en la inmediatez de las uvas pintadas, en vano procuraremos alcanzarlo en las formas y los colores de los racimos que vemos temblequear bajo los alambres de una parra antigua, madura, desgarrada. El arte habrá de revelarnos lo que oculta la apariencia, lo que callan las uvas redondamente colgadas. Un siglo más tarde, Víctor Erice, un cineasta vasco, nacido en Vizcaya, explorará el mismo diálogo del pintor apremiado por las condiciones que limitan la expresión de su materia. En el documental, “El sol del membrillo”, Erice ofrece un estudio detallado de lo que atormenta a un artista genuino: la expresión de lo inefable.

Fotograma del documental “El sol del membrillo”

Fotograma del documental “El sol del membrillo”.

El método (Lección II)

Juan Gelman, en “Miradas”,1 observó, con esmerilada claridad, el perfil certero de otro pintor, contemporáneo de Manet, Edgard Degas: “¿Qué es el dibujo para usted?”, le preguntó una vez su joven amigo Valéry. “El dibujo no es lo mismo que la forma –fue la respuesta-, es una manera de ver la forma”. Tal vez por eso lo primero que nos impresiona de Degas es la verdad del movimiento que envuelve a sus figuras, la musicalidad de sus trazos. Ver la forma es definir la materia artística, y a la par manifestar el compromiso del sujeto que la cultiva. La observación ha sido el primer recurso del hombre, y ha evolucionado hasta romper sus lazos con la intuición para merecer los halagos de transformarse en método. La imitación maquinal de lo captado por los sentidos fue dando lugar, a través de los tiempos, a la interrogación, al estudio, y finalmente a las teorías estéticas. La observación ha sido la disciplina afinada con precisión quirúrgica por los demiurgos del realismo, animando la secreta expresión de lo circundante. En “El sol del membrillo”, Víctor Erice y el pintor Antonio López coinciden en la necesidad de mantenerse fieles a este método. Bill Nichols, en su libro “La representación de la realidad”, al definir la “modalidad de observación”, declara que “la modalidad de observación hace hincapié en la no intervención del realizador. Este tipo de películas ceden el «control», más que cualquier otra modalidad, a los sucesos que se desarrollan delante de la cámara”.2 La utilización de esta modalidad, en “Los membrillos del tiempo”, parece acentuar aún más, nuestro rol de contempladores activos del propósito artístico de Antonio López, luego devenido en utopía. Por momentos, sentimos la ilusión de ser los ojos del propio Erice batiéndose en la esperanza ciega del pintor. A su vez, Antonio López, también debe ser renuente a toda intervención que modifique su premisa: pintar el sol colgado de los membrillos bajo los trazos plenos del mediodía.

Víctor Erice

Víctor Erice.
Foto: Maider Sillero Alfaro.

El tiempo de la luz (Lección III)

El documental ofrece un doble estudio, un doble ejercicio de observación articulado sobre dos fuerzas nucleares: a) la relación del pintor Antonio López con la luz de los membrillos que intenta fijar en el lienzo; b) la relación de Erice, su cámara, testimoniando las urgencias del artista plástico, también su desazón. Ambos están expuestos a la conciencia del tiempo que les corre, y ambos pretenden comprimirlo en los bordes materiales que el arte les impone. Antonio López, sumido en un afán impresionista, pretende fijar en el lienzo la luz del sol en el membrillero que plantó en su patio. Desde las cuñas que detienen al caballete hasta su negativa de conformarse con un sencillo registro fotográfico, el pintor, nacido en Tomelloso, pugna por cometer con maestría y amorosa fidelidad su lección de luz. Erice, que también sabe que la luz es una mueca del tiempo, ofrece en las dos horas de su documental, una insondable reflexión sobre el calvario de la obra inacabada.

1 Gelman, Juan “Miradas”, Seix Barral, Buenos Aires, 2005.

2 Bill Nichols (1997). La representación de la realidad. Barcelona: Paidós.

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