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El testamento de la piolita

Sergio RECARTE

Publicado en el Boletín Beti Aurrera Nº 101

Curiosa historia esta. Sucedió en la ciudad uruguaya de Salto donde un vasco al fallecer legó una cuantiosa fortuna con fines netamente altruista, pero picaras maniobras cambiaron los destinos de la herencia.

Don Saturnio Ribes fue un inmigrante bayonés que llegó a Uruguay con apenas un violín en su equipaje y que a fuerza de voluntad y empeño, no sólo progresó en su vida, sino que ayudo enormemente a que la ciudad uruguaya de Salto alcanzara en los finales del siglo XIX un grado de prosperidad envidiable.

Éste vasco, a poco de llegar a Uruguay, se afinca en el año 1864 en la ciudad de Salto donde entra a trabajar como empleado superior en los escritorios de la Bodega y Saladero de Don Pascual Harriague, paisano y amigo suyo. En este establecimiento permanece Ribes por algún tiempo, pasando luego a ocupar un alto puesto en la “Nueva Compañía Salteña de Navegación a Vapor”, que por cierto no hacía alusión a la tierra de los Valles Calchaquíes, sino a la ciudad donde había sido fundada. Empresa fluvial que realizaba aquellos pioneros viajes a vapor entre Montevideo y Buenos Aires con llamativa regularidad y eficiencia.

Según Richard Durante, biógrafo de Saturnino Ribes, éste impulsó el desarrollo de la industria de la navegación en Salto, creando un astillero al tomar las riendas de la empresa Salteña de Navegación, contratando a maestros cualificados en el rublo y mejorando notablemente las condiciones de sus obreros. Apegado al progreso, su hogar fue el primero en contar con luz eléctrica en todo el pueblo, para asombro de sus vecinos. También tuvo el primer teléfono de Salto.

Saturnino Ribes murió en 1897, a los setenta y tres años, sin dejar descendencia y si una gran fortuna en su haber. En su testamento legaba todo el dinero para la creación de una escuela, un hospital y para sus empleados. Pero sin embargo, para que esto no sucediera, Saturnino tuvo que morirse dos veces. Personas muy poderosas del pueblo, en común acuerdo, decidieron “resucitar” al que había testado de tan altruista manera con el objetivo de que el dinero tuviera un destino: sus propios bolsillos. Para eso prepararon la escenografía correspondiente. La habitación del difunto quedó casi a oscura, las cortinas cerradas, y se evitó la entrada de personas indiscretas. Alrededor del cuello del muerto colocaron una piola, cuya punta sostenía disimuladamente alguien sentado a su lado. Llamaron al notario, cómplice por supuesto de esta fraudulenta maniobra, y se pasó a la acción con dos inocentes testigos que lo colocaron en un extremo del cuarto en penumbras, lejos del lecho.

El escribano habló al cadáver, preguntándole si en el uso de sus facultades deseaba legar la totalidad de sus bienes a favor de las personas que a continuación se detallaban, presente llamativamente todas ellas en el lugar de hecho. Al formular cada pregunta, don Saturnino “contestaba” con leves movimiento de cabeza. Se simuló luego la firma del testamento y los señores, que hasta ese momento rodeaban el lecho del moribundo, se retiraron de la habitación. De este modo, pudo Saturnio Ribes morir oficialmente cuando un médico ajeno al hecho certificó más tarde su alejamiento de este mundo.

El testamento de la piola había concluido. Desde ése momento la ciudad de Salto contaba con nuevos millonarios.

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