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Donde mejor canta el pájaro es en su propio árbol

Yo supongo que todos los hijos, en términos de “hijos” son parecidos. No son de nuestra generación, nos exigen cosas que nos parecen irracionales, nos culpan de acciones y omisiones que jamás nos dimos cuenta, en fin, son hijos. No amigos, ni contertulios, ni siquiera simpatizantes.

A veces hace falta que emigren, que se tengan que hacer su comida y limpiarse el retrete, que vean que el resto del mundo no les tiene afecto ni siquiera simpatía, para empezar a valorizar lo que los padres les dimos gratuitamente.

A veces hace falta que se vayan a otro país dónde no son nadie, ni le importan a nadie, para darse cuenta de que tenían una familia que no era del todo desechable, de la cual heredaron un modo de ser, valores, quizás defectos, pero que son el resultado del esfuerzo de muchas generaciones. Que tenían una patria que con sus defectos y todo era mejor, o así lo parecía, que el lugar dónde fueron a parar.

Mi hijo, por ejemplo, era un cínico de porquería que hacía alarde de no pertenecer a ninguna familia, a ninguna etnia, ni nada que se le pareciera.

Un año en otro país bastó, para que volviera a casa, viniera todos los Domingos a comer la comida casera y la encontrara estupenda, a que me dijera que yo, después de todo, no era tan mala madre, que la familia era necesaria como apoyo psíquico y afectivo, y a decirme que escribiera la historia de nuestra familia porque si no el día que yo muriera, se iban a perder los recuerdos, se iba a desmoronar todo lo construido por la tradición.

Casi me dio un desmayo de emoción, aunque también se me pasó por la cabeza que me estaba diciendo todo esto porque encontró que ya estaba con una pata en la tumba. Aún así, presentí que había algo de auténtico en su declaración. Me di cuenta de que a pesar de la globalización, a veces añoramos una familia, una tradición. Algo cuerdo y sabio proveniente de algún abuelo o abuela que ayudara a entender el mundo. Algo que nos respalde en nuestros afanes y nos valide en nuestro actuar.

Iba digiriendo todo este tema en un día de calor insospechado en el verano tardío de Santiago de Chile, mientras caminaba por mi barrio camino a casa, sudando la gota gorda.

De repente, un taxi se detiene y el conductor me dice: “La estaba esperando para llevarla a su casa.” Era uno de los taxistas que tienen un paradero en la esquina de mi casa; uno muy especial, de ascendencia vasca y apellido Camiruaga. En el camino me informó de sus múltiples negocios, cosa que yo conocía, y de su empeño por salir adelante y darle la pelea a la vida.

Conocí a Patricio Camiruaga un día que llegó con un taxi negro, inmenso, con una Ikurriña en la cola. Oiga, le dije, ¿usted es vasco? Sí, me respondió. Luego me contó un cuento acerca de que habían llegado como exiliados de la Guerra Civil.

Yo, como soy un poco impertinente, le dije: Si usted es de los Camiruaga de Chimbarongo, llegaron el siglo XIX a Chile, desde Algorta. Ahí me confesó que no sabía nada de su familia, pues su padre y su abuelo habían muerto siendo él muy pequeño.

Entre las curiosidades heredadas de la familia, encontré un par de documentos de comienzos del siglo XX dirigidos a mi abuelo por algún Camiruaga de visita en Algorta o vendiendo sacos de lentejas en Chimbarongo, donde emigró esta familia. Le saqué fotocopia y se los pasé.

El hombre floreció. Desde ese momento empezó a investigar quién realmente era su abuelo y de dónde venía. Yo le había prometido más datos, pero la verdad es que la vida me había llevado por otros lados y no se los había dado.

No sé por qué, hoy me hice el tiempo y me metí en los Archivos Diocesanos de Bizkaia, ya que estaba preparando una cena en mi casa y tenía mucho trabajo. Seguramente fue por su gesto de rescatarme en un día de calor y llevarme cariñosamente a casa.

En una hora tenía su árbol genealógico completo hasta 1700. De modo que cuando salí a comprar el resto de la famosa cena, le dejé el recado de que pasara por casa porque le tenía un regalo.

