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Esta narración fue posible gracias a los datos aportado por la familia Duarte Muregui, vecinos de General Villegas. Una parte de una dilatada historia familiar, que refleja el duro vivir de sus ancestros vascos recién arribados a estas tierras, cuando no eran por asomo como hoy las conocemos.
La carreta era un punto insignificante en aquella pampa indomable. Avanzaba a los tumbos como un viejo barco a merced del viento, obstinadamente, empujada por la menguada fuerza de dos bueyes exhaustos. Animales agotados en la porfía de andar y andar hacia aquel horizonte eterno. Dentro de la carreta, dos bultos se bamboleaban entregados al movimiento brusco y duro que provocaban las enormes ruedas al surcar el mar silvestre de la tierra llana. La soledad, por momento adquiría el sonido cruel del insensible viento sureño. Los cueros que cubrían la carreta no eran suficientes para detener la inclemencia del tiempo en los pobres cuerpos agotados. Y así avanzaron por días, siempre hacia el poniente, dejando atrás la seguridad incierta de los últimos fortines, de los pequeños pueblos olvidados. De cualquier presencia humana. Avanzaron hasta que el hombre detuvo la marcha de la carreta, puso sus pies en tierra, ayudo a bajar a la mujer y ordenó al perro que reuniera a las ovejas dispersas que se habían quedado rezagadas del rebaño.
A partir de ese momento, ese espacio de tierra se convirtió en muchas leguas a la redonda en un reducido hormiguero de febril actividad. De la noche a la mañana un rancho se irguió en la planicie rompiendo la monotonía de siglos, un cerco de palos y tientos de cueros sirvió para contener al rebaño de ovejas y un jagüel que el hombre supo ahondar con fiereza en la virgen tierra, suministró el agua vital para darle sentido al porvenir.
Foto: johnspooner.
En esos días y en los siguientes, ese trozo de vida humana en medio de la nada, se transformó en una isla diminuta de sueños y esperanza. Dos seres humanos desamparados, náufragos en su propia suerte, depositaban e hipotecaban su quimera, su desvelo, en la próxima parición de las ovejas y los granos de maíz que el hombre pensaba sembrar y que, para mayor seguridad, hasta que fuera la época de la siembra, los guardaba en una descomunal bolsa ensartada en el extremo de un palo en el techo del rancho. Mientas tanto, la vida continuaba hasta que un atardecer el horizonte calmo e infinito cobró un tinte rojizo y apocalíptico de donde huían todas clases de animales.
La pareja supo rápidamente que los indios, salidos de las entrañas del desierto avanzaban, fieramente, arrollando y destruyendo todo lo que a su paso podían encontrar. Era el peligro y ante eso sólo cabía la precipitada huída. Lo más rápido posible.
La carreta se puso en marcha, los bueyes fueron picaneados en la desesperación del conductor y las ovejas, las más lentas, eran mordidas en las patas por el fiel perro dispuesto a que el rebaño avanzara al ritmo de la partida salvadora. En pocas horas, el rancho quedó sin vida y en lo alto del techo de paja, una enorme bolsa de maíz fue abandonada como pueden ser abandonadas las ilusiones frente a la dura y cruel realidad.
Con el paso de los años, cuentan los paisanos, de aquel pobre rancho, sólo quedaba en pie los horcones y parte de un techo agujerados por la inclemencia del tiempo. Y en los más altos, un trozo de bolsa flameaba castigada por los vientos pampeanos igual que una miserable bandera de esperanza derrotada. Simple testimonio de una batalla perdida.
El paraje fue bautizado como “la tapera de los vascos” y de ese modo fue recordado por muchos años hasta que el paso insoslayable del tiempo fue borrando el último trazo de esta página olvidada de nuestra historia lugareña.
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