Llegó a las cinco de la tarde, como Sánchez Mejías. Le pedí que se sentara y empecé a leer, hasta que llegué, partiendo desde 1700 a su abuelo Luciano, nacido en 1871 en Berango. El hombre comenzó a llorar. De pronto todo lo que había sido una incógnita sobre la cual había inventado una fantasía, se hacía realidad. Tenía una familia, tenía ocho generaciones por detrás de él que lo respaldaban, que le daban fuerza para seguir adelante. Tenía un legado para sus hijos. No era un señor que había caído de Júpiter a Chile, y que no sabía de dónde venía. Era alguien que tenía numerosos abuelos en quién apoyarse, que seguramente eran tan buscavidas como él. Bueno, todos tenemos veinticinco mil abuelos, pero el saber quiénes eran y dónde vivían, les da un valor especial, los hace reales. Se fue emocionado y feliz, y yo quedé tan feliz como él.

Patricio Camiruaga

Patricio Camiruaga.
Foto: Olga Larrazabal Saitua.

Los que vivimos en América, tierra de conquista y de inmigrantes, sabemos lo que es el desarraigo de las culturas ancestrales ya sean estas europeas o indígenas. Sabemos lo que cuesta crearse una identidad cuando no se es ni chicha ni limonada. “Yo castellano no aprender y vasco olvidar” como decía un coterráneo de mi abuelo.

No es fácil, para las almas sensibles, aclimatarse a la migración. Y este es un problema que se traslada a los hijos e incluso a los nietos. Se piensa distinto, se habla distinto, aunque aparentemente sea el mismo idioma, porque la cultura es diferente. Y eso que estoy hablando de un país amigable con los extranjeros, como es Chile.

Los que mejor se aclimatan son los que reniegan de sus familias y de su identidad cultural de extranjeros. Me imagino que eso es lo que quería mi hijo... hasta que emigró.

Tuvimos una cena estupenda, una amiga descendiente de alemanes del Volga, chilena que vivió en Holanda treinta y cinco años, otra amiga chilena autóctona de 500 años, que no quiso irse jamás del país ni siquiera con marido becado en el MIT en Massachussetts, USA, y yo, que tampoco me he querido ir de Chile ni en sus peores momentos, porque estoy de migraciones hasta el moño. Cuarenta y seis años de amistad, unas cientos de ostras y varias botellas de vino blanco, nos llevaron casi a una hermandad interplanetaria. Pero nosotras sabemos quiénes somos, nos hemos amigado con nuestros antepasados y los reconocemos, por lo tanto podemos amigar nuestras diferencias. Podemos hablar de nuestros hijos, de nuestros abuelos y padres tomando distancia, de nuestras manías, de nuestros amores o ex amores, de los gobiernos de turno y de los que pasaron, sin tirarnos la cena por la cabeza ni sospechar ocultas reivindicaciones. A estas alturas hablamos un idioma común, pero reconocemos que esto no ha sido fácil y es un trabajo día a día. Hablamos de nuestras culturas heredadas, absolutamente diferentes, y tratamos de entendernos y de ser tolerantes y no tener demasiadas certezas. Y todo esto gracias a que creemos que somos básicamente buenas personas, y porque todas sabemos de dónde venimos y sabemos de dónde vienen las otras y tratamos de entenderlas.

Creo que de eso se trata esta pinche vida, como decía una amiga que emigró a México y ya retornó: De amistarnos y tolerarnos en nuestras diferencias, de apreciar y agradecer las diferencias, de reconocer el árbol donde mejor cantamos, árbol a veces chueco, torcido o apachurrado, pero nuestro, al fin. De saber que la savia del árbol se puede usar de diferentes modos y que depende de cada uno de nosotros el cómo usarla, y hay que aceptar que en cada árbol hay buenos frutos y otros no tan logrados, porque también hay responsabilidades individuales. Así uno de los trámites de la pinche vida, es aceptar a la familia y reconocerla tal como es, y sólo así seremos libres de llegar a ser lo que nos propongamos.

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